Laura Basso: El día que conocí a Borges
«Ahora, a tres metros de Borges, yo me empezaba a aburrir», cuenta Laura Basso en esta divertida y muy emotiva crónica sobre aquel día en que su madre la llevó […]
Linternas y bosques
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
«Ahora, a tres metros de Borges, yo me empezaba a aburrir», cuenta Laura Basso en esta divertida y muy emotiva crónica sobre aquel día en que su madre la llevó […]
Es la crónica de un vínculo, en continuidad con la entrada anterior (La reina de la torre y otros libros de madres e hijas que cuidan), que describe emociones compartidas, reconocibles en muchas relaciones maternofiliales. La crónica en la que una madre conoce un poco más a su hija, y el intento de esa hija por preservar la felicidad efímera de su madre, que tanto ama la literatura. Y es también la promesa cumplida que anuncia el título: un gran retrato de Borges, desbeatificado.
Escuché esta historia en voz de la propia Laura, en Volterra, Italia, en un estudio-invernadero en casa de Cornelia Funke. Laura fue una de las cinco escritoras ganadoras de una residencia artística en Volterra, auspiciada por Cornelia a través del Seminario LIJPE de 2020, y el texto que leerán a continuación fue uno de los resultados de su estancia. Más tarde, Mariana Piñeiros y Raquel Mora Vega, otras dos residentes, lo tradujeron al inglés para que lo leyera Cornelia, quien como nosotros, quedó maravillada con la escritura vívida y prístina de Laura, recién jubilada después de 33 años de docencia.
Conocí a Laura Basso mientras cursábamos el Máster en Libros y Literatura Infantil y Juvenil, y nos reencontramos, con mucha alegría y sorpresa, pues yo desconocía que escribía ficción, cuando su cuento «La felicidad del soldado« resultó uno de los ganadores del concurso de Cornelia Funke. Le agradezco profundamente su amistad y la generosidad con la que comparte con la comunidad del blog esta crónica inédita.
Curiosamente, mientras releía su texto, me encontré con la dedicatoria que Nellie Campobello escribió en Cartucho, su libro de relatos posrevolucionarios: “A mamá, que me regaló cuentos verdaderos en un país donde se fabrican leyendas y donde la gente vive adormecida de dolor oyéndolas”. Como muchas otras, la madre de Laura dejó a su hija esa sensibilidad para distinguir entre lo contado y lo vivido, y el valor de encontrar un espacio en medio para narrarlo.
Adolfo Córdova
Mi madre siempre tuvo los pies en el aire y la cabeza en algún hombre.
Las cotidianeidades la tenían sin cuidado, inclusive las referentes al alimento y abrigo de sus tres hijas.
Si tenía que preparar la cena o enseñarnos la última canción aprendida en clase de guitarra, elegía lo segundo, sin dudarlo.
A la salida del colegio, mientras nuestras compañeras corrían a la puerta a reencontrarse con sus padres, mis hermanas y yo nos sentábamos en el escalón de entrada sabiendo que mamá llegaría tarde, o no llegaría.
Mi abuela sostenía que esa liviandad terrenal era consecuencia de la lectura. Lo de los hombres, no tenía otra explicación posible que cierto legado genético atribuido a una tía suya violinista, soltera y casquivana.
Lo cierto es que de la gravitación familiar, se ocuparon siempre mis abuelos. El varón de darnos comer, la mujer, de leer. Aún advertida de la peligrosa herencia, la abuela me alcanzó las novelas de Guy de Cars antes de finalizar mi educación primaria.
Para 1981, mamá era Profesora de Literatura, ya se había casado tres veces y divorciado dos, sus estados civiles se replicaban en número de mudanzas. Nosotras íbamos por la tercera provincia y la cuarta escuela cuando anclamos en Rosario. Yo tenía 12 años, flequillo espeso, demasiada altura para mi edad y una postura desgarbada que acentuaba mi impopularidad. La rareza se correspondía al gusto excesivo por la lectura, las horas interminables encerrada en la biblioteca del Colegio del Huerto, y mis diarias visitas a la librería de la peatonal. Esa obsesión por estar pegada a un libro era una de las pocas certezas que mamá albergaba sobre mí.
A mitad de abril desde ese mismo año, la ciudad estaba conmocionada por el anuncio de la visita de Jorge Luis Borges a la Sede Social del Jockey Club. La legendaria institución de escaleras de mármoles y pasamanos de bronce, ofrecería su mobiliario Luis XV para el genio de la Literatura Argentina. Aplicar para verlo y escucharlo en ese lugar era prácticamente una misión imposible que mi madre estaba dispuesta a desafiar.
