«‘¿Quién quisiera vivir / sin el consuelo de los árboles?’ / Gunter Eich / poeta alemán». Así empieza un poema Juan Carlos Moisés en su libro Conversación con el pez (Editorial Maravilla, 2018, Argentina). Y se queda resonando en la mente ese brote de pregunta, poema en el poema, como el trino de un pájaro que deja una rama.

Los árboles son personajes favoritos en la literatura, tal vez porque reconocemos en ellos a esos sabios mayores que nos preceden. Vieron a nuestra especie dar sus primeros pasos y, quizá, y a pesar de las proyecciones distópicas de futuros desiertos, nos verán dar los últimos… ¿o mientras haya árboles habrá humanos? Frondosos pulmones: bajo sus sombras cabe y respira quien sea, hasta quien lo olvida.

Muchas hojas han pasado ya de libros de árboles y siguen brotando como parte de esa preocupación por la salud del planeta que ha derivado en abundancia de literatura infantil y juvenil con regresos a lo salvaje y a la naturaleza. Reuní aquí algunos de los más entrañables que he leído y que me parece pueden acompañar a niños, niñas y jóvenes en sus deseos de exploración y libertad.

Hay tantos libros de árboles que decidí dejar para una entrada futura los que proponen «jardines» (de lo que ya compartí una historia en Érase un jardín, artículo escrito para Jardín LAC) y dividir en dos secciones los de ésta: una de árboles como umbrales de lo fantástico, otra enraizada en lo cotidiano y realista que tiende más a lo ecológico e informativo, pero en ambas hay muchos poemas y prosas poéticas que quieren honrar la belleza de lo que evocan.

Il. Emily Hughes para Cómo hacer una casa en un árbol.

Los árboles mejoran la vida. Y, en una nota personal, han hecho mejor la mía. Mi abuela materna, que ama vivir, como una niña, va contando y señalando árboles en cada uno de nuestros paseos; sentado bajo un árbol de mango, mi abuelo me sorprendió regalándome mi primer libro; con ayuda de mis padres trepé árboles y organicé reforestaciones escolares de niño y adolescente; hace diez años elegí un lugar para vivir por la vista que tiene a un gran fresno; y hoy, los árboles son mi materia prima: leo y escribo libros, y en los que he publicado los árboles son centrales. El primero tiene raíz desde el título: Para la niña detrás del árbol ; en El dragón blanco y otros personajes olvidados un árbol de tréboles y su fruto fantástico dan continuidad a los cuentos; en Jomshuk, niño y dios maíz la selva de Veracruz llena de higueras, chaganes, ceibas, chochos, y palmas es el escenario por el que Jomshuk escapa; el desmonte para introducir ganado detona la extinción del lobo mexicano que narramos en Aullido; un niño o una niña nos dice que es la sombra de un árbol que aún no echa raíces en Infinitos; y todo es bosque y jardín en dos libros próximos. También en las antologías que he realizado hay secciones de pura fronda.

Los árboles me fascinan, su carácter tan terrenal y a la vez tan divino me hacen sentir lo que el poeta cubano Eliseo Diego describió así: «Una hoja de un árbol es en cierto sentido el centro del universo: no podemos tocarla sin que un estremecimiento alcance a la galaxia más lejana».

Árboles mágicos

Árboles que hablan, caminan, salvan o condenan, son alimento de la luna y revelan verdades. Alicia Morel, una de las pioneras de la literatura infantil y juvenil en Latinoamérica que, por cierto, ayer 26 de julio hubiera cumplido 100 años, escribe: «Los árboles / están escondidos / detrás de sus hojas / pensando. / ¿Qué piensan los árboles? / Piensan / grandes sombras / en el suelo». Este fragmento del poema «Los árboles» se publicó originalmente en Música de la tierra (SM, 2015, Chile) y lo retomé para incluir en Cajita de fósforos. Antología de poemas sin rima (Ekaré, 2020)

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Árbol que habla

«Los árboles del parque / dicen rayos de sol…». En ese maravilloso libro, Diez pájaros en mi ventanaFelipe Munita imagina una conversación muy natural: 

Il. Raquel Echenique para Diez pájaros en mi ventana.

