Cuando leí estas palabras de Silvia Katz escritas en el prólogo de un libro incluido en esta lista, La boca azul, sentí que de alguna forma describía lo que hago en mi blog y, en particular, en este ejercicio anual de lectura y selección: convocar y buscar palabras.

«Lo que tiene de semejante [La boca azul] con sus antecesores es que nació y se hizo jugando. Y jugando a imaginar es que con los chicos y chicas del taller invitamos a muchas, muchísimas palabras. Primero convocamos a aquellas que llevamos adentro: las que viven a flor de piel llegaron de un salto; las que juegan a esconderse en la memoria demoraron un poquito más, y aquellas que aún duermen prometieron con apenitas voz que participarían, aunque no nos diéramos cuenta. Suavemente y, de a docenas, llegaron las que habitan el aire y las traídas por la brisa, palabras conocidas y otras nunca oídas. Fuimos en busca de las que viven en cuentos y poemas, de las que resuenan como arrullo o arroyo, y también de las que nos hacen cosquillas con su música…»

Palabras capaces de despertarme palabras, hacerme querer convocar más: escribir, y escribir reseñas. Y luego, igual que Silvia Katz y les niñes de su taller, compartir la experiencia. 

Valoro en mi búsqueda, al leer, la continuidad y la ruptura. Por eso me identifiqué con aquello de «palabras conocidas y otras nunca oídas», la tensión entre lo familiar y lo extraño que sintetiza muy bien el título de otro libro en este recorrido: Una canción que no conozco. Una canción que «me suena» y que al final concluyo es la primera vez que oigo. Esa capacidad que tienen algunas obras artísticas de resonar en ti y agrandar tu caja de resonancias. O tal vez sea «una canción que había olvidado», que me hace regresar a un lugar y volver a verlo, y en muchos sentidos recrearlo, como pasa en Cuento del sinsonte olvidadizo.

Ando tras esos libros que revelen singularidad en el cómo y/o en el qué, donde encuentre distintas Formas de ver, por ejemplo, a un abuelo o abuela (ese familiar que al envejecer nos causa extrañeza) o distintas formas de ser niño, niña, niñe poco retratadas: Dos cabezas para meter un gol, El zoológico de monstruos de Juan Mostro Niño, 9 kilómetros, Conexiones, Talismanes… pero que, al mismo tiempo, me resulten cercanas, consigan conmoverme, me hagan ir a un territorio común, en común.

Los primeros dos títulos de la colección «De animales y fábulas: narrativa tradicional angpøn»: Bi metzang mangkuy pøn (El dos pies) y Bi Tsukek y Bi Paajo (El conejo y el coyote) son también eso: un mito que nunca había escuchado (¡o ya se me había olvidado!) y otro que se ha contado mucho. Algo parecido me pasó con Ronda nocturna: creía conocer a esos animales allí presentados (¡y hay tantos libros de animales!), pero la sensibilidad del texto e imagen me hicieron mirarlos con nuevos ojos. 

Y de toda esta multiplicidad y filosofía rizomática hablan libros como ¡El Gran Deleuze! Son 12 títulos reseñados (sin orden particular) y unos 30 más dialogando con estos, de creadores y creadoras de México, Cuba, Guatemala, Nicaragua, Colombia, Venezuela, Perú, Brasil, Argentina, Chile y España. 

Buscar. En ferias de libro, librerías, bibliotecas y gracias a que las personas que editan y crean me envían sus libros. Para este listado sólo tomo en cuenta los originalmente creados en Iberoamérica y los que puedo revisar en físico (a menos, claro, que sean libros digitales) porque la materialidad del objeto es una parte importante de la experiencia lectora y porque valoro ese esfuerzo y esa generosidad de quien envía.

Graciela Montes ha escrito y dicho que un lector es alguien que anda buscando, un explorador que «se mueve por el texto», entre libros, «para encontrarse un refugio en medio del gran desconcierto». En una conferencia que impartió en 2004 en el Seminario Internacional de Fomento a la Lectura de la FILIJ, y que releí recientemente en el libro de cabecera Buscar indicios, construir sentido (Babel, 2017), puntualiza:

Más que de búsqueda habría que hablar de quest, de gesta, de aventura, de conquista, o de viaje, pero un viaje bastante accidentado, con sorpresas y mucha esgrima. “El que lee” se mueve dentro de las condiciones dadas con cierta libertad, llevado por su curiosidad, sus ansias, sus puntos de desequilibrio y también sus posibilidades, sus operaciones, sus recursos. Se apoya en las condiciones, y también las contradice. Hay un diálogo, una dialéctica. Lector y lectura no son estamentos quietos. Es esta dialéctica, esta ida y vuelta entre el lector y las lecturas, entre la experiencia íntima y las condiciones públicas, lo que me parece bueno poner en el centro de la escena.

Sus palabras me resuenan con este ejercicio y sirven para subrayar el carácter personal y público de esta lista, que en ningún sentido quiere fijar significados ni administrar itinerarios ni reemplazar búsquedas sino aportar una mirada, sumarse a una conversación crítica, difundir libros que poco circulan fuera de sus países y, sobre todo, celebrar a la literatura infantil y juvenil. En parte por eso decidí cambiar el título de «Los mejores libros ilustrados que leí en…» porque, aunque lo enunciaba en primera persona, como ya había expresado en otras introducciones, me incomodaba su tono concluyente.

Confío en que, igual con nuevo nombre, llegará a quienes anden buscando palabras. Ustedes: toda la gente que apoya este trabajo, muchísimas gracias. Este es el séptimo año que hago este listado, siempre en conversación con mi compañera, la artista visual, Mariela Sancari, y el pasado 4 de enero el blog cumplió ocho años. Les agradezco infinitamente que sigan aquí.

Espero que disfruten el recorrido tanto como yo y que les ayude en sus prácticas de selección, mediación, creación y defensa de los derechos culturales en la infancia y juventud.

 

1. Bi Tsukek y Bi Paajo (El conejo y el coyote) / Bi metzang mangkuy pøn (El dos pies)  

Keving Hernán (compilador). Ilustraciones: José Ángel Santiago / Rubén Ojeda Guzmán. T-e-l-a-r, 2021. México. Descarga gratuita.

«Si en la infancia las personas tienen igualdad de acceso en lenguas no privilegiadas políticamente una de las consecuencias será que podrán responder de mejor modo a la discriminación y sabrán por experiencia que todos los prejuicios contra la lengua de su comunidad son infundados», dice Yásnaya Elena Aguilar Gil, lingüista, escritora y activista mixe, en una breve entrevista que recomiendo mucho.

Libros como Bi Tsukek y Bi Paajo (El conejo y el coyote) y Bi metzang mangkuy pøn (El dos pies) también apuestan por ello, con mucha congruencia. Compilados por el hablante, investigador y lingüista angpøn (zoque), Keving Hernán, se trata de un proyecto de edición independiente, hecho desde (una comunidad angpøn) y no para (cumplir un programa de inclusión de alguien externo)del interior al interior, plegándose más, yendo hacia dentro y, luego, también hacia afuera, con esa lógica reversible de plegar hacia dentro para que se revele lo nuevo. Y llegue a otros lectores y lectoras no hablantes de angpøn.

A pesar de que va creciendo la conciencia por la diversidad lingüística en la industria editorial en México, hasta ahora, casi siempre los libros bilingües (en alguna lengua originaria y castellano), han cumplido una función apenas esquelética, de cubrir cuotas, sin un interés real por conocer o reconocer el otro mundo que ofrece esa lengua más allá del interés real de ser beneficiado por una compra estatal de libros.

