En un video que me envió mi madre hace unos días, mi abuela, de 92 años, tiene sobre sus piernas un libro pop-up. No era para ella, era para la nieta de su cuidadora. Pero la niña no andaba por ahí y mi abuela le preguntó a mi madre si se lo regalaba. En el video, mira el libro muy feliz, no sale de su asombro: quiere que todos vean cómo, al abrir y cerrar una página, unas pestañas se deslizan y revelan un desfile de animalitos. 

Sobre la cama de mi abuela hay siempre un perrito mecánico que camina, ladra y brinca mientras se le encienden los ojos. Mi abuela lo activa cada tanto y, cuando termina su función, le da un beso. Junto al perro, una osa con un gorrito de fiesta y otros dos muñecos. Cada mañana, después de tender su cama, mi abuela le ajusta el gorrito, que se afloja fácilmente, y acomoda a los otros dos muñecos entre las patas de la osa. Parecen sus hijos: un hombrecillo de nieve muy abrigado y un lápiz cubierto de peluche rosa con una osita de brazos abiertos en la punta.

Toda la casa de mi abuela, en especial su habitación, está llena de juguetes. Así se acompaña. También con recortes de revistas y fotografías pegadas en las paredes, sobre espejos y en el marco de la televisión. «Mira a tu abuelo cómo me ve, con esa carita de pícaro», y señala un portarretrato con la foto de mi abuelo. Entonces, se levanta del sillón, sale a su terraza y vuelve con un tulipán mexicano para colocar en la base del retrato y corresponderle.

También pasa el tiempo resolviendo autodefinidos y comiendo galletitas. «Son mi vicio», confiesa. Cuando la voy a ver a Veracruz soy testigo, resuelve un cuaderno entero de autodefinidos en un día, y cómplice: nos comemos un paquete grande de polvorones en unas horas. Mi abuela nunca ha creído en la buena reputación de las frutas y las verduras. «Yo me he pasado la vida a puro pan y galletas y mírame qué bien estoy». 

Ilustración: Nele Palmtag.

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La soledad y las historias

La soledad de los viejos, se parece a la soledad de los jóvenes. Si fueras un niño o una niña jugarías muy bonito con mi abuela porque ser joven y ser viejo es parecido. Y más, entre más joven y más viejo. Como mi abuela, que cada vez es más niña. Y pienso en aquel libro conmovedor de los 80, Un pasito… y otro pasito, de Tomie de Paola (Ekaré, 2000), en el que Nacho, un abuelo joven, enseña a caminar a Ignacio, su bebé nieto y, más tarde, cuando Nacho ha perdido la movilidad, es Ignacio, que ya tiene seis años, quien lo enseña a caminar otra vez. 

Hay en la vulnerabilidad de los ancianos y ancianas un espejo de la vulnerabilidad de los niños y niñas.

Infancia y vejez se leen juntas.

Existen muchos libros que dan testimonio de esta relación, contada normalmente por los nietos: «Su ojo izquierdo era de vidrio. De vidrio azul claro y parecía barnizado por una eterna noche. Mi abuelo veía la vida por la mitad, suponía yo, sin hacer medias preguntas. Todo para él se resumía en un medio mundo. Pero veía la vida por completo. Yo sabía», dice un narrador que adora y teme a su abuelo, Bartolomeu Campos de Queirós en El ojo de vidrio de mi abuelo (Babel, 2007 / Castillo, 2012).

«A primera vista, Nani parece una abuela como cualquier otra, pero si la conoces un poco más, te darás cuenta de que es mágica», confiesa Karishma Chugani Nankani en el libro de recetas y memorias de su abuela Las visitas de Nani (Ekaré, 2018). 

Muchos abuelos y abuelas revelan la magia a sus nietos, como la Vieja Kush en La Saga de los Confines de Liliana Bodoc (Norma, 2000-2004): «Ven, Wilkilén, siéntate a mi lado… Voy a contarte…» o Liaza en Loba de Verónica Murguía (SM, 2013), y, esta vez, es la nieta, Ámbar quien pide: «Abuela, háblame de los magos». «Ya he hablado mucho. Demasiado. Tu madre está furiosa conmigo. Dice que es culpa mía que tengas la cabeza llena de tonterías», responde Liaza. Pero claro que le hablará, una vez más, y la dejará tocar la estatuilla de dragón. Verónica dedicó Loba a su abuela Enriqueta Álvarez.

Esta complicidad entre nietos y abuelos, unidos y en resistencia de adultos que mandan, es otro punto en común. Elvis Karlsson, despreciado por sus padres, encuentra comprensión y escucha en sus abuelos: «Hay que oírle lo que tiene que decir», exige en una ocasión su abuelo.

