Mi papá tenía 23 años cuando subió por primera vez hasta el cráter del Popocatépetl. Allá en la cima, nos contaba, todo brilla más. No son sólo los diminutos cristales de hielo reflejando luz, es el torrente de sangre en el cuerpo con más de cinco mil metros recorridos, una claridad en el cielo que abre los ojos y la mente y muchas ganas de reír.

José Adolfo subió unas 17 veces el Popo. La energía, el entusiasmo y la constancia necesarios para hacerlo nunca faltaban en su mochila, eran su cuerda de escalada en la vida.

Al subir la montaña, nos decía, había que cruzar cierto umbral de dolor, dar siempre un poco más, concentrarse en las piernas, respirar, aguantar, respirar, aguantar otro paso, seguir, anclarse y permanecer con los compañeros de subida, en equipo.

Cuando empezó el proceso de la enfermedad que precipitó la muerte de nuestro padre, en agosto del 2010, la familia, mi hermano Alberto y yo, sabíamos que nos enfrentábamos a un tumor cerebral muy agresivo, un glioblastoma multiforme, con un pronóstico muy malo que pronto imaginamos con forma de tentáculos apretando su cerebro.

Fueron las palabras las que nos dieron la pista de que algo andaba mal. Mi hermano me dijo: «llámalo, para que escuches tú mismo». Mi papá no conseguía verbalizar nada coherente. Usaba unas palabras por otras. El glioblastoma había empezado por callarlo. 

Nos dijeron cuatro, once, trece. No quedaban muchos meses.

Sin embargo, inspirados en su espíritu incansable y positivo, empezamos un camino cuesta arriba empleando todas las herramientas posibles para emprender la escalada.

Familia y amigos propusimos varios caminos. Tratamos con por lo menos ocho especialistas distintos: dos neurólogos veracruzanos, un chamán maya, un médico general del Instituto Politécnico y cuatro oncólogos: uno alternativo en Guadalajara, otro chino en el DF, uno del Centro Médico Nacional, otro de la Beneficencia Española en Veracruz… y mi papá dijo que sí a todo… y quería más.

Yo lo ayudaba a hacer sus cotizaciones y a recuperar las palabras para que lograra contarme otra vez sus historias. «Subes y subes, sientes la, blanco», «¿Nieve?», «Sí… es, estaba, es como respirar, estar, es como estar arriba de…».

Y le leía las hojas con chistes y pensamientos que le llegaban por correo electrónico y que él imprimía y guardaba en un fólder, y mis cartas de la infancia, y un engargolado con mis poemas y cuentos de la adolescencia que él me insistió registrara en INDAUTOR (creía más que yo en ellos). También veíamos documentales de naturaleza y escuchábamos trova cubana.

Durante siete meses mantuvo una calidad de vida buena (aunque seguramente se mostraba mejor de lo que realmente se sentía) y nunca dejó de levantarse para ir a trabajar.

Hizo y dijo sin medirse y dio como si quisiera hacer y decir todo en cada gesto. Intentamos hacer lo mismo para él que, aunque se iba achicando, se proyectaba gigante.

Su pasión por el trabajo, no era una pasión por el trabajo en sí, era una pasión por dar. La felicidad del ingeniero no era trabajar, su felicidad era dar, darle a los demás, regalar, consentir, invitar las comidas…

Esos meses continuó dando pero también descansó y durmió, contó chistes, viajó, comió tacos, bailó, abrazó a su nieto y se reencontró con muchas personas que lo querían y hacía mucho no veía.

No alcanzó a leer ninguno de mis libros publicados pero le conté que había empezado a escribir unos cuentos que intentaría hilar y publicar en una novela. Aprobó con un movimiento de cabeza y me dio un abrazo que guardo como si fuera un par de botas de las siete leguas. 

Se despidió de nosotros varias veces y cuando ya no pudo hablar nos dijo adiós con miradas y gestos.

Vivió casi 63 años. Y nueve meses duró la gestación de su muerte. Igual que llegó, se fue en los brazos de mi abuela Macrina, Machi, que justo estaba con él cuando el glioblastoma le cortó la última corriente de aire.

Allá en la cima del Popocatépetl, nos contaba, todo adquiere un brillo adicional. No es sólo la nieve, es el torrente de sangre en el cuerpo con más de cinco mil metros recorridos, la más grande claridad en el cielo y en la mente…

«Es como estar arriba de las nubes», nos dijo un día mientras señalaba, contento, una impresionante foto de él, volcán adentro.

Y ahí y así está ahora. Al final de esta dura expedición que nos condujo, anticipadamente, a la cima de la vida de mi padre.