Y en ese cubrir cuotas también hay hegemonías, lenguas originarias que han logrado mayor reconocimiento quizá porque cuentan con un mayor número de hablantes y/o por la exotización que han padecido sus culturas (como la maya). Ya sea que partamos del mito de las 68 lenguas (más bien agrupaciones lingüísticas) o las 365 variantes según el INALI, la gran mayoría de los niños y niñas que hablan una lengua distinta al castellano en México nunca han leído un álbum ilustrado en su idioma. Y mucho menos sólo en su idioma (y no en edición bilingüe) o en donde su idioma aparezca en primer lugar y no subordinado.

Dado ese contexto, por eso valoré aún más esta pareja de libros. Como me cuenta Erandi Adame, la editora y fundadora de T-e-l-a-r («taller editorial de producción e investigación en torno a los libros, los cuerpos, los espacios y las lecturas»), Keving Hernán trabajó directamente con personas del municipio de San Miguel Chimalapa, de donde es originario, escuchando y luego escribiendo las historias en angpøn y posteriormente traduciéndolas al castellano (dicha traducción aparece al final). 

Recupera una versión del difundido mito de Bi Tsukek y Bi Paajo/ El conejo y el coyote, el timador y el timado eternos, con una fuerza expresiva, en texto y en los óleos del artista juchiteco, José Ángel Santiago, que renueva el interés por la trama. Su libro compañero propone un buen balance, porque el mito es mucho menos conocido. 

Bi metzang mangkuy pon/El dos pies, cuenta la historia de un joven tigrillo que ya se siente lo suficientemente grande para salir al mundo y cazar. La advertencia de su madre, que tenga cuidado con el hombre o «El dos pies», sólo lo motiva más: ¡se lo quiere encontrar para demostrarle que él es más mañoso! Aquí las acuarelas y lápices de color de Rubén Ojeda Guzmán, otro artista visual oaxaqueño, de los Valles Centrales, tienen una presencia más sutil pero no menos expresiva. 

Agrupados en la colección: «De animales y fábulas: narrativa tradicional angpøn», ambos libros cuentan con una nota a la transcripción del zoque y una invitación a leer y reconocer ciertas palabras aunque no se hable esa lengua: «Puedes seguir la lectura y así ir descubriendo nuevos sonidos y con ellos, otras formas de narrar el mundo». 

Otro libro reciente hace una invitación similar. Intraducibles, se trata de un trabajo colectivo, iniciativa de la poeta diidxazá Irma Pineda y de Gabriela Lavalle, directora del Instituto Mexicano de Turismo en Houston, en el que se incluyen 68 palabras que no es posible traducir al castellano (retomaron la idea del libro Lost in translation de Ella Frances Sanders). Por eso, cada doble página, intenta traducir ese sentido con un poema de la propia Pineda, un ejemplo de su uso, una descripción en castellano y una ilustración (de artistas profesionales y no), y busca que los lectores las incorporen a sus mundos. Muy valioso propósito, que es también una alianza del INALI, UNESCO, Secretaría de Cultura y el grupo editorial Santillana. Se puede leer completo y solicitar ejemplar físico (con especial convocatoria a escuelas) aquí.

Importante aclarar que el número de palabras seleccionadas en el libro, 68, puede causar una falsa idea de representatividad y es más bien un gesto simbólico, pues corresponden a 33 lenguas.

También el Colectivo Mixe, Colmix, ha generado publicaciones dirigidas a hispanohablantes para generar conciencia de la otras lenguas-mundos, como el que explica cómo usar números mixes.

Más publicaciones infantiles recientes que reconocen la diversidad lingüística en México: El tierno Conetamalli/Bebé tamal/Baby tamale de Isela Xospa (XospaTronic Ediciones, 2021) que celebra los cuidados al cruzar la tradición de arropar a un bebé como «un tamalito» y el proceso compartido de preparar tamales; el onírico La luna/Ni uj, de Liz Marín y El Pájaro Tooj  (Secretaría de Cultura de Tabasco, 2020), traducido al yokot’an (chontal) por Aureliano de la Cruz Esteban; y ¡Oh, los colores!/U jatsuts’ boonilo’ob de Jorge Luján y Piet Grobler (Loqueleo, 2021), una nueva edición, la primera en México, con traducción al maya de Jorge Miguel Cocom Pech, de los prístinos versos de Luján.

Dice Keving Hernán en un artículo, que también recomiendo mucho, «La voz y el gesto: literatura oral en lengua zoque», que las narraciones orales «fortalecen nuestra vida en común», una vida nunca del todo estable siempre diciéndose y, como señala la investigadora zoque, Josefa Sánchez Contreras, en el prólogo de El conejo y el coyote, en diálogo y resignificación constante. Como el crecimiento de un niño o una niña.

 

 

2. Cuento del sinsonte olvidadizo

Antonio Orlando Rodríguez e Israel Barrón. Ediciones El Naranjo, 2021. México

«Amo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces…» y también el cuento del sinsonte, libro de treintaitantas páginas, en el que se relata cómo un pájaro músico, un día olvidó su son, algo como olvidar su ser, y así, sin son ni ser, se fue a buscar, cantando.

En años recientes el entusiasmo por la creación de álbumes líricos o poéticos, ya sea un sólo poema o todo un poemario ilustrado, ha hecho que se experimente más con el verso libre que con la lírica de tradición oral infantil. Si bien en el trienio de 2013 a 2016, como parte de una investigación que hice para el CILELIJ, había notado una mayor proporción de formas clásicas en la edición de poesía infantil, últimamente resulta más evidente que en la balanza tiene mayor peso el verso libre y las variaciones rítmicas sin rima o con rimas asonantes. Investigadores como Felipe Munita, que ha analizado libros de poesía infantil premiados, ya había señalado claramente esta dirección hace un par de años en su artículo «Hacia una «poesía para niños también»: Tendencias de la poesía infantil en dos premios del ámbito hispanoamericano (2004-2017)»

Es así que encontrarse hoy con un libro como Cuento del sinsonte olvidadizo, que celebra la tradición oral y el folclor, se agradece infinitamente. ¿¡Quién dijo que ya no queríamos rimas y trabalenguas!? El placer de leer poesía bien medida y afinada, imaginativa y sagaz, como lo demuestra este título, es insustituible. 

Antonio Orlando Rodríguez echa a volar al sinsonte en un cuento en prosa poética intercalado con poemas: las voces de los personajes con los que se encuentra el pájaro y quienes le enseñan un cantar distinto.

Primero canta el arroyo, al ver al sinsonte «tan piquicerrado»; luego cantan las cañas, al verlo «tan piquicallado»; y finalmente «cuando más piquipesimista» está, canta un grupo de muchachos y muchachas. La triada clásica para toda búsqueda aderezada con neologismos y otros rítmicos juegos poéticos.

Es justo honrar al sinsonte y hacer un poco de memoria también: Antonio Orlando Rodríguez, pionero en Latinoamérica de la literatura infantil contemporánea, escribió este poema en 1977, año en el que aún no nacía ninguna de las editoriales aquí compiladas, pero él ya andaba piquiescribiendo para niños y niñas y difundiendo el folclor infantil y la tradición oral. Señalar, además, que esta edición ya es la segunda en El Naranjo, pues el cuento se había publicado en 2010 con ilustraciones de Enrique Martínez.

La vigencia del texto, que ya trina a clásico, no se agota, y esta nueva propuesta con Israel Barrón reverdece notablemente el paisaje y reinventa al personaje. Lo vemos volar juguetón en un monte frondoso y florecido que cautiva.

La participación de Barrón permite trazar un puente con otro libro de Rodríguez que él también (i)lustró, la reedición del muy querido: Cuentos de cuando La Habana era chiquita (Panamericana Editorial, 2018. Colombia), Premio Nacional de Literatura Infantil Ismaelillo 1979 en Cuba. Hermano del primer libro que publicó Antonio Orlando, Abuelita Milagro (Gente Nueva, 1977 / Panamericana, 2015). Ambos en ese tono costumbrista, con elementos insólitos que se aceptan con naturalidad, como ocurre en lo real maravilloso.

