Una infancia normal, por Verónica Murguía
En el confinamiento, entre las dudas, al final de los días buenos o malos, resuenan ciertas palabras. «Normal» y «normalidad» son algunas de las más frecuentes. A Carla, de 13 años, […]
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
En el confinamiento, entre las dudas, al final de los días buenos o malos, resuenan ciertas palabras. «Normal» y «normalidad» son algunas de las más frecuentes. A Carla, de 13 años, […]
Uno de los trazos, como los memes, las videoconferencias, las fiestas de cumpleaños virtuales, en el retrato de una nueva cultura doméstica compartida… o incluso, dicen, de una «nueva normalidad».
Normal. Pero, «¿qué significa ser o no ser normal?». Esa es la pregunta que guía el viaje-ensayo de Lía Fuentes, la adolescente protagonista de un libro que leí recientemente Fuera de serie, de Mariana Osorio Gumá (Ediciones Castillo, 2019). Una de esas preguntas sin respuesta exacta, a partir de la cual hemos proyectado debates en tantos personajes.
Tan inestable y pequeña es la palabra «normal» que, en este texto íntimo, autobiográfico, Verónica Murguía ironiza, la usa para contener algo tan líquido como la infancia. Expone lo relativo, más bien absurdo, del concepto, y la facilidad de usarlo según convenga («normal» y «según», vienen juntos).
«Mis hermanos y yo les teníamos miedo, pero los desobedecíamos todos los días», escribe Verónica. Y ¿no es precisamente entre «acatar» y «romper» lo «normal», la «norma», que se ha moldeado nuestra especie? Una tensión que arroja su luz particular cuando estudiamos la historia de las infancias. Para que existiera la idea misma de «infancia», hubo que romper la normalidad que veía a niños y niñas como adultos de manos chiquitas, pero igual explotables. Y cuando «la inocencia de los niños» se impuso como norma, hubo que romperla de nuevo. Y ahí seguimos…
Leer y escribir preguntándose es uno de los caminos. Carla y Tamara, las jóvenes a las que preocupa la «normalidad» desde lugares opuestos, lo hicieron con las«autoentrevistas» que lanzó Wonder Ponder, una iniciativa modélica: abierta, pero estructurada, para construir reflexión y memoria del confinamiento con niños, niñas y jóvenes.
Murguía, una de las más destacadas escritoras de fantasía épica en castellano, también tomó el camino de las preguntas. Su ensayo se atesora por su cercanía y franqueza, por su preocupación genuina por contar su infancia sin idealizarla. Al final, más que «demostrar que la normalidad no es tan amplia y pareja como nos imaginamos: que las infancias felices son menos frecuentes de lo que creemos», su texto, como ella misma pondera, se trata de «un elogio pasional de la lectura».
Una lectura muy diversa que abarcó igual publicaciones «para niños y jóvenes» (La pequeña Lulú, El libro de la selva, Mujercitas, Sandokan y Las mil y una noches) que otras fuera de la norma «infantil»: libros sobre las cruzadas, enciclopedias de la Segunda Guerra Mundial con fotografías, diccionarios y un volumen de mitología en cuyas láminas dibujaba calzones, sobre los cuerpos desnudos de los dioses, para que los adultos no le prohibieran leerlo. Lo mismo que hacen muchos bibliotecarios en Estados Unidos con la ilustración del niño desnudo de La cocina de noche de Maurice Sendak (1970).
Murguía, igual que Sendak, confía en los lectores, demuestra aquí cuánto los niños y niñas saben más de lo que los adultos piensan (y hasta se encargan de ellos) y cómo muchas veces ellos mismos gestionan lo que necesitan leer y libran censuras adultas. En su testimonio, como sucede siempre que pensamos en nuestras propias biografías lectoras, hay muchas claves de mediación.
En la nota introductoria a «Una infancia normal», texto publicado en la colección Material de lectura de la UNAM (2019), Geney Beltrán señala tres ejes en el ensayo: la familia, la escuela y los libros. Y dice: «Con un tono a ratos picaresco, otras veces plenamente conmovedor, la narración esboza las siluetas de los padres de la protagonista, los ambientes ya idos de la casa primigenia, y las venturas y desventuras de hermanos y compañeros del aula y el patio del recreo. En el centro de esta galería de personajes y lugares se hallan los miedos, los descubrimientos, las perplejidades y las derrotas de la voz que narra».
La voz de una «normalidad» cómplice, inspiradora, crítica y comprometida; un vistazo a la génesis del imaginario de una excepcional narradora y lectora.