Y viceversa. Los abuelos también se apoyan en sus nietos. En Querido Pájaro de María Baranda (El Naranjo, 2016): 

«—¡Papá! —gritó su hija, o sea, mi mamá—: Te comportas como un niño».

«—¡Por toda la suerte de Plutón! Imagínate tener un viejo en casa, qué aburrido sería. —mi abuelo puso cara de investigador—: Hay que guardar todo este tesoro —me dijo en voz baja».

Más complicidad: En su novela inédita Mi abuela y el fin del mundo, Beatriz Noriega cuenta: «Ana María Galván Aranda era una abuelita de cuento, como la viejita de las tantas versiones de Caperucita Roja. Usaba lentes, gorro de dormir y chales para el frío. En uno de los primeros recuerdos de mi infancia, creo que tenía cuatro años, estoy acostada en mi cuna, al lado de su cama. Es hora de dormir, estoy tomando una mamila de leche con chocolate, mi mamá entra a la habitación, se acerca, me arropa y la escucho decir: ‘Mamacita, no vayas a pasar a la niña a tu cama, se mal acostumbra’. Mientras mi mamá dice buenas noches, mi abuelita me cierra un ojo desde la cabecera de su cama. Espero ansiosa a que la promesa del guiño se cumpla. Al final duermo con ella y con su olor a agua de rosas». 

Esta hermosa escena condensa mucho de ese amor incondicional. Y ese guiño y ese abrazo es también para la propia abuela, que duerme menos sola.

La magia, la complicidad… y la historia. A los abuelos y abuelas, ya en los bordes de la vida, sin el ajetreo y las ansias de los adultos, les toca contar. Son más pasado que futuro. ¿Será por eso que quieren contarlo?, ¿el pasado es su casa? Por eso y por todas las experiencias vividas, ¿son capaces de entenderlo mejor y extraer su esencia?

«Abuelo, ¿de dónde sacas tantos y tantos cuentos que parecen no acabar nunca?, ¿cómo le haces para que cada uno sea diferente?, ¿quién te los contó?», pregunta un nieto en El abuelo Gregorio, un sabio maya de Jorge Miguel Cocom Pech. «Los cuentos pertenecen a todos, nadie es su propietario», responde el abuelo. «A mí me los han contado mis abuelos, y a los abuelos de mis abuelos se los contaron sus abuelos…».

De ahí que sea un güegüe, un abuelo, el que le cuenta a María López Vigil el célebre Un güegüe me contó (Libros para niños, 2009), donde se narra el principio del mundo… y de Nicaragua.

También Rita en El color de la Saya, de Liliana De la Quintana, le pregunta a su abuela en Bolivia, ya no por las historias míticas que nos conforman, sino por su ascendencia particular, africana: «Lo que me contó mi abuela Martina, es que ella vivía en la Madre África cuando la vida florecía allí. Un día vieron señales extrañas en el cielo, en la tierra y en el mar. Con un fuerte viento llegaron los hombres descoloridos a las costas en grandes barcos. Estaban sucios y hambrientos. Las abuelas africanas se apresuraron en darles comida y agua fresca. En pocos días recuperaron sus fuerzas y como relámpagos encadenaron con fierros a hombres, mujeres jóvenes y hasta niños. Y los arrastraron hacia sus barcos». 

Un relato similar intuye el joven Bino, brasileño, en Del otro lado hay secretos de Ana María Machado (Lumen, 2009), cuando su abuela le habla de la tierra de reyes en Angola.

Otras son historias más cercanas, como las que comparte la abuelita cubana en Abuelita Milagro de Antonio Orlando Rodríguez (Panamericana, 2015): «Mientras el carretón traqueteaba por el camino, alejándose de Sabanarriba, abuelita Milagro nos contó la historia de un papalote de siete colores que solían empinar unos chiquillos en la punta de una loma». Cuenta para acompañar un momento difícil y animar una migración forzada: «Para entretenernos, abuelita Milagro nos hacía cuentos y más cuentos. Tantos, que me cuesta trabajo recordarlos: el cuento del espejo que le sacaba la lengua a la gente que se miraba en él, el de la cocinera que quiso hacer una sopa de pescado con agua de mar, el del hombre que vendía sueños embotellados…». Este contar tiene un efecto en los nietos que cuando hacen una pausa en su viaje buscan piedras preciosas en los maizales.

Y al hacer memoria, la abuelas desean que algunas historias no se repitan. El prólogo de Los agujeros negros de Yolanda Reyes, empieza así: «‘Ojalá ustedes nunca tengan que vivir una guerra’, decía mi abuela y cerraba los ojos, como rogándoselo al futuro»; y así empieza la novela: «Abue, tengo miedo», «¿Del lobo?», «Sí, del lobo», «El lobo se queda aquí encerrado —dijo la abuela y cerró el libro». Y con ese diálogo parece tender un largo puente de abuelos y nietos conversando, desde Caperucita hasta el lobo de ayer y hoy transformado en guerra.