El gran Eugenio Montejo también: 

«Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo».

En este sitio increíble pueden escuchar al poeta leyéndolo: https://www.lyrikline.org/fr/poemes/los-arboles-2775

Y vuelvo al libro de Juan Carlos Moisés, Conversación con el pezpara escuchar otra voz de árbol de temática muy distinta:

«Un álamo / ha crecido delante de la casa / en medio del jardín / entre pinos jóvenes y flores / un álamo que no plantamos / irrumpió un día y fue creciendo/ desde su firme raíz hacia la luz // sin pensar demasiado lo llamé / por su nombre: / Manuel Bandeira / y el álamo me contestó / como seguramente me hubiera contestado / Manuel Bandeira / después persistió / en sus intenciones de hablar // desde entonces / lo escuchamos decir buenas tardes / buenas noches ser amable/ saludar perro hormiga o mujer / es evidente: / Manuel Bandeira quiere darse / a conocer / entre los vecinos / y hay todavía un muy curioso agregado: / insulta a quien no le devuelve el saludo / el saludo es fundamental / dice uno de mis tíos / mientras que a Manuel Bandeira le tiemblan / las hojas las nervaduras las gotas de rocío / y en verdad su irreverencia / no desentona como hecho particular / o filosofía de vida / aunque me temo que su hermosa / existencia terminará con un hachazo / después lo haremos silla donde sentarán / al acusado».

Si quitamos el humor y dejamos nada más el destino fatal pienso en otra historia.

Una de las primeras voces de árboles en mi memoria es la de «El abeto», el cuento de Hans Christian Andersen que narra la vida de un árbol que se queja amargamente de lo que no tiene y, en particular, de no ser lo suficientemente grande para convertirse en un árbol de Navidad. Pero se le cumple el deseo y, aunque tiene algún momento feliz, termina seco y hecho cenizas. Es un final desgraciado y moralizante, pero fue la primera vez que escuché hablar a un árbol en un cuento. Me gustaba que conversaba con pájaros, con unos ratoncitos a los que les cuenta su historia antes de que lo quemen y hasta con un rayo de sol que, por cierto, le decía: «¡alégrate de la savia fresca y vigorosa que corre por tus ramas!». 

Sin embargo, la voz más viva en mi recuerdo es la de Bárbol, uno de los ents de El señor de los anillos. Las dos torresquien sabía muchas cosas y las decía lentamente (y sólo cuando valía la pena «pasar mucho tiempo hablando y escuchando», porque era trabajoso hablar en éntico), pero desconocía la existencia de los hobbits. «Hum, hm, hum, hm… Rum tum, rum tum, rumti tum tm». Su voz hecha de crujidos y largos párrafos ponderando.

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Árbol que camina

Hablar es lo de menos, ¡Bárbol también camina y combate! A diferencia del Árbol Pavo Real, que camina pacíficamente por obra de los rezos de un ermitaño, y cuyo cuento, que pueden leer aquí, forma parte de uno más largo llamado “Los árboles del orgullo” de G. K. Chesterton. Quizá hallan sido los rezos de ese ermitaño o algún otro conjuro lo que hizo caminar también a la ceiba en el poema de Antonio Orlando Rodríguez, ilustrado por Cecilia Varela en Los helados invisibles y otras rarezas (SM, 2014, México).

Il. Cecilia Varela para Los helados invisibles y otras rarezas.

Estos árboles hacen pensar en seres mitológicos asociados a los bosques; pero más que a los célebres Yggdrasil o El árbol del bien y el mal, a espíritus cuidadores como uno que descubrí recientemente en un libro imprescindible para criptozoólogos y curiosos: Criaturas fantásticas. Sobre dragones, unicornios, grifos y otros seres mitológicos de Floortje Zwigtman y Ludwig Volbeda (Zorro Rojo, 2018).