Adolfo Córdova
Sinceramente no sé de dónde salen las alabanzas a las infancias felices y por qué es tan ubicuo el mito de los años luminosos de la niñez. Supongo que su popularidad radica en que la imagen de un niño feliz sirve para vender de todo: desde seguros de vida hasta pantuflas de Pikachú. La mayor parte de los padres desea hacer felices a sus hijos y los niños son presa fácil de cualquier estrategia comercial. Los niños son muy consumistas. Si el lector no me cree, vaya a la tienda con el menor que tenga más cerca.
Un niño que quiere un juguete se convierte en una persona obsesionada. En los diciembres de mi niñez, por ejemplo, todos los niños entrábamos en una especie de histeria colectiva orquestada por la tele y los anuncios. “Santa Claus va a llegar” nos decíamos unos a los otros.
Yo, precoz e incrédula, tenía mis sospechas acerca de la existencia del sujeto, pero estaba dispuesta a deponerlas y participar con todos en la ficción si esto me garantizaba tener, por ejemplo, un hornito para hacer insectos de plástico: las Horripicosas reptantes.
No sólo estábamos dispuestos a creer a toda costa que Santa Claus existía; eso no nos bastaba. Además, nos convencíamos de haberlo visto u oído. Una niñita que se llamaba Gina nos llevó, en segundo de primaria, a ver “la huella del trineo en el jardín”. Eran dos líneas marcadas en el lodo. Las observamos con silencioso respeto, presas de un casi místico arrebato: el gordo barbón sí existía y no importaba que las huellas en el jardín de Gina fueran idénticas a las que dejaba la bicicleta del cartero.
Tampoco importaba que en ninguna casa hubiera chimenea o que nos portáramos pésimo. Desde entonces me fascinaban las posibilidades de la redacción: en mi carta a Santa, decorada con flores y corazones, solía esforzarme por subrayar mis méritos, que eran pocos, y hacerme la loca con las travesuras, que eran muchas. Yo no estudiaba, mentía, pegaba a mis hermanos, flojeaba. Reprobaba todo, hasta conducta. Era la niña más desordenada y rebelde de mi grado, pero tenía derecho a mi carta, como los delincuentes de la tele tienen derecho a su llamada telefónica.
En mi carta argüía que había cosas más importantes en mi carácter, como la pasión por el gato y mi amor filial y fraternal, problemático pero sincero. Además, en el asunto de los pellizcos y los jalones de pelo yo le echaba la culpa a mis hermanos, como ellos a mí.
Santa Claus siempre cumplía. A la mañana siguiente, reunida con los demás niños de la cuadra, me convencía a mí misma de otra cosa: de que yo era una niña muy buena. La prueba era la culebra de plástico que sostenía en la mano y que acababa de sacar del horno de las Horripicosas.
La niñez feliz es un mito más o menos nuevo: antes del siglo XIX los niños eran humanos jóvenes, sólo eso: abundantes y frágiles, se les ignoraba por miedo a encariñarse con ellos y que murieran. De ahí las costumbres de presentarlos hasta los tres años, confirmarlos, etcétera. Hasta que el siglo XIX los descubrió. Ese hallazgo suscitó ciertas fantasías: la de los niños totalmente bondadosos y puros, la de la felicidad infantil, la del mundo protector, la familia feliz, la mamá satisfecha, el padre benévolo.
Muchas de las personas que me rodean tuvieron infancias complicadas y dolorosas; aquellos que fueron niños felices son los menos. Claro que los hay y, francamente, los envidio: admiro en ellos una confianza de la que yo carezco, algo que fue sembrado en la niñez y floreció. Mis amigas C. y P., con quienes me comunico varios días a la semana, fueron niñas felices. En su personalidad hay una veta de sensatez que contrasta con mi desordenado pesimismo: ni C. ni P. son ingenuas, pero tampoco creen que la vida es una batalla continua a la que uno llega sin armas y con el yelmo chueco.
Las personas como ellas, niños amparados y felices, no son paranoicas y creen que los problemas tienen solución. No sospechan que cada oportunidad puede esconder un fracaso; cada entusiasmo una desilusión; cada manzana el gusano proverbial. Muchas veces tienen razón y la vida les responde con gentileza. A mí cada cosa buena que sucede me deja en las nubes, cada esperanza cumplida me regocija exageradamente porque, ni modo, nomás estoy esperando que me caiga el cielo sobre la cabeza, como le pasaba a Abraracúrcix, el jefe de la aldea de Ásterix, el Galo.