A mí, Cuento del Sinsonte Olvidadizo, que se antoja cantado, me transporta a mi natal Veracruz, estado en el que vive Israel Barrón, y en particular al puerto de Veracruz, que mucha relación cultural tiene con Cuba. El juego de rimas y trabalenguas me remite a mi infancia y a las muchas canciones que cantaba todo el día mi madre (para ella misma o para mi hermano y para mí). Los cañaverales me recuerdan a mi padre manejando su camioneta pick up a toda marcha y oyendo algún son o recitando de memoria un poema de Pablo Neruda. En tiempos de mucha literatura infantil aséptica, valoro especialmente libros como este, que nos hacen sentir ganas de cantar y de movernos, ir tras esa música familiar olvidada.

Y una recomendación adicional el Anuario Iberoamericano sobre el Libro Infantil y Juvenil 2021 que publica la Fundación SM, y en particular el Panorama General preparado por Antonio Orlando Rodríguez.

Otros ejemplos destacables recientes que igualmente celebran la lírica de tradición oral: la retahíla hipnótica de Dentro de casa de Nono Granero (Ekaré, 2021. Venezuela/España); el inagotable recorrido por paisajes y voces de Así somos de Beatriz Helena Robledo y Alekos (Ediciones B, 2018. Colombia); y el reinventado repertorio de Romances de la rata sabia de Paloma Díaz-MasConcha Pasamar (Bookolia, 2021. España), que vierte con pulso preocupaciones actuales en esa forma tan antigua.

Entrada relacionada: 10 libros de adivinanzas, retahílas y canciones para vacacionar.

 

3. Formas de ver

Liliana Bodoc y Nadia Romero Marchesini. Pez Menta Ediciones, 2021. Argentina. 

Dentro de la panza del lobo, nieta y abuela se encuentran. Caen en las mismas garras. En el ascensor de cristal de Willy Wonka, abuelo y nieto intercambian miradas cómplices. Saborean la misma suerte.

Hay libros que son territorio común (de preocupación, ilusión, duda, resistencia…) entre las llamadas «personas mayores» y las «menores» y pueden habilitar espacios de cuidado y complicidad entre unas y otras.

Formas de ver y Dos cabezas para meter un gol (siguiente reseña) son eso… y mucho más.

Formas de ver es, de entrada, un regalo para la enorme comunidad lectora de Liliana Bodoc. Comparado con su fantasía épica de largo aliento, este poema, que había permanecido inédito, es una pepita de oro. Aquí brilla por su brevedad y nos recuerda su versatilidad como escritora (pienso en otras novelas tan distintas entre sí como El espejo africano, El perro del peregrino o Elisa, una flor inesperada).

Empieza con un reconocimiento que despierta nuestra empatía: «Le debo este poema a la dulzura de mi abuelo», y luego una niña en primera persona nos cuenta un enigma: su abuelo tiene tres pares de anteojos. El poema responderá ¿por qué? ¿para qué? Se trata de tres exploraciones sobre tres estatutos de la mirada: una forma de ocupar un lugar, estar aquí, con este cuerpo, en el mundo (mirar); una forma de experimentarlo, vivirlo (ver); y una forma de recrearlo, recordarlo (contemplar). O así lo leo yo. Proponer un desdoblamiento de la compleja experiencia de mirar es valioso en sí mismo y dialoga con otros libros filosóficos como Una cabeza distinta de Luis Panini y Chiara Carrer.

Pero un buen texto no basta para hacer un gran álbum. La ilustradora Romero Marchesini también usa anteojos de versatilidad como Bodoc. Conocía su trabajo por el anterior y primer libro de esta editorial Donde vive la música, con poemas de María Luz Malamud, otro álbum muy armónico. 

Aquí la artista sigue demostrando su sensibilidad para el difícil arte de ilustrar poesía, probando ahora la técnica del collage y un tipo de ilustración con fotografía de objetos de la que han hecho escuela Pep Carrió e Isidro Ferrer. Sus diagonales como de papel rasgado dejan «ver» otro plano, dan una sensación de profundidad que se corresponde con los volúmenes de los objetos. La preeminencia del blanco, también importante en Donde vive la músicay el rostro sin rasgos de la niña son espacio para la imaginación poética que no restan emotividad.

El mundo que inventa, hecho palitos de madera, cajitas de cartón, barquitos de papel, retazos de tela bordados, botones, hilos es dulce pero no empalagoso, se antoja quedarse mucho rato… a mirar, ver, contemplar las maravillosas formas que puede cobrar un libro.

Otros libros que también detonan preguntas y formas de ver: el inolvidable y de espíritu libre Gigante de Alexandra Castellanos Solís (Premio de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento 2020; FCE, 2021); ¿Qué es una criatura? de Joaquín Vázquez y Caterina Barrera (Editorial Cartografías, 2021. Argentina), un extraño relato filosófico ¿o juego mitológico? de un hermano que explica el peculiar origen de su hermana; y dos más muy amorosos, con propuestas gráficas muy bellas: La naranja de Sonia de Rosalía ChavelasNatalia Gurovich (SM, 2021) y Algún día de Mo Gutiérrez Serna (Libre Albedrío, 2021).

 

4Dos cabezas para meter un gol

Julio Serrano Echeverría y Jazmín Villagrán Miguel. Libros para niños, 2021. Nicaragua.

Las abuelas mayas tienen manos como de corteza de árbol, como de cáscara de zapote, como de canela recién cortada, como de hoja de milpa ya lista para la tapisca.

Con esas manos, la nan Chave hace trenzas con el cabello de su nieta Luz.

Unos cerros de fondo, una milpa en primer plano y en medio una niña caminando erguida y con la frente al cielo: equilibrando un balón de futbol en la cabeza. 

Esta es la presentación de Luz dentro del libro. La portada podría haber sido justo el momento antes y ahora Luz vuelve a casa, con su abuela, su nan Chave.

Y eso es lo que vemos en la siguiente página. Luz como una extensión del cuerpo de su abuela, detrás de ella, leyendo en su espalda los hilos del huipil. «¿Qué es esto abuela?», «Un volcán mi´ja». La abuela en su telar de cintura, no necesita voltear, conoce de memoria sus brocados. Son parte de ella. Luz cuenta volcanes. Un detalle con el que el autor va construyendo un personaje creíble. A muchos niños y niñas les entretiene contar (también al niño de otro libro que reseño más abajo, 9 kilómetros). Luz cuenta 21. Luego cuenta estrellas, hormigas, palitos de milpa.

Si gira la cabeza, los volcanes se vuelven picos de pájaros que se van volando. ¿Y las estrellas? También son gotas de lluvia o frutas o corazones, ¡o pelotas de fútbol!

Se nombra el deseo: Luz ama el futbol y cuando teja su primer huipil le pondrá el escudo del «Chajul FC», su equipo y el nombre de su pueblo. A su nan Chave le causa mucha gracia todo eso. Ella nunca ha visto un huipil con escudos ni pelotas y se pregunta por qué ella no jugaría futbol de pequeña.

¿Sería porque el corte [falda] rojo de las mujeres ixiles resultaba incómodo para correr? Pues parece que no, porque mira a Luz correr y correr detrás de la pelota con su corte rojo. 

La escucha gritar ¡gol! mientras oyen el partido por la radio y echan tortillas al comal.

El momento en que la abuela le hace sus trenzas es el momento de las preguntas. Un día, al ver el Cot bordado en su huipil, la nieta le pregunta si es verdad que ese personaje se llevaba a la gente. El Cot es un águila con dos patas, dos alas y dos cabezas. «¡Dos cabezas!. ¿Te lo imaginás jugando fut abuelita?, ¡doble cabezazo!».