El leshii o «El señor de los bosques», de Rusia, un «protector de todos los animales y plantas» tiene barba larga y verde y piel azul «tan áspera como la corteza de un árbol». Sus guardaespaldas son lobos y osos, castiga a cazadores y leñadores, le gusta extraviar a los viajeros y emborracharse con otros leshiis tomando licor de abedul. En dichas comilonas cantan y apuestan «rebaños de ciervos o cien mil ardillas». Escribí un poco más sobre representaciones de los «espíritus de los bosques» aquí.

Si hablamos de mitos y árboles, imposible olvidar dos pares griegos: Apolo y Dafne y Filemón y Baucis.

En Las metamorfosis, así describe Ovidio la transformación de Dafne, la ninfa de los árboles que pide a su padre río la transforme en laurel para escapar de Apolo: 

Apenas había concluido la súplica, cuando todos los miembros se le entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza, los cabellos se convierten en hojas, los brazos en ramas, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en retorcidas raíces, ocupa finalmente el rostro la altura y sólo queda en ella la belleza.

También de Filemón y Baucis escribe Ovidio y a partir de él reescribe e ilustra Lemniscates un librito adorable, como sus protagonistas (lo reseñé en esta entrada de libros de amor y bien podría haberlo incluido en una sobre  libros de migración y refugiados). Un caminante «vestido de forma extraña» llega a un pueblo en el que nadie quiere recibirlo. Cuando prueba en la última casa, la más alejada y elevada, ni siquiera necesita llamar. Filemón sale a recibirlo con los brazos abiertos, «una sonrisa y la puerta abierta de par en par». Baucis se suma. Lo atienden, lo dejan descansar y le preparan un pequeño banquete. «Este invitado debe ser un mago», piensa Baucis al notar que la jarra de vino no se vacía aunque se sirvan, lo mismo sucede con los platos de comida. Sí es un mago y esas serán las primeras maravillas que demuestre. La más sorprendente: llegado el día, concederá a la pareja el deseo de morir al mismo tiempo. Morir o transformarse:

Lemniscates, Filemón y Baucis, Ekaré.

Y para cerrar esta sección un árbol gigante que habla de sí mismo como si fuera espíritu del bosque:

—¿Quién soy? —rugió de nuevo—. ¡Soy la espina dorsal que sostiene las montañas! ¡Soy las lágrimas que lloran los ríos! ¡Soy los pulmones que respiran el viento! ¡Soy el lobo que mata al gran ciervo, el gavilán que mata al ratón, la araña que mata a la mosca! ¡Soy el gran ciervo, el ratón, la mosca que son comidos! ¡Soy la serpiente del mundo que se devora la cola! ¡Soy todo lo que no está domesticado y no se puede domesticar! —acercó a Conor uno de sus ojos—. Soy esta tierra salvaje, y he venido a por ti, Conor O’Malley.

—Pareces un árbol.

Un libro más comercial, efectista y lleno de buenas intenciones, pero con ese árbol monstruoso bien construido y difícil de olvidar, más terrorífico que en la versión cinematográfica y al mismo tiempo más entrañable que el propio Conor. En Un monstruo viene a verme de Patrick Ness y Siobhan Dowd (Nube de tinta, 2016, México) un niño debe aceptar la muerte inminente de su madre y la vida que vendrá al lado de su abuela, a quien detesta. Un árbol lo visita todas las noches para contarle tres historias. Al final, Conor deberá contar una cuarta, de lo contrario el monstruo lo devorará.

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Árbol fantástico

En el jardín de María «hay un manzano, un limonero, un ciruelo… y un árbol de las cosas» que guarda un misterio sobre el destino de sus brotes. María envejece y mira desaparecer una estación tras otra las nubes, estrellas, peces y mariposas nocturnas que florean en el árbol de las cosas. ¿Importará esclarecer el misterio en El árbol de las cosas de María José Ferrada y Miguel Pang Ly (A buen paso, 2015, España)?