NOTA: Publiqué originalmente este texto, a manera de elegía o pequeño homenaje, en el periódico Reforma de la Ciudad de México, en un suplemento por el Día del Padre, el domingo 19 de junio de 2011. Había pasado un mes y 11 días de la muerte de José Adolfo, el ingeniero Córdova, quien, allá arriba, en sus historias del Popocatépetl, y al lado mío, cuando era niño, siempre me pareció un gigante.

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Libros de gigantes (y padres)

“Por aquel tiempo había gigantes en la tierra…», se lee en el Génesis bíblico, que, como en otras mitologías, narra  humanos enormes poblando el planeta. De los titanes y cíclopes griegos hasta El gran gigante bonachón, pasando por el propio Gulliver o «El gigante egoísta» de Oscar Wilde. Heroicos o monstruosos, creando o destruyendo mundos, ¿por qué fascinan a niñas y niños? ¿Será porque sus pasos recorren distancias como si fueran aleteos? ¿Porque su frente es una promesa de crecimiento y fuerza cómplices en un mundo que los mira desde arriba? ¿Tan solo por el prodigio que suponen y la sombra a otros mundos que proyectan?

 

Gigante

Alexandra Castellanos Solís. FCE, 2021. México.

Un niño nos cuenta la historia de un amigo suyo, muy alto, que crecía y crecía, y seguía creciendo, pero sabía acomodarse a cada situación sin dejar de jugar. Hasta que un día ya no cabe ni en su casa, y el niño y él deciden salir a explorar un mundo gris. 

Desde el principio sabemos que esa amistad terminó porque el niño lo narra como un recuerdo, pero sorprende la forma de ese final porque constituye una metáfora gigante sobre la pérdida y la permanencia. 

«Creció tanto, que ya no cupo en su propio cuerpo».

El andar del gigante, que tiene la ternura del trazo de Oliver Jeffers o Beatrice Alemagna, se remonta al de aquel personaje salvaje que ayuda al joven Guerrino en un cuento de hadas de Las noches agradables publicado en 1550 por Straparola. Pero aquí el reino que se conquista es interior, el gigante se disuelve, pero quedan sus colores en la mirada del que lo recuerda.

Un gigante que es metáfora grande, en la que caben muchas lecturas y personas de altura diversa (y el espacio en blanco en cada página contribuye), seguramente este fue uno de los motivos que hizo ganar al libro el Premio de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento 2020. 

 

La giganta

Anna Höglund. Ediciones Ekaré, 2021. Venezuela/España.

«Había una vez una niña que vivía en una isla en medio del mar junto con su padre, que era un caballero». Pero una mañana le anuncia: «Querida hija, una giganta está convirtiendo a todas las personas en piedra. Debo irme y luchar contra ella».

El padre se va, la niña se queda sola. Cada noche se da las buenas noches a sí misma viéndose en un espejo, luego coloca una vela encendida en la ventana de su casa para que su padre encuentre el camino de vuelta. Pero muchos días y noches después, sin más vela que alumbre su espera, se lanza a buscarlo. Será ella quien enfrente a la giganta y rescate a su padre.

Un cuento de hadas contemporáneo que revisita el arquetipo del pequeño que vence al grande, la niña es un poco Pulgarcito, pero se pueden reconocer también rasgos de Ulises engañando a Polifemo o Perseo a Medusa. Aunque tal vez al imaginario infantil de esta autora sueca llegó primero la figura de «la giganta» per se, un personaje recurrente en la mitología nórdica de connotaciones ambiguas.

En cualquier caso, como sucede en muchos cuentos de tradición oral, se disfruta identificar voces de aquí y de allá entremezcladas en una historia que atrapa por el coraje con que la niña atraviesa un mar de noche, la dulzura de su encuentro con una costurera de paraguas y su astucia para salvar al padre. Hijas con más recursos que los padres a la Pippi Calzaslargas o como la niña que se extravía en Mi pequeño gran papá de Mari Kanstad Johnsen (Niño Editor, 2013).

 

Bajo la misma luna

Jimmy Liao. FCE, 2022. México.

Han Han es un niño paciente, pequeño y lleno de recursos que también espera un regreso (podría ser el hermano menor de la niña de La giganta). Encima de un banquito, apoyado en el marco de una ventana, Han Han ve llegar a un león con un clavo enterrado, un elefante con un colmillo roto y una grulla con un ala flechada. ¿Vendrán de una guerra? Han Han los ayuda a todos bajo una luna creciente hasta que, al fin, aparece un auto verde del que desciende su padre, luna que llena su corazón.