En mi caso, el delicado capullo de la confianza se malogró, como se marchitaban los frijoles envueltos en algodones húmedos, metidos dentro de frascos de Gerber vacíos que, en primaria, fueron nuestro primer contacto con la Biología. Siempre se morían y mi hermana y yo sufríamos. Nada sobrevivía mucho tiempo en nuestra casa: ni los frijoles, ni los peces comprados en el acuario y traídos en bolsitas de plástico, ni las tortugas, ni los pollos regalados en el súper. Cada pequeña muerte me dolía tanto que sentía, claramente y antes que cualquier noción romántica llegara a mi vida, que se me partía el corazón. Mis padres tampoco cuidaron bien a nuestros gatos, omisión que todavía me atormenta y que no he sabido perdonar. Quizás esto determinó mi pasión amorosa por todos los cuadrúpedos mamíferos que existen, excepto la hiena.
El recuerdo de mi infancia es, pues, todo menos rosa. Es más bien semejante a un sueño impetuoso y prolongado en el que todo estaba pintado con colores tan intensos que resultaban casi intolerables. El mundo era más grande y amenazante, dicho esto por alguien que lee el periódico con atención. Todo era difícil: desde lavarse la cara en el lavabo, hasta subirse al camión. En mis tiempos no había, por ejemplo, esos adaptadores de asiento de inodoro para niños y muchos teníamos miedo de caernos adentro del excusado y ahogarnos camino a quién sabe dónde, entre cacas, cocodrilos y pirañas mutantes (nuestros conocimientos sobre el drenaje eran nulos y coloridos, todos sacados de las caricaturas y de los dichos de los niños de secundaria).
¿Cuál es el primer sabor que recuerdo? Leche con chocolate. Milo, para ser precisos. Servido en un vaso entrenador, de plástico rojo con un popote fijo y corto, para que la leche no se derramara. Recuerdo perfectamente la leche tibia, el ronroneo del líquido en el popote, el vago sabor a cacao. El Milo, supe después, no sabe a chocolate, sabe a malta. A leche en polvo, vainilla, cacao. A Milo, pues.
Aun a esa edad, antes de ir a la escuela primaria, había cosas que rechazaba. El huevo tibio, que me obligaban a tragar apretándome la nariz para que abriera la boca. ¿Cómo es posible que no me gustara? Ahora me parece uno de los alimentos más sublimes, no sólo por los poderes mnemotécnicos que obviamente tiene, sino porque sabe a gloria. Aunque para liberar los poderes proustianos del huevo tibio —o estrellado sobre una tortilla frita—, hay que comprar huevo de granja, porque el industrial sabe a pescado y a surimi, ese cangrejo fingido que se hace con mariscos inclasificables.
Detestaba muchas cosas, pero mis padres nos quitaban la manía a fuerza de mantenernos en la mesa hasta que dejábamos el plato limpio. Más tarde, cuando estábamos los tres en primaria, diseñaron una estrategia infalible para enseñarnos a comer de todo:
—Cómete la fabada.
—Es que no me gusta.
—¿Por qué? —(ésa era mi mamá, a mi papá no le interesaba el porqué).
—Porque no me gustan estos frijolotes.
—Pues te los comes. Se llaman alubias, no te hagas la chistosa.
Se quedaban en la mesa, leyendo el periódico, fumando y platicando como si yo no estuviera allí. Y allí estaba. Debajo, literalmente, de sus narices. La fabada se coagulaba, el bolillo se enfriaba, otros niños salían a jugar. Mis hermanos prendían la tele y yo alcanzaba a escuchar a Pedro Picapiedra gritando Yaba daba dú, pero tenía que seguir en la silla y comer.
—Tengo que ir a hacer la tarea.
—Qué bárbara, qué cumplida. Te terminas la fabada o haces la tarea mañana en el camión. De aquí no te paras hasta que acabes.
Se miraban y encendían otro cigarro. Yo fingía que lloraba y sí, medio lloraba de aburrimiento, porque la fabada me tenía harta. Mi madre se daba cuenta de que estaba a punto de rendirme. Se levantaba, ponía la fabada en un sartén, la calentaba y la volvía a servir. Yo hacía muecas, pero ya habían ganado. Comía y, por fin, me iba.
A mis hermanos les tocó también, a cada uno con el platillo más detestado. Como yo, terminaron por comérselo.
El método funcionó: no somos remilgosos y comemos de todo.
A los niños que me rodeaban y a mí nos gustaba lo ácido, contrapunteado con montones de sal y chile en polvo; chamoys, jícamas y pepinos rojos de chile, chicharrones de carrito con salsa Valentina; galletas saladas con vinagre de chiles; papas fritas deshaciéndose debido a la humedad del jugo de limón. También codiciábamos lo dulce, de formas que ahora me resultarían incomibles: pirulís con grageas, galletas con malvavisco y coco rallado, y pasteles cubiertos de merengue y rellenos de mermelada.