¿O será mejor dejarlo suspendido como en El árbol de la escuela de Antonio Sandoval y Emilio Urberuaga (Kalandraka, 2016, España) o en la fábula china El árbol de durazno inventada por Marco Tulio Aguilera (Del Rey Momo-FONCA, 1996, México)? En esta, Ling Po, un niño sueña con ver crecer un árbol de durazno en un terreno de su padre en el que «no había ni un sólo árbol, ni una planta o una hierba, solamente la tierra vacía, reseca, triste». Pero el padre le explica que el durazno no se da por allí y conseguir una semilla sería muy difícil.

La madre propone darle dos monedas de oro que tienen por herencia al viejo Cam, quien todo lo encuentra. El padre se resiste pero cede. Cuando el viejo Cam trae la semilla, el niño la siembra esperando que el árbol crezca instantáneamente. A los padres les causa gracia y la madre le explica «las leyes de la vida»: «Un árbol de durazno es algo tan grande y poderoso como un oso grande, como una montaña. No crece de la mañana al anochecer». Y sin embargo, lo hace, ¡crece lleno de flores! Al día siguiente, todavía incrédulos, los padres bajan a corroborar si no lo ha trasplantado alguien. Pero la tierra no está removida. ¿Una noche más y tendrán duraznos? Los tres son testigos del milagro. Este cuento, traducido al maya por María Luisa Góngora y publicado en edición bilingüe con ilustraciones de Soledad Velasco todavía se consigue en alguna que otra librería y en bibliotecas. Muy económico y muy bello.

El árbol de las mentiras, La isla del naranjo asombroso y El limonero mágico

Y tres libros más cuyas (t)ramas giran completamente alrededor de árboles prodigiosos y extraños.

Desde que la leí se convirtió en una de mis novelas favoritas y la recomiendo a la menor provocación (ya la he señalado en un par de entradas): El árbol de las mentiras de Frances Hardinge (Castillo, 2017, México).

«Se decía que el árbol parecía una enredadera, aunque daba frutos parecidos a los cítricos y poseía propiedades extraordinarias. La planta maduraba en la oscuridad o con muy poca luz y sólo florecía o daba frutos si se le alimentaba con mentiras (…). Me dijo que era necesario susurrar las falsedades al árbol para luego hacerlas circular con amplitud. Cuanto más grande la mentira y cuanto más gente la creyera, tanto mayor sería el fruto. A quien comiera de este fruto se le otorgaría el conocimiento secreto de las cosas que más le importaran».

Faith, una joven de catorce años, lee estas anotaciones en primera persona del diario de su padre, el reverendo Erasmus Sunderly, reconocido naturalista que, sin embargo, ha sido señalado como un científico fraudulento y embustero. Así que cuando empezamos a leer la novela, Faith y su familia van en barco a la isla de Vane. Han tenido que dejar su hogar en Kent con el pretexto de que el padre participe en las excavaciones de fósiles en una cueva, aunque realmente lo hacen para escapar del escrutinio social. Allí se desatarán una serie de acontecimientos misteriosos y terribles que harán que Faith deje su papel de hija bien portada, irreflexiva y callada, que su madre y la sociedad victoriana en la que vive le exigen cumplir y que ella odia, para hacer de detective naturalista, resolver un asesinato y descubrir los poderes de esa planta que su padre ha transplantado en un lugar secreto.

Las descripciones de atmósferas interiores y exteriores, de las casonas antiguas, parroquias y tabernas a las playas escondidas, cuevas laberínticas y acantilados feroces, son un deleite en sí mismo (justo mencionar que la traducción de Ix-Nic Iruegas es notable). Pero lo que más destaca es la precisión con la que la autora entrecruza el carácter de Faith con el carácter de una sociedad: una joven, temerosa y valiente, determinada a abrirse paso como científica en un mundo en el que la medida de su cráneo indica que es inferior a los hombres (hay una escena que literalmente describe esta creencia absurda).