Me fasciné con este álbum gracias a mi sobrino Luis. Lo leímos en una librería, por sugerencia de mi prima Mori, su mamá, quien lo deslizó sutil e intuitivamente en nuestra mesa llena de libros posibles. Fuimos descubriéndolo juntos, intrigados por los animales heridos que aparecían en escena, repitiendo con Han Han cada acto de entrada doliente y salida alegre de los personajes, hasta el abrazo con el padre.

Nada más terminar volvimos a gritar ¡león, elefante, grulla! Pronto Luis supo de memoria cada frase, mientras releíamos las imágenes y descubríamos más detalles, y se convirtió en lector y cocreador del cuento. Han Han anuncia la aparición de cada animal a su mamá, Luis disfruta especialmente esa inclusión; su voz se escucha por toda la librería. El desfile de animales, comprendemos luego, es un simbólico ensayo pues el niño habrá de curar también a su papá: le vendará una pierna y le mostrará un cielo sin bombas. «Te extrañaba», le dice. «Yo también», responde el padre, y Han Han, sentado en sus hombros, alza los brazos hacia la luna. Luis los alza también. Ambos forman un solo cuerpo de gigante que Luis celebra, y yo con él.

(Las guardas del libro son la voz de Han Han contando hasta 100. Seguro que Luis llegará a contarlo 100 veces).

 

Gigante en la orilla

Alfonso Ochoa y Andrés López. Alboroto Ediciones, 2022. México.

¿Ves al gigante?, nos pregunta la ilustración. ¿Dónde está? ¿Quién es? ¿De dónde vino? ¿Se queda? Cada doble página funciona como mapa de expedición que repite y amplía las preguntas, cada doble página es un paisaje distinto que juega con la idea de mostrar y ocultar al gigante.

¿Cómo se oculta un gigante? Con los pies sumergidos, o entero, bajo el agua insondable, como aquellos de Ana del lago de Kitty Crowther, y con la cabeza en las nubes, como el árbol de las habichuelas que crece y crece y conduce a un reino secreto donde hay más gigantes.

El cuerpo del gigante, huella en el paisaje: pisada, sombra, viento, ¿o es el paisaje el que deja su huella en el gigante?: cascada, coral, arena, el intercambio abre nuestros ojos en expedición mientras la voz del poeta llama: «Si el gigante decidiera entrar / yo podría escribir una historia / donde la gente lo recibiera como la primera lluvia / con poemas largos y pequeñas fogatas. / Muy pequeñas». 

Una de las múltiples lecturas que tiene este álbum lírico (una que me interesa en este itinerario) es la del adulto que convoca a un joven, un padre que le habla a un hijo -gigante- largamente imaginado, para que se quede tierra adentro en su mundo de palabras: «Si tú quisieras / yo podría escribir una historia / que no olvidarías jamás».

Las ilustraciones de Gigante en la orilla recibieron el Premio Internacional de Ilustración de la Feria del Libro de Bologna y Ediciones SM en 2022.

 

Mariposa

Marc Majewski. Ediciones Ekaré, 2023. Venezuela/España.

En los últimos años han comenzado a circular más libros infantiles que cuestionan los estereotipos de género en la infancia: La declaración de los derechos de las niñas / niños (Ediciones Tecolote, 2015) de Elisabeth Brami y Estelle Billon-Spagnol, Sirena y punto de Sergio Andricaín, Diego Josué Gontorr y Manuel Monroy (Ediciones El Naranjo, 2019), Sirenas de Jessica Love (Kókinos, 2019), El príncipe valiente tiene miedo de Estelí Meza (FCE, 2019), Nosotras/Nosotros de Ana Romero y Valeria Gallo (FCE, 2019), ¡Vivan las uñas de colores! (2018) de Alicia Acosta, Luis Amavisca y Gusti, por mencionar algunos (casi todos reseñados aquí).

Mariposa se suma a la conversación y aporta una mirada más poética y naturalista. 

«¡Soy una mariposa!», expresa el niño cuando termina de confeccionarse unas gigantescas alas de mariposa. Las ha dibujado primero para visualizarlas, y también nosotrxs volamos con los dibujos de Marc Majewksi. «Cuando abro mis alas… …brinco y giro, y salto y volteo, y aleteo y revoloteo», continúa el niño, disfrutando, como un Billy Elliot, la libertad de movimiento que genera en sus cuerpo tener alas.

¡Qué genial idea imaginarse mariposa! ¿A quién se le pudo ocurrir que las mariposas y las flores eran sólo para niñas? En definitiva, no es algo que le cruce por la cabeza al «niño mariposa», que vive rodeado de naturaleza, pero sí a un grupo de varones que interrumpen su juego y le estropean las alas. 