“Viene Borges, Laurita, vamos a verlo”, sentenció.
Luego supe que para conseguir entradas al evento -tan exclusivo como restringido en número y calidad de participantes- mamá había movido cielo y tierra hasta dar con una de las damas organizadoras cuyo hijo era su alumno en el Colegio Alemán. Quizás por temor a que el adolescente de pocas luces reprobara Literatura, la mujer le concedió dos pases para la conferencia.
“Vamos a ver a Borges y tenemos que vestirnos para la ocasión”, volvió a sentenciar.
Mi mamá no sabía planchar, en realidad ninguna tarea del hogar le era grata y para todas, bastante inútil, pero a las tres de la tarde yo tenía almidonado sobre mi cama el vestido beige con puntillas que había usado para la Confirmación, las sandalias blancas de tiras gruesas y sin tacos, y una hebilla de perlas para recoger parte del flequillo y mostrar la cara despejada.
“Nos vamos a sentar en la primera fila para ver a Borges bien de cerca. Vos no te muevas, escuchá bien, prestá atención a todo”, fueron las últimas indicaciones antes de subir al salón principal.
Ya acomodadas y anhelantes, entró Él, la causa de los desvelos de mi madre y de tanta gente aún mejor vestida que nosotras que le ofrendaba halagos y sonrisas serviciales: “Por aquí maestro, qué honor Maestro, tome asiento Maestro, ¿está a gusto Maestro?”.
Apoyado en su bastón y ladeado por hombres de impecables trajes y anteojos gruesos, se sentó en un enorme sillón negro que lo completó en su estampa regia.
Recuerdo haberlo observado con curiosidad. Sí, parecía alguien importante, su figura y el entorno conformaban un cuadro. Borges era un monarca de pelo plateado y piel tan blanca que transparentaba las venas de su frente. Manejaba los silencios a la perfección. Cuando sólo se escuchó la respiración del auditorio, inmovilizó las manos arrugadas sobre la mesa, levantó la mirada al techo y comenzó a disertar.
Miré a mamá de reojo, estaba subyugada, tomaba aire con esos movimientos profundos que intentan contener al llanto del desborde. Era evidente que transitaba ella la conmoción que -había asegurado-, me produciría estar frente a la gloria de las Letras. “Te va a encantar, cualquier cosa que diga será una maravilla, no pierdas detalle de las palabras del Maestro, lo que aquí tenemos es una oportunidad única en nuestras vidas”.
Lo cierto es que esa mezcla de ansiedad e ilusión construida se me iba desvaneciendo a medida que Borges comenzaba a hablar en su tono bajo y encumbrado. El Maestro sólo me resultaba demasiado viejo, bastante tartamudo… y muy ciego.
La dialéctica compleja, las frases en inglés, las citas latinas, la erudición, la simbología de El Aleph lo tornaban indescifrable.
Intenté afanosamente -y casi logré- captar alguna idea sobre la lectura, una alusión acerca de la biblioteca de su padre, un vago concepto relativo a la permanencia dentro de un libro: vivir ahí, volver ahí. Entendí una frase relativa a los espacios imaginarios, lugares que no son reales pero pueden percibirse en una zona verdadera, algo de círculos y laberintos, y no mucho más. La cadencia de su voz se me hacía un arrullo, el ritmo lento, monótono me alejaba de la vigilia.
Ahora, a tres metros de Borges, yo me empezaba a aburrir.
Inevitablemente los ojos se me cerraban y mi esfuerzo oscilaba entre mantenerlos abiertos y sostener la espalda erguida, o al menos, la cabeza derecha. Los párpados pesaban la consecuencia del letargo y yo intentaba ceñir la mirada, con la esperanza de confundirla con excesiva concentración, pero el sueño me vencía de modo inexorable. Mi mente ya estaba adormecida y en el empeño por no evidenciarla me apretaba las manos, ensayaba un leve movimiento en la silla, trasladaba la vista hacia la ventana.
En esa contienda estuve durante una hora y media larguísima, tragando bostezos y nervios.
No me importaba que Borges me viera durmiendo, pero no podía decepcionar a mi madre que le sostenía al autor la mirada vidriosa de fascinación, de literatura, de amor. Mamá estaba iluminada. Yo tenía que proteger ese instante feliz, cuidarle la alegría efímera, rescatarla en el único terreno que le era apacible. Mamá era una pobladora de los libros, exiliada del mundo y a merced de ella misma; lloraba mucho, sufría angustias profundas, se enfermaba a menudo. Su existencia había sido una rueda de malas decisiones en las que había hecho girar a sus hijas. Mamá vivía en los márgenes del espacio y al límite de sus emociones.