La fascinación que genera el árbol de las mentiras en quienes le rodean me recordó otra novela detectivesca imperdible: Los escarabajos vuelan al atardecer de María Gripe (SM, 1983), con plantas fraguando misterios. 

Me costó entrar, pero, una vez allí, imposible abandonar La isla del naranjo asombroso de Mónica Rodríguez con ilustraciones de Mariana Alcántara (El Naranjo, 2019, México). Tan asombroso el árbol como la propia prosa que juega a las cajas chinas para contar una complicada genealogía sin que perdamos el hilo. El corazón del naranjo y del libro es Miranda, una muchacha pelirroja que abrazará infortunio y dicha. A su alrededor, muchas ramas: Genovevo, Dulce Nombre de María, Ataulfo, Luz Camilia, Lluvia, Eladio Carreras, Don Aurelio, Daniel, Felisardo, Daviana, Doña Angustias, Rosalía, Lina, Ángel, Melífera, Fernanda, Manuela, Ramona y una niña sin nombre… y un bosque de castaños y avellanos. Cada uno tiene una aparición, en el acento morisco que aportan las ilustraciones de Mariana Alcántara, y un rol que la autora nos hace sentir imprescindible.

Pero sería más exacto decir que el centro, el gran protagonista del libro, es el naranjo: 

«El árbol se levantaba en medio de la isla como un gigante repleto de flores o frutas. Decían que una sola naranja bastaba para alimentar a veinte soldados…». Las vidas de todos laten según su pulso: «Luz Camila se sentía dichosa con aquella vida bullendo en el vientre. Apretaba la espalda contra el tronco del naranjo y soltaba de nuevo su voz de pájaros por el valle. El corazón del árbol palpitaba dulcemente. Su pulso traspasaba médula, albura y corteza hasta llegar al vientre de Luz Camila».

Como si en sus frutos se balancearán el bien y el mal y como resultado de la propia descendencia del árbol, un naranjal expulsará a sus habitantes del paraíso. El «pecado» empieza aquí: «Un día le cayó una naranja a los pies y se puso muy contenta. Abrazó la fruta que medía, puestos a exagerar, lo que la rueda de un molino y decidió llevársela a su casa. Esto era un pequeño hurto, porque la naranja pertenecía a don Aurelio. Pero Miranda, poniendo el dedo entre los labios, susurró: —Sshh. Que no se entere nadie». 

Il. Mariana Alcántara para La isla del naranjo asombroso.

«Puestos a exagerar», anuncia la autora, y a fantasear. Su realismo mágico cautiva. Aunque el humor absurdo me parece que, en ocasiones, sobre todo en el último tercio de la novela, raya con un absurdo a secas: los acontecimientos previos al desenlace se precipitan y ponen en riesgo la verosimilitud de la apuesta. Con todo, la novela mantiene el ritmo, fluye, y ofrece pasajes que son pepita de oro, igual a la que Miranda descubre dentro de la naranja robada.

Otro robo detona la historia en El limonero mágico de Ángel Fernández de Cano con ilustraciones de Miren Asiain Lora (SM, 2017, España), mi tercera recomendación de árbol mágico.

Una sucesión de robos de limones brillantes, como pequeñas lunas, hace que los vecinos de don Severo, el dueño del limonero, monten guardia hasta en las propias ramas del árbol. Pero no  consiguen dar con el bandido y cada vez quedan menos frutos. Al final, una confesión tan fantástica e inesperada, como el fulgor del árbol, resolverá la intriga.

Un libro prodigioso, narrado en verso pareado (dos versos que riman entre sí), técnica usual de los refranes (Del dicho al hecho / hay mucho trecho) que hace sentir cercano, ágil y ocurrente toda la versada. Es inusual encontrar cuentos largos en verso y que estén rimados sin sentirse forzados, versos, en apariencia, sin esfuerzo, pero cuya métrica justa revela mucho trabajo.