Entonces la nan Chave le cuenta esa historia que a Luz le encanta oír. Y también le dice por qué lo bordó en su huipil. Después de oírla, Luz está segura: cuando tenga su equipo de futbol bordará el Cot en las camisetas para que todas las mujeres le echen porras.

La nan Chave no paraba de reír. Y como ya no tenía cabales todos sus dientes, reía con esa risa de los bosques con claros, donde hay pocos árboles.

Atesoro este libro. Tan rico lingüística y gráficamente. La preciosa prosa poética y los diálogos tan vivos del escritor guatemalteco Julio Serrano Echeverría, versado en literatura oral y de quien conocía el poema ilustrado Balam, Lluvia y la Casa (Amanuense, Uruguay, 2018), aprietan bien el trenzado de vida y mito. Jazmín Villagrán Miguel, otra artista guatemalteca, a quien conocía por su ilustración del poema de Darío, Sonatina (que incluí en mi listado de 2016), prueba aquí una mayor plasticidad y consigue retratar con realismo: la riqueza de la comunidad maya (se nota el trabajo de investigación), un amplio rango de emociones y los huipiles (el nivel de detalle en el dibujo del huipil a dos páginas es virtuoso).

Todavía resulta poco frecuente encontrar libros de literatura infantil con niños y niñas de culturas originarias mesoamericanas. Sé que hay manuscritos pero cuesta colocarlos en editoriales. Este libro aporta una representación de infancia muy poco incluida en listas, corpus y catálogos de literatura infantil y juvenil. Admirable el esfuerzo del Fondo Editorial Libros para Niños que, desde una Nicaragua tan golpeada, sigue apostando por la creación, circulación y mediación de LIJ hecha cuidadosamente.

Dos cabezas para meter un gol recupera la noción de genealogía como se entiende desde los feminismos. Las relaciones afectivas entre la familia no están determinadas solamente por un linaje sanguíneo (algo que acentúan muchas narrativas infantiles) sino por símbolos y tradiciones que exceden los núcleos familiares pequeños y entretejen a comunidades de mujeres. Ejemplo de ello: la creación de huipiles con cosmogonías ancestrales que dialogan de generación en generación.

Vincular lectura y arte textil es otro acierto, bastante inédito en álbumes ilustrados. Hoy sabemos que los incas usaban ideogramas textiles para registrar sus historias, que las figuras en muchos huipiles mayas no son «decoraciones» ni están colocadas ahí aleatoriamente, que las formas que han tenido las mujeres de comunicarse -abierta o secretamente- a través de los símbolos incluían bordados y brocados…

Tanto que decir de este libro. Pero al final, sobre todo, la emotividad del vínculo. La relación entre abuela y nieta parece la de dos cabezas y un corazón. Y en cabezas y corazones se quedará este libro.

Entradas relacionadas: Mi abuela es un río, mi abuelo tiene un ojo de vidrio ¿Y si les cuentas tú? y Cuando infancia y vejez se leen juntas

 

5. Ronda nocturna

Nicolás Schuff, Paula Fernández y Cynthia Alonso. Ojoreja, 2020. Argentina. 

Una tradición de “animaladas”, como la llama la especialista Teresa Durán, es fundacional de la LIJ. Ha habido animales, chiquitos y grandes, feroces y mansos, protagonizando enseñanzas y castigos desde que se empezó a vincular juventud con formación y formación con imagen y texto. Si contrastamos las fábulas indias de animales del Panchatantra o, más instaladas en el imaginario, las de Esopo, con Ronda nocturna, la genealogía del antropocentrismo al biocentrismo es clara: los leopardos y tlacuaches ya no son botargas para aleccionar o contar historias humanas, ahora intentamos observarlos y contar lo que vemos.

Y pese a que sigue habiendo mucha antropomorfización, una reciente ola de «animaladas» o «bestiarios» con este enfoque más documental ha inundado el panorama editorial (y audiovisual). Allí, Ronda nocturna, vida animal a la luz de la luna, destaca por cómo convergen estas dos tradiciones de «cuentos de animales», por cómo integra a la mirada naturalista recursos de la fabulación y la poesía.

Se antoja leer los textos lentamente, como si cada enunciado fuera un verso. 

Terminó el día. Terminó el sueño. El margay abre los ojos y bosteza. Sus colmillos reflejan la luz de la luna. Está en la copa del árbol donde duerme, en un hueco entre las ramas. Mientras se despereza, su mirada se acomoda a la oscuridad. Olfatea la noche y la selva. Escucha el silencio. Un viento suave hace vibrar sus bigotes. Entonces, se descuelga de una rama a la otra, hasta pisar la tierra. ¡Pero que nadie lo confunda con un mono! Es el margay, el más acróbata de los felinos. Un tigrillo, un gatazo, un cazador solitario, elegante y sigiloso.

Con sensibilidad de Haikú, «canta un pájaro y ella mira el cielo», los microensayos de la vida nocturna animal se centran en describir breves momentos en los que se abordan comportamiento, dieta, características físicas, hábitat, pero lo hacen con un lenguaje que califica humanamente rasgos del carácter: «divertido», «pacífico», «no tiene apuro», «solitario y tranquilo», «apestoso», o propone metáforas: «Una flecha de sombra sale disparada de la cueva» y elocuentes analogías: «Su cara blanca y redonda es otra luna», «El viento nocturno sopla fuerte y ella le sigue la corriente». 

Algunas veces, como con el Zorrino (Conepatus chinga), la descripción empieza y termina sin licencias; otras, como con la Mariposa de las ventanas (Rothschildia jacobaeae), el texto transita del tono informativo a la pregunta poética para espabilar la imaginación: «Algunos dicen que esos dibujos parecen ventanas. De ahí viene el apodo de esta mariposa. Si pudieran abrirse, ¿adónde darían esas ventanas?».

La ilustradora responde dibujando en las alas una transparencia que no tienen las mariposas reales. Su propuesta, digital, que reproduce una técnica seca (lápiz de color, ceras o pastel), equilibra detalle y abstracción: movimientos ondulantes llenos de texturas en primer plano sobre fondos más llanos, aunque siempre coloridos, garras afiladas y bigotes finos frente a rostros más caricaturescos, como los de las luciérnagas. En este juego de contrastes a veces irrumpen formas elípticas, ricas floraciones y paisajes urbanos desdibujados. Cada doble página pareciera una noche distinta. El uso del color, no realista, es una oportunidad que ofrece la noche y la ilustradora la explora gozosamente. Ese placer, de ronda, es pura armonía con los textos que hacen de este libro una fiesta.

Otros tres libros a medio camino entre poesía y naturalismo, Loba de Pablo Albo y Cecilia Moreno (Libre Albedrío, 2021. España), ya reseñado, Bajo las piedras de Arianna Squilloni y Laia Domènech (Akiara Books, 2020. España) y La playa de los inútiles de Alex Nogues y Bea Enríquez (Akiara Books, 2019) los tres de gran delicadeza. Y en otro tono: Los devoradores de mentes de David Blanco Laserna y Celsius Pictor (Ediciones Thule, 2020. España) que acentúa la interpretación terrorífica del comportamiento de algunas especies emparentándolas con zombis, vampiros, monstruos y psicópatas.

 

6. La boca azul, otras palabras para decir el mundo

Silvia Katz y los chicos del Taller Azul. Ediciones Laralazul, 2021. Argentina. 

«Había una vez una palabra redonda, entera, brillante. Adentro de la palabra estaba el mundo. Y en el mundo estábamos nosotros, diciéndonos palabras», esta inspirada frase de Graciela Montes funciona como epígrafe y realmente resume lo que desarrolla La boca azul.