El niño decide renunciar a ellas. Regresa a su casa en el bosque, cruza la sala llena de plantas y se refugia bajo una cobija en su cuarto. Alguien toca la puerta… Su padre. Ha estado allí desde antes, acompañando silenciosa y amorosamente, y le sugiere un nuevo comienzo. Cuando terminan de confeccionarlo va con él a la puerta y lo mira desplegar las alas mientras riega su diverso jardín. 

Uno de los aciertos del álbum es su ritmo ligero, su compás cotidiano; no es explosivo ni artificioso, no adjetiva de más al personaje ni sobrecarga de mensajes ni conclusiones, revolotea con confianza hasta el final pleno, con el espíritu de Elvis Karlsson, el niño al que no le gusta el futbol y prefiere sembrar flores.

Y con Elvis, completan la genealogía de Mariposa: Ferdinando, el toro (1936) de Munro Leaf; Julia, la niña que tenía sombra de chico (1976) de Christian Bruel y Anne Galland; Oliver Button es una nena (1979) de Tomie de Paola; Rosalinde tiene ideas en la cabeza (1981) de Christine Nöstlinger y El bolso amarillo (1981) de Lygia Bojunga.

 

El gigante de la laguna

Alice Bossut y Marco Chamorro. Yekibud, 2021. España.

«Nuka hatun yayatami uyarkani… He oído a mis abuelitos contar que hace mucho tiempo, en tierras andinas, había un gigante tan alto como una montaña que tenía siempre la cabeza entre las nubes».

Como ya lo apunta este comienzo, estamos en territorio oral, de pueblos originarios; una reescritura de un mito kichua, de los Andes ecuatorianos, paisaje de gigantes. Estamos en territorios poco explorados por la literatura infantil editada desde España y aun poco explorados en la propia Latinoamérica.

Y menos así: en formato de libro acordeón que al desplegarse parece habilitar un escenario de exploración e historias, con una cara narrando el mito y otra sólo azul, como la laguna en la que se sumerge el protagonista.

Este gigante se basta a sí mismo. No anda de enamorado ni travieso, no quiere cazar humanos ni reinar mundos, solo quiere una lagunita lo suficientemente profunda para darse un baño. Y va en su búsqueda. 

La sencillez del deseo y la humildad de su errar, en contraste con el objeto sofisticado, notablemente ilustrado en tricromía de colores primarios, hacen que el libro brille y maraville.

«Dicen que al visitar la laguna puedes oír todavía su risa de placer en el murmullo del agua que se mueve».

La escritura es directa y clara, al servicio de la trama, sin florituras, de ritmo ágil y trasfondo poético. Un rescate editorial de Yekibud, pues se había publicado originalmente en 2015, en Ecuador, por Comoyoko Ediciones, la editorial de los autores.

 

El vendaval

Mo Yan y Zhu Chengliang. Oceáno, 2023. México.

No es un padre, pero es un abuelo que fue como un padre para el autor. Así lo cuenta Mo Yan en un breve epílogo donde se ven las trazas de la historia de la vida real que inspiró el cuento: «Cuando era niño mi padre murió tras una enfermedad, y mi abuelo, que ya le había pasado la estafeta a otras manos, volvió a hacerse cargo de una familia y nos acompañó a mi madre y a mí durante esos años difíciles». 

En la vida, ese abuelo era un experto segador y un cariñoso cuidador, en el cuento aún lo es: lo vemos llevar a su nieto por primera vez a la pradera cuando recién ha cumplido los siete años: «La niebla se fue disipando. Pudimos ver el río, y comenzó a brillar el cielo gris. El sol se elevó de un salto y sus rayos iluminaron el cielo, la tierra y todo lo de en medio. El campo permaneció en silencio… hasta que el abuelo empezó a tararear». 

Es fascinante notar cómo Mo Yan modula su voz: es un adulto cuando escribe el epílogo y un niño cuando cuenta el cuento. El primero es más narrativo y descriptivo, el segundo más poético y silencioso, explora más sentidos, hace más pausas. Es la voz histórica del niño o niña más acostumbrado a la escucha atenta que a la participación en voz alta. Un niño en el campo que observa, espera al adulto, busca su protección: «Después de comer el abuelo me construyó un cobertizo para que descansara y tomara una siesta. El viento ardiente y el olor de las flores silvestres me hicieron sudar todito», pero también un niño que permanece atento, tiene iniciativa y sabe cuidar: «Vi cómo empezaban a temblar las piernas del abuelo y cómo le corría el sudor por la espalda. -¡Abuelo, déjala! -grité, tirado boca abajo en el suelo. Abuelo dio un paso atrás, pero el viento empujó repentinamente la carretilla, perdió el equilibrio y tuvo que retroceder». 