Para muestra, dos brotes:

Y envolviendo el enigma, las nieblas delicadas y las escalas pequeñas de la gran Miren Asiain Lora:

Il. Miren Asiain Lora para El limonero mágico.

Árboles realistas

La ciencia dice que el contacto con árboles tiene efectos benéficos para la salud emocional y física de los humanos. El arte dice que la lectura de árboles narrados también.

Sembrar árboles

Uno de los árboles sembrados que más ha circulado entre lectores es el ya clásico moderno El flamboyán amarillo de Georgina Lázaro y Lulu Delacre (Ediciones Huracán, 1996 / Lectorum, 2004, Estados Unidos). A 25 años de su primera publicación, este plácido cuento en verso de un niño que siembra con su madre una semilla de flamboyán sigue entre los más queridos. A diferencia de las fábulas chinas, aquí habrá que esperar a que crezca. El niño se hará adolescente con el árbol, que al final, revelará su sorpresa.

En el reciente El ratón y la montaña de Antonio Gramsci y Laia Domènech (Akal Infantil, 2020, México-España) un niño llora porque el ratón se ha bebido su vaso de leche. El ratón se siente culpable y va a pedirle leche a la Señora Cabra. Ella le dice que le traiga pasto. El ratón se lo pide al Señor Campo quien a su vez le explica que necesita antes agua. ¡Pero la fuente está rota! El albañil podría repararla si tuviera piedras. En la montaña el ratoncito se encuentra con un paisaje árido: ¡no hay árboles! Promete a la montaña que cuando el niño que beba la leche crezca, sembrará «pinos, robles y castaños en sus laderas». Y así será.

Suerte de retahíla escrita por Jesús Ortiz a partir de una carta que Gramsci envió a su pareja en los años encarcelado por el gobierno de Mussolini. 

«Es un cuento típico de un país arruinado por la devastación de las tierras. Queridísima Giulia, tienes que contarles este cuento y contarme después las impresiones de los niños», así cerraba la carta Gramsci. La edición e ilustraciones de Domènech hacen que más allá del bienintencionado mensaje el libro resulte memorable.

Otro personaje siembra en El pequeño gigante de Max Bolliger y Nele Palmtag (Castillo, 2017, México). Un sólo árbol le basta para ganar el concurso de «Rey por un día» del Festival de los Gigantes. La prueba consiste en dar el bocado más grande. El pequeño gigante se traga una semilla de manzana y siembra otra. Al año siguiente los gigantes rodean un árbol, promesa cumplida de un bien mayor, y deciden darle un premio especial.  

Il. Nele Palmtag para El pequeño gigante.

Vivir en árboles

Una casa en un árbol es un sueño común en la infancia. Refugio perfecto: elevado, panorámico y oculto. Así lo demuestran los niños y niñas de Cómo hacer una casa en un árbol de Carter Higgins y Emily Hughes (Zorro Rojo, 2019, España). En el mismo tono de instrucciones poéticas de otros libros inolvidables, como Si quieres ver una ballena de Julie Fogliano y Erin E. Stead (Oceáno, 2014, México) o Trece modos de mirar un niño de María Teresa Andruetto y Cecilia Alfonso Esteves (Comunicarte, 2014, Argentina), el autor aquí propone que para construir una casa en un árbol sólo necesitamos tiempo, «mirar hacia arriba e imaginar…». Sin olvidar «unos prismáticos y diez dedos ágiles en los pies»; cuerdas, tablillas, martillo y clavos; un columpio «y muchas lianas, como hebras de azúcar hilado y savia»; «una buena provisión de bocadillos»; un saco de dormir, una linterna y secretos para contar a tus amigos y amigas. Mientras uno cuenta posibilidades, la ilustradora va ampliando las opciones posibles de casas, árboles, juegos e infancias, con tanto gozo, que de verdad dan ganas de salir corriendo, planos en mano, y poner manos a las ramas.