Con este libro, el Taller Azul llega a los 25 títulos escritos e ilustrados por niños y niñas de la ciudad de Salta, Argentina, en más de dos décadas. Y este es, sin duda, uno de los que más he disfrutado. Como en cada ocasión, parten del juego. El juego es la llave que abre todas las puertas en este taller. Son un grupo experto. Su acompañadora, Silvia Katz, ganó en 2021 el Premio Luna de Aire de CEPLI y SM con un poemario titulado, precisamente, Cuando juegan las palabras (SM, 2021). En el prólogo de La boca azul, Katz cuenta sobre el libro:

Lo que tiene de semejante con sus antecesores es que nació y se hizo jugando. Y jugando a imaginar es que con los chicos y chicas del taller invitamos a muchas, muchísimas palabras… 

Y así se fueron armando los poemas corales y poemas de autor que componen cada página. Alguno de los «versos-voces», como los llama Katz, en cada poema coral, es ilustrado por otro collage, este no de palabras, sino de papelitos de colores. La elección de esta técnica, ejecutada con pulcritud y potencia, es congruente, pues el collage nos invita a crear algo nuevo de lo ya existente. De alguna forma, toda creación es collage y les niñes son especialistes en ello. 

Cada verso tiene tanta fuerza gravitacional que podría leerse uno al día y quedarse pegado al mundo que crea. Como adulto, alegra conectar con esa «oreja de niño» (como llamaba Gianni Rodari a su capacidad de asombro) que ubica a la escuela como un «cuaderno problemático», la «estampida de tareas», pero que también haya soluciones: «[Un amigo es] un dios chiquito que vive en la escuela / y te presta cosas, te ayuda en la tarea».

Una de las mayores cualidades de los versos-voces es que revelan la pregnancia poética de la literalidad (algo que también nos enseña el haikú): «La felicidad es una mamá jugando contigo / a veces viene como un cosquilleo / otras es una mantita que te arropa / o como pelos suaves de un gato», escribe Amelia Martínez Delgado. 

El coronavirus también aparece: «Libertad es vivir sin coronavirus», escribe Amparo Leguizamón quien también «guarda en su cajita»: «el fin del coronavirus». Ya el año pasado, a pesar de que las sesiones del Taller Azul eran virtuales, editaron un libro como testimonio de la pandemia, la vida tras la pantalla y el encierro: Navegantes, otro ejercicio apantallante (Ediciones Laralazul, 2020)

Y de ese a otro: Diario del resguardo (Pez Linterna/Banco de la República, 2020. Colombia). Un libro colectivo y digital coordinado por Freddy Gonçalves, que se puede leer aquí, resultado de una serie de sesiones en videollamada entre adolescentes de diversas localidades en Colombia. «Un punto de encuentro y resguardo, a pesar de la distancias», «un ejercicio de memoria», «un espacio de posibilidades», así lo llama el colectivo, un «objeto esencial» para una de las autoras, Carol Santamaría (¡y para cualquier persona que dialogue con jóvenes!).

También sigue una lógica de collage, fraccionaria. Está compuesto por textos extraídos de las conversaciones que sostuvieron y de diarios «personales y ajenos», recomendaciones de libros, películas, videojuegos, canciones, videos musicales, series, obras de arte y objetos que les fueron útiles en ese «simulacro de una distopía en live action»; divertidos memes y muchas otras imágenes, con frecuencia capturas de pantalla, en las que es habitual encontrar los ojos de los personajes reemplazados por otros ojos (un gesto que me recuerda el trabajo de Sara Fanelli): metáfora visual de la propia publicación, que invita a mirar con otros ojos el mundo. 

Las escrituras personales desestabilizan tanto estatus identitarios, «ser adolescente», «ser colombiano» o «vivir confinado», como ideas románticas de lectura, libertad y futuro, y hay sentido del humor, ironía, crítica, valentía y ¡buena prosa!; todo en un diseño vibrante, y ya dije que se puede leer gratis, ¿qué más se puede pedir? ¿Una serie? Pues ya hay por lo menos otro, que de hecho, es precuela de este, Diari del resguard, hecho por los «traficantes de libros» del Club de Lectura Biblioteca Montornès Del Vallès en Barcelona. Y si alguien pensó en una serie audiovisual, ¡también hay! Se llama «Los impostores», producida por otro grupo de jóvenes, y aquí Freddy Gonçalves cuenta cómo la rodaron. La comunidad siempre en crecimiento de Pez Linterna es una fuerza de la naturaleza. 

Y para cerrar el diálogo que abrió La boca azul, el bellísimo poema Tú y yo de Norma Muñoz Ledo, con ilustraciones de Meel Cerecer (FCE, 2021), en otra tradición, la de escrituras que parten de preguntas o peticiones específicas infantiles. Norma elabora una posible voz de la Madre Tierra para responder a preguntas reales, recopiladas por la autora, que niños y niñas le harían al planeta. La idea surgió luego del sismo de 2017 cuando un niño le preguntó por qué temblaba la Tierra. 

Entradas relacionadas: ¡Basta de callarnos! La voz que protesta en el álbum político y comprometido, Una piedra en el estanque del futuro. Niñas, niños y jóvenes definen, cuestionan y leen el mañana, La imaginación inigualable: ¡Niños y niñas escritores!

 

7. El zoológico de monstruos de Juan Mostro Niño

Emilio Lome. Ilustraciones: Amanda Mijangos. Ediciones SM, 2021. México.

Al prodigioso escritor novohispano, Juan Ruiz de Alarcón, honra esta prodigiosa novela biográfica, ganadora en México del Premio Barco de Vapor 2021. 

Verdaderamente «inusual y memorable», igual que la tarde de tormenta cuando, cuentan, nació su protagonista, la novela se divide geográficamente en dos partes: una que relata la vida de Juan en Real de Minas de Taxco, desde su nacimiento, en 1580, hasta 1591, y otra que nos sitúa en la Ciudad capital del virreinato de la Nueva España, de 1591 a 1592. Y aunque compuesta por muchas voces, dirige la orquesta, en primera persona, el propio Juan:

Sé que soy un monstruo. Al igual que un camello, cargo dos jorobas en mi cuerpo. La más voluminosa la llevo en la espalda; la otra, menos carnosa y prominente, sobresale como un bulto puntiagudo en el centro de mi pecho. Tengo las piernas arqueadas y cojeo de la derecha. Cuando camino, lo hago con el bamboleo de un barco que, atracado en el muelle, fuera mecido por oleajes que puso a danzar el viento…

Este niño «mostro», huérfano de madre, crece aislado del mundo y rechazado por su padre, un acaudalado minero, pero recibe los amorosos cuidados de su nana Chuy, que le canta y cura malestares físicos y espirituales con sabiduría nahua, y de Don Chinto, jardinero y nagual que le cuenta mitos mexicas, como aquel de Nanahuatzin, el enano jorobado que se vuelve sol, o ese otro de Iztaiquiti, la niña albina de cuyo cuerpo de nieve nacen ríos. Más tarde serán las originales variaciones de mitos griegos, las leyendas de espantos y las historias del Rey Arturo narradas por un maestro particular, Don Gil, lo que nutrirá su imaginación y lo hará salir al mundo. 

Y entre tanto, escuchamos también coplas, canciones y arrullos y la voz de «La Foja Taxqueña», una «hoja volante» (publicaciones del siglo XVI, todavía eventuales y no periódicas, que registraban algunos sucesos) que difunde divertidos rumores, más bien disparates, sobre la verdadera naturaleza del niño mostro y el origen de la fortuna familiar.

Esta abundancia de formas, a la que hay que sumar precisión histórica y riqueza lingüística, no dilata la narración. Aunque barroca en algunos momentos en su adjetivación (un guiño al estilo literario de Alarcón), la novela es ejemplarmente sintética. Las viñetas e ilustraciones de Amanda Mijangos, experta en mitologías, le corresponden a la perfección.