Yo debía atraerla al centro.
Ahora que estaba absorta admirando a Borges, escurriéndose de vez en cuando una lágrima de dicha plena, supe que tenía que salvarla allí, en la región literaria, en la zona libre de los hombres violentos y de los humilladores. Ampararla también de su propia frustración, de los sueños destrozados, de sus culpas, de las rebeldías de mis hermanas, de los reproches de mis abuelos, y hasta de mi somnolencia.
Todos, en algún momento de nuestras vidas, nos convertimos en guardianes de nuestros padres.
La conferencia iba finalizando y se abrió la intervención del público. El sonido de otra voz –cualquiera- sirvió para despertarme. Alguien levantó la mano y preguntó: “Usted qué opina maestro acerca de la educación pública?”. Borges sonrió de lado, apenas, y respondió sin dudar: “Creo que es una pena que ya no se enseñe sánscrito en las universidades argentinas”.
Yo no sabía qué era el sánscrito, y tampoco quién era Borges. Pero me asombró que una apreciación tan breve fuera recibida con sonrisas disimuladas y hasta algún aplauso perdido.
Luego hubo más conceptos abstractos y palabras inaudibles. Después sí, el unánime, contundente aplauso final.
Cuando terminó todo y salimos de la sala atestada de murmullos de admiración, le dije a mi mamá:
“Quedate tranquila, yo apenas empiece la facultad, voy a estudiar sánscrito”.
Mamá se rió fuerte. “Pero no, Laurita. ¡Borges dijo eso en broma! Es una ironía a una pregunta sin sentido. El que habló no lo conoce, ¿¡cómo se le pudo haber ocurrido a ese hombre hacer semejante intervención!?”.
Movió la cabeza y la sonrisa recordando el momento.
No entendí demasiado pero sonreí también, porque ella estaba divertida y caminaba por un rato con los pies en la tierra aferrada a mi mano.
Sin embargo, algo en su expresión iba cambiando. Mientras bajábamos las escaleras del Jockey Club, me miró con insistencia, en alguno de esos cruces, comencé a percibir cierta tristeza.
Darse cuenta puede resultar tan epifánico como abrumador. Mamá supo de repente que esa adolescente que la guiaba a la salida, estaba dispuesta a estudiar una lengua muerta sólo porque Borges lo había sugerido y Borges, a ella, la hacía feliz.
Ahora me leía, sabía de mi misión, algo se le había revelado, quizás descubrió entonces que desde hacía mucho tiempo yo la estaba amurallando. Ella estaba dentro de esos muros, y la hija, afuera. Era su Thor y su elfo, su dragón y su Valkiria, aunque esa tarde mi única batalla hubiera sido mantener los ojos abiertos en una conferencia borgeana.
En cada escalón que descendíamos, yo percibía su mano apretando más fuerte la mía.
De repente, en un rapto lúcido de perplejidad y lástima, con la mirada aún baja atinó a decirme: “No es necesario que vos estudies literatura. Habrás notado que hay autores muy complejos…”.
Pero ya era tarde, yo la había visto salvarse, más allá del Maestro y su tedio.
Antes de atravesar el umbral de salida me tomó de los hombros. Giré la cabeza, mamá me estaba pidiendo que la escuchara con los ojos, sólo dijo:
“No importa que hoy no hayas comprendido nada. Algún día vas a poder decir que conociste a Borges”.

«Todos, en algún momento de nuestras vidas, nos convertimos en guardianes de nuestros padres.» Emoción…
“Quedate tranquila, yo apenas empiece la facultad, voy a estudiar sánscrito”. Risa
Todo eso y más me proporcionó este hermoso relato de la relación entre madre e hija.
Felicitaciones a Laura y gracias a vos Adolfo por compartirlo
Libertad Margolles
PD hoy justo ordenando papeles vi mis apuntes de ese seminario Lijpe del 2020, que fue maravilloso, nunca volví a asistir a algo tan bueno.
Libertad querida, qué gusto leerte por acá. ¿Viste qué maravilla de crónica? Me conmovió e hizo reír y me gusta la forma en la que funciona como tríptico de los tres personajes. Yo también extraño LIJPE. A ver si vuelve un día. Abrazo grande.