«Montañas de libros no pueden faltar», dice también y es exactamente una cabaña en un árbol con libros o biblioteca arbórea lo que despierta el deseo de explorar y leer de Virginia en La voz del árbol de Vicente Muñoz Puelles con ilustraciones de Adolfo Serra (Anaya, 2014, España). Un papá escritor, que habla con vocabulario náutico, es quizá el responsable de las inexplicables apariciones de libros en la también inexplicable casa en un algarrobo que descubre Virginia. Y allí, navegará por clásicos, principalmente por Orlando, de Virginia Wolf, lo que la hará considerar aquello que le dijo su padre, que ella también será escritora. Junto con Lucas, Jorge y Gerardo, sus hermanos, y Laika, su perra, volverá una y otra vez al árbol y entrará a El mundo perdido, la isla de Robinson Crusoe, las leyendas de Bécquer, La metamorfosis de Kafka… Y ellos mismos presenciarán muchas metamorfosis. Narrado con franqueza y amor a las letras (y mucho empeño, muy evidente, de transmitir el gusto por la lectura). 

Il. Margaret Atwood para Arriba en el árbol.

Pero todo lo que sube a un árbol tiene que bajar y ese será el problema de los hermanos o amigos de Arriba en el árbol de Margaret Atwood (Ekaré, 2017, Venezuela-España), que no hallarán la forma luego de que un par de castores se coma su escalera. Este simpático cuento en verso, publicado originalmente y de forma artesanal en 1978, narra una vida genial de piruetas y saltos que se ve interrumpida por un susto. Igual al que se llevan los monos cuando una sierra irrumpe en su selva y empieza a derribar árboles. Perezoso no se da cuenta, sigue durmiendo aferrado a una rama y despierta cuando ya está en el aserradero. De su árbol saldrá una silla a la que volverá a aferrarse, y cuando una familia compre la silla, ¿tendrá una nueva casa o hallará la manera de volver a su viejo hogar? 

El árbol de Perezoso de Oliver Scherz y Katja Gehrma (Castillo, 2016, México) es entretenido aunque un poco tibio en su posicionamiento político con respecto a la tala y la pérdida de hábitat de tantas especies. A diferencia de ese otro libro contundente y triste: El elefante y el árbol de Jin Pon Lee (Thule, 2006, España). No es que le pidamos un pronunciamiento o crítica explícita a cualquier libro que quiera hablar de deforestación y explotación de animales, pero aquí sí pareciera haber una intención de denunciarlo que no se materializa: el drama de perezoso cobra un tono cómico y se resuelve tan gratuitamente que uno olvida que hubo drama. El cruce de contenido ecológico y relato con final feliz ha sido muy explorado y nos conduce a un campo más informativo.

Así son los árboles

Desde la sencilla infografía y el breve listado para leer con bebés de Para qué sirve un árbol de Inés Westphalen y Natalia Gurovich (SM, 2012, México) hasta el detallado y exuberante Inventario ilustrado de los árboles de Virginie Aladjidi y Emmanuel Tchoukriel (Kalandraka, 2014, España) que, vía ilustración naturalista e investigación botánica, sorprende y fascina con sus 57 especies. Y entre un extremo y otro: Árboles de Lemniscates (Ekaré, 2015, Venezuela-España), álbum que va contando cómo los árboles duermen en invierno y se despiertan en primavera, «tienen la cabeza en las nubes y los pies en el suelo», limpian el aire, nos dan semillas y frutos y «sombra a todos por igual»; en la tradición del clásico El árbol generoso de Shel Silversten (Harper, 1964 / Kalandraka, 2015), otro infaltable en la enramada libresca, pero sin el minimalismo gráfico de éste ni ese final sacrificado que a muchos conmueve y a otros impacienta, más templado.

Y dos más. El emotivo El árbol de Anselmo de Carolina Loureiro con ilustraciones de Romanet Zárate (Loqueleo, 2018, Bolivia) nos recuerda que preguntarse ¿cómo es un árbol? puede detonar un viaje si se vive en el desierto, como Anselmo.