Con este cuerpo heterogéneo, propio de las narraciones míticas, El zoológico de monstruos de Juan Mostro Niño, de Emilio Lome, mitopoeta, amplía el horizonte estético y temático del repertorio literario infantil en Latinoamérica. 

Otro con personajes que no encajan y no se olvidan: Púa, la niña bruja de Violeta Olarte (Sic Semper Ediciones, 2020. Colombia). Y en el mismo ánimo de revisitar historias clásicas: una Caperucita Roja (Primero sueño) silente de Gabriel Pacheco (Diego Pun Ediciones, 2021) que hipnotiza con sus luces y sombras y quiere que nos perdamos en el bosque de «Primero sueño» de Sor Juana con apenas un par de versos como guía y Canción sobre un niño perdido en la nieve de Toño Malpica, con ilustraciones de Sara Quijano (Ediciones El Naranjo, 2020), una novela contada con una voz intrigante que hace inevitable regresar al Londres de Canción de Navidad de Charles Dickens, para fijarnos en un personaje muy secundario: William Cratchit, uno de los hijos menores de Bob Cratchit, el empleado del señor Scrooge, que tiene unos planes terribles.

 

8. 9 kilómetros

Claudio Aguilera y Gabriela Lyon. Ekaré Sur, 2021. Chile.

Lo primero que sentí al leer este libro fue admiración por su capacidad de contar y contar, con palabras y números, una historia tan singular y (en) común. ¡Parecía el recorrido, entre bosques, ríos y potreros, que he visto hacen niños y niñas en la Sierra de Santa Marta en México! O el que tantas veces me ha contado mi suegra que hacía todos los días a su escuela en Azara, Misiones.

Luego sentí gratitud por leer una novedad que retratara otras infancias, marca de nacimiento de esta editorial.

Y enseguida volví a leerlo.

9 kilómetros, como lo anticipa el título, es la historia de un trayecto. Un niño sale muy temprano de su casa, «cuando aun está oscuro», para dirigirse a su escuela a pie. Camina y (nos) cuenta metros, mariposas, minutos, moras, saltos y pasos que animan su viaje y traducen las abstracciones numéricas: «La profesora dijo que se necesitan unos 1.600 pasos para avanzar 1 kilómetro… 9 kilómetros serían casi 15.000 pasos. ¡Muchísimos! Pero yo creo que son menos, porque también busco atajos, corro, salto». Me recuerda a Valentina, la niña en La vida secreta de los números de Vladimir Rivera y Ales Villegas, sólo que ella avanza hacia los brazos de su madre en un entorno citadino, el de Santiago de Chile, y este niño nos traslada al interior del país (también Chile, el sur) y comparte el camino con pájaros.

Es precisamente desde una perspectiva de vuelo de pájaro que entramos al libro y, aunque el trayecto es arduo, vamos planeando, arriba y abajo, ligeros con el niño que vuela con su imaginación.

«Hay veces en que he querido contar mis pasos. Pero el ladrido de los perros, el canto del chucao o el zumbido de las cigarras me desordenan los números». Su experiencia desborda el intento de ordenamiento o revela que las formas de ordenar o habitar un territorio son infinitas.

Igual que las perspectivas. El movimiento de la mirada que proponen las imágenes es una iteración del movimiento físico y oral del niño, que sube y baja y dice de muchas maneras esos 9 kilómetros. Hay agilidad pero no prisa. La narración gráfica invita a detenerse. Varias páginas y dobles páginas sin texto y algunas más apenas con una línea proponen un ritmo pausado. Lleva tiempo llegar a la escuela. 

Las últimas tres dobles páginas suman más niños y niñas trasladándose y el trayecto cobra una dimensión colectiva que amplía las combinatorias. ¿De qué otras maneras se puede llegar? ¿Con un hermano, en bicicleta, seguido por un perro? ¿Desde más cerca o más lejos? Releer pensando en 15, 12, 7, 3 kilómetros. «La fórmula para el infinito es simple: +1», dice el matemático británico Marcus du Sautoy.

¿Y la maestra?, ¿cómo llega?, por ejemplo.

Otra novedad editorial, también muy bella (y bella la sincronía, es casi gemela de 9 kilómetros), lo responde: Gabriela camina mucho (Ediciones Castillo, 2021), y de otra talentosa dupla: Jairo Buitrago y Eva Sánchez. Aquí se va contando, en un tono más fantástico, el trayecto a la escuela, en paralelo, de una niña y de su maestra. El relato, a su vez tiene una versión previa, ilustrada por Juan Camilo Mayorga (Ministerio de Educación de Colombia, 2016).

Al final de 9 kilómetros, también se hace explícita la multiplicidad: historias extraídas de distintos diarios dan cuenta de otros caminantes en China, Kenia, Colombia, Perú y más de Chile. Y una página antes una serie de fichas informativas convierten el genérico de «pájaros» en «cisne de cuello negro», «bandurria, «lechuza blanca», «peuco», «chucao», «runrún» y uno relee ahora el trayecto como ornitólogo, observador de esos personajes secundarios.

Por esto y por la fuerza plástica del paisaje en el pincel de Gabriela Lyon, se trata también de un libro de naturaleza, de esos actuales, que mencionaba en la reseña de Ronda nocturna, en los que prima la mirada documental. 

9 kilómetros es amor a la primera leída. Y en cada relectura, reafirmado. Se antoja un libro para siempre.

 

9. Conexiones

Walter Binder y Marcelo Tomé. Calibroscopio, 2020. Argentina.

Nunca había leído un álbum como este.

Un padre y su hijo comparten la afición por las historietas y un espacio de trabajo: obras en construcción (la ilustración de portada es síntesis perfecta del argumento). Pero es un espacio de filtraciones sin impermeabilizante donde las ficciones que leen, gotean, se representan.

Y ya desde el arranque nos dan esa clave cuando el niño explica que su padre «trabaja en obras», pero no de teatro, en construcción. La aclaración revela la sintaxis infantil: para ese niño las obras en construcción podrían ser obras de teatro.

Puesto el cimiento, empieza la función.

En las paredes frías, recién hechas, mi papá traza renglones de tiza. Después martilla sobre ellos y va cavando largos agujeros, como túneles. Allí colocará los caños negros, duros. O los grises, no tan duros. O los naranjas, que se dejan hacer formas divertidas y sirven también para hacer chiflidos musicales. O para comunicarnos con mi papá, hablándonos de una punta a la otra con voz de robots.

La obra avanza detallando más el espacio y esa relación de complicidad y juego entre padre e hijo. También entran a escena más personajes: «Trabajan muchos especialistas: el albañil, el plomero, el yesero, el pintor. Mi papá es el electricista, por eso sabe mucho de cañerías, cables y luces». 

La admiración por el padre es evidente; también el padre lo presenta orgulloso con sus compañeros como su ayudante, «Sería como Robin. O, mejor, como Toro». Son amigos, se caen bien, completan «misiones», comen como piratas, intercambian lecturas: «Mi papá lee novelas policiales o de vaqueros. También historietas. Las suyas y las que le presto yo. A mí me encantan las historietas, pero mis favoritas son las que lee mi papá. Él me las pasa cuando las termina». 

Esta reciprocidad en el afecto no los comprime. La relación es positiva (y no son tan frecuentes los retratos de padres e hijos relacionándose así). El padre lee unas cosas, él otras; son momentos de apartamiento para cada uno, luego de conversación e intercambio. La lectura cablea tanto la habitación propia como la casa común.

Desde el principio, padre e hijo, texto e imagen, muestran que, aunque se adoren, conservan su individualidad (porosa, múltiple, cercana, sí, pero singular). Por ejemplo, el hijo cuenta que cuando su padre era niño tenía un amigo con el que intercambiaba novelitas policiacas y (esto nos lo dice la ilustración) el padre era más sagaz (o por lo menos así lo imagina él). Es decir, el padre tiene un pasado, el hijo reconoce esa otra dimensión.