Los abuelos y abuelas ofrecen la magia y las historias antiguas a sus nietos y nietas, pero también cierran libros si hace falta, dan abrazos y acercan galletitas con leche.

Ilustración: Nele Palmtag.

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Abuelos y abuelas en la pandemia

«Oye, muchacho es que oí en la tele que resulta que hoy es Día del Abuelo, y te hablo para que me felicites, cabrón», esa era la voz de mi abuela Machi (Macrina), con risa irónica, hace años cuando empezaba a circular la efeméride. En México se celebró el 28 de agosto y no pude hablarle para felicitarla porque está postrada en una cama durmiendo casi todo el día, tiene 90 años (tampoco puedo ir a visitarla porque el tío que la cuida teme al contagio); pero sí pude llamar a mi otra abuela en Veracruz, la de 92, que «vive en mi corazón y no paga renta», como solía decirme (ahora ha extraviado bastante sus dichos y conversaciones). Cuando le dije que hoy era su día me dijo, también incrédula: «¿cómo la ves desde a’i?». Acostumbrados a ser secundarios de la vida, no se la creen demasiado, pero responden al festejo… «Aunque sea que me recuerden una vez al año», tal vez piensen.

Si algo me ha parecido duro de la pandemia es el aislamiento y olvido aún mayor en que han quedado muchos ancianos y ancianas. Marginados en nuestras sociedades, más marginados, desatendidos y hasta descartados en la pandemia. He sabido de abuelos que viven con mucho miedo, algunos que apenas salen de la cama.

Para otros, como la abuela de mi amigo Víctor, la vida se parece a la de antes: «Si yo de por sí ni salía, ahora por lo menos no sale nadie», me dice divertida, ajustando cuentas. Y recuerdo que en lugares como la Ciudad de México, tan poco amables con la tercera edad, los ancianos vivían ya en una especie de confinamiento. 

Otros, de por sí recluidos en asilos.

Cuando a Max de Si mi luna fuera tu sol de Andreas Steinhöfel (Castillo, 2017) le avisan que pronto su abuelo necesitará de alguien que lo cuide y deberá mudarse a un asilo, se asusta y pregunta si no puede cuidarlo él. Como le dicen que no, irá a visitarlo con frecuencia al asilo, a él y a otros ancianos, como la señorita Schneider, antigua maestra de baile (igual que hace el niño del entrañable Guillermo Jorge Manuel José de Mem Fox y Julie Vivas (Ekaré, 2006), y un día, planeará el escape.

«—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó el abuelo y apartó el periódico.

«—Vine por ti —respondió Max—. ¡Nos iremos de aquí!

«—¿Nos iremos? 

«Max le dio la mano al abuelo y éste comenzó a tararear».

Lo llevará a El Valle de las Flores. En la escapada, la señorita Schneider se les unirá y, cuando al fin llegan a su destino, ella protagoniza una escena en la que podrían reflejarse muchos ancianos y, por el confinamiento que ahora compartimos con ellos, también nosotros:

«El sol brillaba y a cada paso, se internaban más y más en el calor del gozoso verano, se confundían entre las diferentes y brillantes tonalidades color verde esparcidas por el valle. De un momento a otro, la señorita Schneider comenzó a dar pequeños pasitos hacia adelante. Al principio éstos eran lentos y después apresurados, como si se tratara de un animalito que acabara de salir de su jaula y, desconfiado, da sus primeros pasos hasta descubrir que no existen paredes ni murallas ni obstáculos que se opongan a su libertad». 

Ilustración: Nele Palmtag.

En el mejor de los casos, abuelos y abuelas sienten que su vida no cambió tanto y han aprovechado este tiempo para crear y ordenar recuerdos y hasta se han sentido más atendidos. O abuelos y nietos ya vivían juntos y, encerrados, se han vuelto más cómplices. Mi amiga Tere, que ha tenido que seguir trabajando, agradece que su madre se ha encargado de cuidar a su hija. «O no sé si es al revés», bromea. Para niños, niñas, adolescentes y jóvenes también ha sido difícil. Me dice una sobrina: «¡Es que ahora sí me tienen vigilada todo el tiempo!». Intuyo que abuelos y nietos fantasean con escaparse juntos.

Muchos de los niños y niñas en los libros que mencioné encuentran al lado de sus abuelos la libertad que no sienten al lado de sus padres y, con ellos, hay más posibilidades de aventura y de expresar quiénes son.