La traducción de Maia Miret es notable: sostiene esa delicada arquitectura de sintaxis infantil en la voz del niño, en balance con una verosímil voz adulta, la del abuelo, y hasta adapta rimas que parecen haber sido escritas originalmente en castellano.

El inconfundible trazo Zhu Chengliang (Una reunión de año nuevo, Ediciones Castillo, 2017) ofrece esa atmósfera cálida, de texturas suaves y coloridas, que subraya y extiende el emotivo recuerdo de aquel día, atravesado por un vendaval gigante. Un nuevo favorito.

 

El gigante de nieve

Susan Kreller. Ediciones Castillo, 2016. México.

Este gigante no es un heroico padre, es Adrián, un joven altísimo, de 14 años, enamorado de Stella, una amiga que, para su pesar, es casi una hermana: la conoce desde que son muy pequeños pues sus casas colindan y comparten patio, y misterios, como el de «La Casa de los Tres Muertos» a la que recién se mudó una nueva familia que parece haber llegado con un cuarto muerto.

Lo del posible cadáver será lo de menos, Adrián y Stella conocerán a Dato, el nuevo y cautivante vecino que hará sentir a Adrián chiquito, aunque mida más de dos metros. 

«No llorar. Quedarse tumbado, tirado en el suelo como muerto. Sentir la alfombra, demasiado fina, y el frío que lo envuelve. Tal vez soltar un gruñido, uno corto nada más. Tal vez temblar y maldecir, levantarse con las penúltimas fuerzas y destrozar todos los muebles con las últimas. Pero llorar no, ni siquiera se te ocurra. ¿Me oyes? De ninguna manera», se dice un desesperado y furioso Adrián, que se siente como dentro del cuento «La reina de las nieves» de Andersen, ese largo relato, que les encantaba leer con Misses Elderly, la abuela de Stella, en el que un niño, Kay, es secuestrado por la reina de las nieves, y su mejor amiga y vecina, Gerda, va en su búsqueda. Pero en la vida de Adrián, los papeles se invierten: es ella quien parece prisionera, cegada, por su amor a Dato, y a Adrián le costará encontrar el camino que lo lleve de vuelta a ella, y a sí mismo, aún pudiendo dar pasos de gigante.

 

Más gigantes reseñados:

El pequeño gigante, Supergigante, Los últimos gigantes y El gran gigante Bonachón.

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Más padres reseñados:

Tras los pasos de papá: crecer con libros que buscan al padre 

Historias de padres e hijas

¿Un papá? ¿para qué?

«Conexiones» en Selección de libros ilustrados 2021

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Entrada No. 237
Autor: Adolfo Córdova. 
Foto de portada del archivo de mi padre, José Adolfo Córdova Sánchez.
Fecha original de publicación: 19 de junio de 2023.

7 Comentarios »

  1. Maravilloso el recuerdo de tu padre, Adolfo. Y qué útil recorrido de gigantes y gigantas en la LIJ.
    El mundo entero debería leerte. Besotes, SUSANA ITZCOVICH

  2. Qué hermosura de texto, que fotos más conmovedoras, Adolfo. Suscita, de inmediato, una corriente de ternura y amor por tu padre y por ti.
    Abrazo enorme, querido.

    • Muchísimas gracias, Verónica querida. Siento que mi padre me saluda a través de sus mensajes amorosos. Las fotos han sido un rescate de unas antiguas diapositivas que encontré y que Mariela escaneó. A ver qué más hago con ellas. Otro abrazo para ti, querida.

  3. Me ha encantado leer el texto sobre tu padre, me siento tan identificada…al año de fallecer mi padre, le escribí una carta por el día de San Valentín para un concurso radiofónico y resultó ganador, no era mi objetivo, sino mostrar mis sentimientos pero me gustó ganarlo, a él le habría encantado creo yo, aunque nunca supo que ahora me dedico a escribir libros infantiles. También me apunto las recomendaciones de libros. Un saludo.

    • Hola, Susana, pues sí que son muchas coincidencias. Qué hermoso que le hayas escrito esa carta y que ganaras el concurso. Creo que, de alguna forma, al socializar nuestras experiencias los mantenemos vivos. Me encantaría leer o escuchar tu carta. Si quieres compartirla aquí o si prefieres por correo electrónico: adolfo.cordova@gmail.com, será un placer. Te mando un abrazo grande.

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