Por otro lado, acompañarlo a la obra no se idealiza, no es su plan ideal, «A mí me gustaría más ir al Canje de historietas, con Riky. Pero a veces no puedo». A diferencia de Miguel, el otro imaginativo niño de Sábados de María José FerradaMarcelo Escobar (Ekaré Sur, 2018) que espera el día que trabaja con su papá porque sólo entonces lo ve.

Marcelo Tomé trabaja a cielo abierto. Atraviesa las paredes de la secuencialidad con dobles páginas que funcionan siempre con autonomía. La caracterización de sus personajes, que se antojan animados, resaltan su heroísmo.

Walter Binder utiliza con precisión de plano de construcción sus recursos como narrador y poeta, erige una prosa sin revestimientos que conmueve. Conexiones es una revisión autobiográfica (dedicada a sus padres y a su librería de barrio) que retoma parte de una historia de lectura real, como la de otro libro entrañable de esta editorial, Contracorriente de María Wernicke (2019), quizá por eso revele con tanta luz que la vida está hecha de un conglomerado de ficción y realidad.

Entradas relacionadas: Tras los pasos de papá: crecer con libros que buscan al padre, Historias de padres e hijas, ¿Un papá? ¿para qué?

 

10. ¡El Gran Deleuze!: para pequeñas máquinas infantes

Matías Moscardi. Ilustraciones de Aruki. Beatriz Viterbo Editora, 2021. Argentina.

Nada por aquí, nada por allá, y de pronto (redobles de tambor, reflector al centro): ¡BAM! ¡El Gran Deleuze!

Hace su aparición en el escenario muy poco alumbrado del gran teatro de filosofía para niños y niñas, que es, a su vez (un teatro puede ser muchas cosas), el teatro de un gran olvidado de la literatura infantil: el ensayo que, por otra parte, suele infiltrarse a la mala en novelas pretendidamente infantiles, ensayando aforismos y moralejas donde debería haber ¡acción, diálogo, pasmo, vida!, aunque, también, por suerte, ha cobrado cierta popularidad gracias a los libros informativos, que, es verdad, tenían fama de escolares, pero que, igual de cierto, se han espabilado mucho. ¡Qué lío!, ¿de qué iba mi reseña?

Me he puesto felizmente rizomático, yendo de aquí para allá, enredando esto y aquello en un solo párrafo como ¡eso! ¡El gran Deleuze! Y eso es resultado de leer ¡El Gran Deleuze! (los signos de admiración no están en la portada, tal vez por algún problema no resuelto de la matemática, pero sí están en todo el resto del libro y casi siempre todo en mayúsculas: ¡EL GRAN DELEUZE!, y me viene bien retomar su uso porque siento que necesita gritarse que es un gran libro, que contagia fascinación por pensar y vivir).

¡El Gran Deleuze! es Gilles Deleuze, que en realidad es una suerte de siamés, como se ve en la portada del libro, intelectualmente inseparable de su amigo Félix Guattari. Así lo explica Moscardi: «Este curioso personaje es el resultado de una fusión. Exacto, escucharon bien: una fusión, como las de Dragon Ball» (Aquí desfila de TODO: Peter Pan, Graciela Montes, Willy Wonka, un gato llamado Ovillo de Lana, Los músicos de Bremen, María Elena Walsh, Javier Villafañe, Los Simpsons, un hombre lluvioso, pecideas y perrósofos, una abuela electrónica, Harry Potter, Wally, Lady Pepita de los Cielos Centellantes y hasta Pedo Tronador de los Olores Podridos).

El libro-personaje (que ya es de por sí multiplicidad de personajes) fue escrito por Matías Moscardi o por el niño metido en su cabeza o quizá dictado por su hijo Fermín (que dicen en la solapa tiene tan solo un año, pero podría ser mentira o podría ser un bebé genio), porque la voz suena completamente cómplice de las «pequeñas máquinas infantes» a las que promete se dirige en la portada. Es una voz de «presentador de mago», un narrador en una primera persona del plural (bueno prueba muchas voces y personas, incluso recrea una posible voz de Deleuze preguntándose cosas) que es tan empático con su público que se asume la mayor parte del tiempo como una pequeña máquina infante también frente a los «adultos adultizados», los de lógicas fijas, los enemigos del desorden, lo que enmarcan lo posible, esos «pésimos pesimistas de siempre».

Y con esa voz y las lunáticas ilustraciones de Aruki como preámbulo, Matías va explorando conceptos de la filosofía de Deleuze-Guattari. Complejiza sin simplificar. No asume que para que niños, niñas y niñes entiendan y se relacionen con esta lectura hay que transformarla en algo «fácil», en una versión reduccionista de la obra del filósofo. Lo que no quiere decir que el libro no transite el esfuerzo intelectual de trasladar esas ideas y conceptos a la vida cotidiana, como un espacio que compartimos, cada quien desde su experiencia singular, como un lugar de encuentro para pensar juntes.

Multiplicidades, rizomas, rostridad, agenciamientos, animalidad, nomadismo, temporalidad y la propia filosofía son abordados mediante juegos, dilemas, preguntas y muchísimos ejemplos. En ese sentido en el libro hay otra gran fusión: la de forma y fondo, la escritura en sí es rizomática, múltiple, nómada, va de una referencia a otra y de un género literario a otro. Hay poemas, rimados y no rimados; microficciones y otros recursos narrativos; trabalenguas, juegos y mucho humor. 

Por eso, aunque ya estaba llegando al final de la reseña (¡qué largas son!, había sido un propósito de año nuevo escribir reseñas más cortas, ¿cómo voy?), incluiré aquí otros cuatro, ¡cuatro!, diamantes del humor:


Los últimos dos ganadores del Concurso Internacional de Álbum Ilustrado Biblioteca Insular de Gran Canaria: La mano del señor Echegaray de los hermanos Diego y Daniela Ortiz (Abuenpaso, 2020), que cuenta la historia un hombre que va la guerra y vuelve manco o, podríamos decir, la historia de una mano que va a la guerra y no vuelve o queda desacuerpada. Es la de/hilirante narración de un reencuentro, igual que la de Aníbal, perro fantasma, de Joaquín Camp (Abuenpaso, 2021), un totalmente clown y adorable perro que pierde su pelota y se convierte en fantasma en el mismo salto.

La estructura es muy parecida, en una se pierde y añora la mano, en otra, la pelota. Sólo que en la primera el cierre es más abierto, quién sabe qué aventuras le deparan al señor Echegaray y a su mano, en cambio Aníbal parece destinado a la redondez de su pelota, al terminar, vuelve a perderla de la misma manera. Comedia de equivocaciones sin fin.

Y además los antitotalitarismos, críticos y no menos gozosos El rey Cerdo de Koos Meinderts y Emilio Urberuaga (Ekaré, 2021. España/Venezuela) y Abajo Leroy de Davide Cali y Guridi (Tres Tigres Tristes, 2021. España). No tienen desperdicio.

Igual que ¡El Gran Deleuze! Allí el verbo filosofar es sinónimo de jugar, imaginar, crear, lo que convierte al propio Gran Deleuze en una máquina pensante. Moscardi demuestra que sus ideas les son muy cercanas a les niñes, así que cuando da la bienvenida a «¡La Era deleuziana!», en realidad está pregonando una gran celebración de la infancia.

Lo único que le falta es que lo lean niños, niñas y niñes. Como no forma parte de una colección infantil ni fue editado por especialistas en literatura infantil, quizá le costará un poco llegar a su público meta. Tal vez el plan para conquistar al mundo de lectores de ¡El Gran Deleuze! sea llegar vía adultos adultizados (y de paso desadultizarlos un poco). En cualquier caso, si se lo topan (busquen topárselo), lo disfrutarán, sí, como un gran acto de magia lectora.