Identifico, además, un interés por mostrar a los abuelos y nietos como personas, no sólo en su función de su rol como abuelos y nietos. Más adelante publicaré una entrada con libros que retratan a ancianos y ancianas sin el título de «abuelo».

Otra situación resultado de la pandemia es que si el abuelo o abuela vivía solo, a veces se ha mudado con hijos y nietos, aunque no siempre voluntariamente. Así le pasó a la abuela de una amiga ilustradora, que, a estas alturas del confinamiento y con las noticias de amigos y amigas que han fallecido, ya no sabe realmente qué hacer y ha empezado a deprimirse.

Escuchar un cuento por el teléfono o pedirles que nos cuenten uno, puede ayudar. Llevarles libros, también. Como ese pop-up que mi madre le dejó a mi abuela y que ella sigue abriendo, también en soledad, maravillada. 

Desde que volví a México, hace un mes, vivo en la espera de poder ir a ver a mis abuelas. Y recordando a mi abuelo Rubén que me presentó la literarura. Mientras tanto leo libros entrañables como estos que les compartí, de otros y otras que han amado a sus abuelos y abuelas, y escribo recuerdos con ojos salados.

En una próxima entrada más reseñas de algunos de estos libros y otros más para leer con abuelas y abuelos. Y, si eres abuelo o abuela y estás leyendo, seguro te resonarán.

Entrada No. 203

Autor: Adolfo Córdova.

Ilustración de portada de Nele Palmtag para Si mi luna fuera tu sol (Ediciones Castillo, 2017).

Fecha original de publicación: 2 de septiembre  de 2020.

14 Comentarios »

  1. Débora Pert

    Muchas gracias, Adolfo. Acabo de descubrir la investigación que hiciste. La mayoría de este material lo desconocía. Me trajo muchos recuerdos de los distintos vínculos que había establecido con mis abuelos a través de historias y cuentos. También de cuando narro en geriátricos el puente que se establece con ellos. ¡Felices cuentos!

  2. Querido Adolfo: veo que esta entrada ya tiene tiempo, pero no había podido leerla. Me alegra mucho que hayas platicado sobre el libro Si mi luna fuera tu sol, el cual tuve la gran fortuna traducir. Es una de las traducciones de las que me siento más orgullosa, pero también es de las historias que más me han conmovido porque mi abuelo, que murió este año, también tenía pérdida de memoria y yo me sentí siempre tan identificada con Max, lloré con él y busqué esa libertad para mi abuelo también.
    Te mando un abrazo grande y lleno de cariño.
    Rocío

  3. Qué gran tema, me hizo mucho sentido lo del acompañamiento entre abuelos y nietos.
    Soy Prof. Y ha sido muy triste enterarme de la muerte de varios abuelos de mis estudiantes, ha sido muy triste para mis niños y niñas.
    Escucharlos hablar sobre sus abuelos/as es muy emocionante.

  4. Emocionante, realista lo que se comenta sobre estas edades. Los niños nos necesitan, aunque después y aveces nos descartan, porque , diría es un tema cultural y de esta época. Los abuelos somos las raíces de la familia. Como las raíces de un árbol. Somos referentes. Somos la historia , no sólo de la familia , también de una época que ellos no han vivido. Gracias a mi curiosidad de niña y de siempre, estoy llena de esas anécdotas , ciertas y algo aumentadas, quizás, de los abuelos.

    Me encantaría enviarles alguno de mis cuentos infantiles. Cómo podría hacerlo?

    • Adela, qué gusto escuchar la voz de un abuela directamente en esta entrada. Muchas gracias por compartir. En efecto son raíz y, como raíces, sus palabras y su presencia se lleva siempre en el cuerpo.
      Qué divertido imaginar eso de las «anécdotas aumentadas». Con mucho gusto leeré tu cuento aquí: adolfo.cordova@gmail.com y también puedes compartirlo aquí mismo para que lo conozcan también los lectores del blog. ¡Un abrazo grande!

  5. ¡Hermoso Adolfo!
    Es como decís. Los abuelos son los que más han sufrido la pandemia, y son los más olvidados en todo. Yo los rescato siempre en algún cuento de los que narro.
    Gracias por el artículo.
    No soy abuela pero me acerco mucho a los niños contándoles o leyéndoles cuentos. Lo hice durante toda la cuarentena. Envío un cuento o poesía para niños y otro para adultos
    Un saludo desde Buenos Aires. Susana López.

    • Muchas gracias, Susana. Y así es, pienso mucho en los abuelos. Quizá para algunos no ha habido tanto cambio y eso es duro en sí mismo, pero para tantos otros sí que se ha acrecentado la soledad. Qué bueno que tu la acompañes y tengas esta sensibilidad de leerle cuentos a niños y adultos. Hacen falta siempre más cruces así. ¡Abrazo!

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