Él tiene seis años y nunca ha salido de su comunidad, Quetena Chico, al sur de Potosí, en Bolivia, ni visto un árbol como el que la maestra dibujó en el pizarrón de la escuela. Le pregunta a su mamá dónde puede hallarlos, ella le responde que en el valle más allá del Salar, donde vive su tía Juana y que algún día irá, «pero antes tienes que conocer al árbol de nuestra tierra». Será su abuelo quien lo guíe, a pie, hasta «el árbol de piedra» y a sus pies le contará que salió de las entrañas del volcán. Con una nueva raíz regresará Anselmo a casa, sin abandonar el sueño de colgarse de una rama.

Otro viaje y otra historia contada por un abuelo experimenta una niña, Martina, en El árbol de la vida de Clarisa Ruiz con ilustraciones de Ramón París (SM, 2018, Colombia). Ella viaja en avión hasta Leticia, en la Amazonia colombiana, donde todo es un verdor que se aviva cuando el abuelo cuenta alguna historia.

«En el tiempo más antiguo, en el comienzo de todo, el mundo era uno solo, los animales eran como la gente y la gente era como los animales…», empieza el abuelo Juan o Naimokheu Itoma, como lo llaman en su lengua, y así continúa para revelarle cómo surgió el Río Amazonas.

Un amor prohibido: Moniya Tiriza, mujer-turpial, del pueblo uitoto-muinan y Kuio Buinaima, el hombre-lombriz. De su unión surgirá Moniya Amena o el Árbol de la Vida: «a la mujer-turpial le nació un árbol que se llamó Moniya Amena y, en medio del agua, en la mitad de la selva, en la más oscura, oscura noche, rodeado del húmedo silencio y del aire caliente, el árbol creció y creció, a toda velocidad».

Grandísimo, abundante, codiciado y derribado… pero ese no es un final sino un tránsito. Lo que sí termina es esta entrada. Florecido lingüística y gráficamente, El árbol de la vida me parece el más idóneo para cerrar porque condensa un poco de todas las categorías, con una magia escrita y dibujada que, sí, honra la vida.

Il. Ramón París para El árbol de la vida.

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Más para la biblioteca arbórea

¿Qué otros conocen? Compartan su bosque en los comentarios y los voy sumando a esta galería. En el blog también he reseñado: El árbol habla. Octavio Paz para niños, Cuatro romances, El árbol de lilas, Dos arbolitos locos, Guachipira va de viaje, El bosque y muchos otros que mencionan árboles.  
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De Rómulo y Remo a Mowgli y Tarzan. Una breve historia de lo salvaje o El Buen Niño Salvaje en la LIJ

Ruge como un tigre y otros libros feroces. El nuevo llamado de lo salvaje.

Afuera hay una tribu. El regreso a la naturaleza en la LIJ

Entrada No. 218.

Autor: Adolfo Córdova.
Ilustración de portada: Emily Hughes para Cómo hacer una casa en un árbol.

Fecha original de publicación: 27 de julio de 2021.

9 Comentarios »

  1. Buenísima también soy amates de los árboles y me gusta mucho su con tenido
    a Beses la naturaleza es lo mejor que hay gracias por sus blogs

  2. Buenísima recopilación. También soy amante de los árboles. Agregaría “Cien semillas que volaron” de Isabel Minhós Martins y Yara Kono, editado por Coco Books. 🌲

  3. Me encantan todas las recomendaciones, a veces la naturaleza puede ser la mejor protagonistas en nuestras historias infantiles. Yo solo he leído Un monstruo viene a verme, se lo regalé a mi hija y le encantó. Tendré que buscar alguna de las otras recomendaciones para nuestra biblioteca en casa.

    • Hola, amigos de Cuentos Cortos… muchas gracias por su comentario. Y ojalá que se acerquen a la sombra de algún otro árbol de los aquí reseñados. Todos garantizados. Como habrás leído, sobre la naturaleza y la literatura infantil he escrito varias entradas. Es un tema que me encanta y del que cada vez hay más de dónde. ¡Abrazo grande!

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