Entrada relacionada: Hola, mundo cruel o La filosofía del humor que detona preguntas de Wonder Ponder

 

 

11. Una canción que no conozco 

Micaela Chirif y Juan Palomino. FCE, 2020. México. 

Este muerto, cada tanto, llama por teléfono a una amiga. Le cuenta cosas del mundo del otro lado de la línea telefónica e, incluso, a veces le canta «muy bajito» una canción que ella no conoce. Ese momento, que da título al libro, concentra una tensión que es eje: lo familiar y lo desconocido, lo que se sabe y lo que no. Una canción es algo cotidiano, pero esta es una que no conocemos. Como decir: la muerte es una canción que no quiero cantar, aunque sé que está ahí.

Y ¿qué sabemos de la muerte?, él le cuenta que le sobra tiempo; y ¿qué hace que la vida sea vida?, ella le dice qué cenó, «entonces él intenta masticar, pero no puede». La conversación entre vida y muerte tiene sus fracturas. Y cuando tienen que cortar hay tristeza pero también un gesto de cuidado.

Micaela Chirif es fiel a su premisa (que te llame un amigo muerto), la desarrolla sin titubeos, la confirma en cada verso, no renuncia ni después de colgar, por eso su poema es tan contundente y bello de leer: porque nos regala a todos esa llamada verdadera e imposible.

El efecto se logra en conversación con un vivo, Juan Palomino, que consigue resonar (un concepto que el propio Juan ha descrito como método de trabajo) sin rebuscamientos. También elige metáforas familiares: la del pájaro y su canto ininteligible; las diagonales que dividen mundos, pistas de tránsito entre el afuera y el adentro, entre dos experiencias; la lluvia y la tristeza… Y crea otras: el suéter que se pone y que se quita la chica es del mismo color que el espectral amigo.

Juan no tira en ningún momento de un hilo de humor, como sí intenta Micaela. Él también es contundente y mantiene el tono melancólico hasta el final.

Aprecio que ambos autores exploren otros registros. Chirif no está pensando en un niño o niña como con Más te vale mastodonte, ¿Donde está Tomás? o Las ovejas; las imágenes de Palomino son muy plásticas y minimalistas, acepta la invitación de Micaela a no saturar ni adornar de más. Resuenan y hacen resonar.

Y ya para que parezca canción: el libro pertenece a una colección llamada «Resonancias» que busca hablarle a jóvenes y adultos con álbumes ilustrados (algo poco común). Pero este libro en particular creo que puede interesarle igualmente a niños y niñas pues la premisa es curiosa e inquietante.

Por cierto que a esta misma mancuerna y casa editorial se sumaron Amanda Mijangos y Armando Fonseca para hacer otro libro notable: El mar (Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2019, Manzana de Oro de la Bienal de Ilustración de Bratislava 2021) en el que también se manifesta esa forma de hacer (escribir, dibujar) pensando el medio. 

Muchos libros abordan la muerte en la literatura infantil y juvenil. Bien superado el «de eso no se habla», la proliferación de títulos sobre el tema lo ha convertido casi en un tópico. Mejor decirle subgénero. O el tópico, en todo caso, ya se ha vuelto querer «enseñar» a superar una muerte. Por eso recomiendo tanto Una canción que no conozco, porque me permitió habitar un momento inhabitable…

…y otros como Vida del muerto de David Wapner y Matías Trillo (Calibroscopio, 2021. Argentina), El muerto vivo de Isela XospaRudolf van Zantwijk (XospaTronic Ediciones, 2018) ¿A donde va este tren? de Rodrigo Morlesin y Jonathan Farr porque no enseñan ni concluyen nada. Usan recursos fantásticos para sacar a la imaginación y a los muertos de la tumba, ¡sin convertirlos en zombis! Ya hablaré más de ellos en alguna otra entrada, igual que de Los infinitamente pequeños de Alejandra Labastida y Marcos Castro (Sexto Piso Niños, 2020. México), un libro acordeón que desde un lugar muy distinto, aunque también con sensibilidad poética, filosofía antiespecista y una plasticidad explosiva, cuenta el antiguo cuento del principio y fin de la vida.

Entrada relacionada: La ardilla que soñó y otros libros que dicen adiós

 

12. Talismanes para el camino

Verónica Murguía. Ilustraciones de Sólin Sekkur. Ediciones Castillo, 2021. México.

En mi mente: una prosa como un mar nocturno con luminiscencias. Algo brilla en cada una de estas historias y se queda iluminando el recuerdo. Transformaciones, descubrimientos, encuentros; una levita negra que cambia la percepción del propio cuerpo, un zorro enfundado en un traje de Samurai, un dragón arbóreo y protector, una música marina; todos los finales: «El tintineo cristalino del agua que me repetía su nombre», unos pies despegándose del piso, un combate de katanas, una huida. 

Talismanes para el camino es un volumen de cuatro cuentos de crecimiento en los que Verónica Murguía se aleja de la voz que domina, la del eco en otro tiempo (Auliya, El fuego verde, Loba), para explorar un registro más actual. A medio camino entre la franqueza rockera de José Agustín y la agilidad distendida de Ana Romero o Raquel Castro (dos expertas en voces juveniles coloquiales), Murguía consigue una suerte de duotono (y en correspondencia: las pregnantes ilustraciones de Sólin Sekkur), en el que conviven la voz de la joven que ella misma fue y la de jóvenes que ha escuchado hablar hoy. A ese tono tan distintivo se suman la emotividad de las tramas y la verosimilitud psicológica de los personajes: implacables, mantienen el interés en todo momento.

Su singularidad no sólo es formal, también temática. Describe el enamoramiento entre dos chicas, la precariedad económica frente al deseo de estudiar, el acoso doméstico de un padrastro, la libertad sexual… en escenarios que van desde un megatianguis de ropa usada en Ciudad de México y la habitación de una joven estudiante de Letras hasta una playa perdida en Yucatán y las delirantes calles de Tokio.

Y a todo ello se suman elementos fantásticos, algo poco frecuente en las narraciones juveniles actuales que suelen situarse en extremos: o pura fantasía o puro retrato crudo. El tianguis puede ser leído como una antigua feria medieval que desaparece un día para no volver jamás, con todo y el dador mágico; en la habitación se asoma Kometes, un dragón europeo en toda regla, impecablemente descrito; la playa es el umbral a otro mundo para un joven con rasgos de tritón; y en Japón las leyendas de kitsunes se mezclan con el manga ante los incrédulos ojos de un viajero.

Aunque el diseño de portada haya variado, el volumen se siente hermano de Kitsunebi, fuego de zorro de Martha Riva Palacio, también ilustrado por Sekkur, con esa cualidad vaporosa y dark que lo distingue.

Justo es decir que este libro será un brillante talismán para acompañar el camino de quien lo lea.

Y otros tres libros que brillan por sus objetos y la originalidad de perspectivas: el emotivo relato transgeneracional en Esa cuchara de Sandra Siemens y Bea Lozano (Limonero, 2020. Argentina); un muy atípico poemario de ontología orientada a objetos: Prismáticas de Carmen Leñero con ilustraciones de Salvador Jaramillo (Ediciones SM, 2021. México); y la historia de la primera poeta de la que se tenga registro contada por un encantador e intrépido grano de arena: Enheduanna de Roger Mello y Mariana Massarani (Fundación Círculo Abierto, 2021. Colombia), una pareja creativa que ya me había sorprendido con Inés (Cataplum, 2019).

 

 

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Entrada No. 225
Autor: Adolfo Córdova
Ilustración de portada de Cynthia Alonso para Ronda nocturna (Ojoreja, 2020).
Fecha original de publicación: 9 de enero de 2021.

 

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