El hambre de la infancia es muy urgente: un leve calambre en la panza que se convertía en aguijón de lumbre, el hambre del recreo de las diez y media. Las tortas de jamón y queso, reblandecidas y con la servilleta pegada; los sándwiches de mermelada de fresa con mantequilla; la manzana abollada, el plátano apachurrado, ése era el maná. Yo no llevaba sándwich, ni torta. Llevaba dinero y mis padres no calculaban bien cuánto debían darme para saciar el hambre: siempre me quedaba salivando.
No me alcanzaba para comprar en la cooperativa lo que quería y recurría a tácticas humillantes para conseguirlo, como hacer fila para otros que traían más dinero mientras ellos jugaban. Cobraba un Gansito o una cajita de Nutella.
Fue en cuarto año cuando descubrí que existían niños hábiles para ganar dinero y no sólo conseguir un Gansito: uno de mis compañeros, Pepe, puso un negocio exitoso. A lo largo de ese año vendió tortas hechas por él, un peso más baratas que las de la cooperativa. Como era un niño listo, se apostaba en la puerta del salón con su mochila llena de tortas y cuando te ponía la tuya en la mano, decía “sin hacer cola”.
Una mirada a la fila de niños hambrientos que perdían minutos preciosos del recreo en esperar a que les despacharan un mollete con un suspiro de frijoles y queso reseco o una telera escuálida, nos convencía de que aprovechar sus servicios de tortero era lo mejor. Tenía, además, un menú. Al comenzar las clases mandaba papelitos por todo el salón: “hay de jamón”, “hoy son de mermelada de fresa con mantequilla”, “de salchicha con huebo”, “de mortadela con queso amarillo”. El comprador escribía su nombre en otro papelito, en el que metía dos pesos. Entonces lo mandaba de regreso al pupitre del empresario. Así, aseguraba su torta. Todas, hasta la de mortadela, nos resultaban apetitosas y ¡eran un peso más baratas!
A las once de la mañana ya se había vendido la última. Todos sabíamos lo que había detrás de esa iniciativa. Pepe quería una bicicleta con asiento banana. Sus calificaciones eran mediocres, tenía una ortografía delirante y no podía hacer quebrados por nada del mundo. Sus papás, preocupados porque Pepe no daba una y escribía huevo con be grande, le habían dicho que le regalarían la bicicleta si lograba salir en el cuadro de honor.
Pepe era realista y tomó el camino mercantil, porque intuía que el académico no lo conduciría a donde lo esperaba la bicicleta. Su mamá lo ayudaba a hacer las tortas, pues le hacía gracia. Ella ponía los toques que hacían las tortas de Pepe muy superiores a los sándwiches de la cooperativa: jitomate en rebanadas, frijoles refritos, lechuga, chiles en vinagre, crema.
Huelga decir que en verano, a pesar de su promedio de 7.5, Pepe anduvo por las calles de la colonia haciendo sonar la chicharra de su bici. Nos dio una envidia horrible, pero no se nos pasó por la cabeza imitar su laborioso ejemplo.
Pero como en los cómics abundaban las ilustraciones de niños vendiendo limonada en la puerta de sus casas, entendimos, por fin, que si queríamos más dinero que el que nuestros papás nos daban, debíamos hacer negocios. Mis hermanos y yo pusimos nuestro puesto y nos sentamos con cara de inocentes a ver qué adulto incauto se bebía una de nuestras aguas. Vendimos dos jarras, se terminaron los limones y a mi hermana se le ocurrió que usáramos sobres de gelatina de limón. Fracasamos, porque la nueva limonada se llenó de grumos, el color verde perico la hacía sospechosa y sabía a rayos.
Mi hermana, sabia desde entonces, se retiró del mundo de los negocios y, lista como es, se dedicó a estudiar. Mi hermano y yo, en cambio, hicimos un montón de tonteras en busca del elusivo dinero. En secundaria, mi hermano organizó una función clandestina de cine: consiguió dos VHS con clásicos de la pornografía mundial y llamó a sus amigos para avisarles. Preparó ollas de palomitas, compró refrescos y puso las películas en la videocasetera ¡del cuarto de mis papás!
Sí consiguió el dinero, pero sus ganancias fueron requisadas inmediatamente por las autoridades, pues éstas llegaron a la casa y se dieron cuenta de que un montón de escuincles apestosos —literalmente, pues la mayoría tenía trece años y se había quitado los tenis— estaba haciendo bromas obscenas en su recámara. El Cine Murguía fracasó. El público fue corrido sin miramientos de la sala de exhibición y sus mamás fueron informadas sobre las preferencias cinematográficas de sus retoños. Todos fueron castigados por ver Garganta profunda y Flesh Gordon.
Otro recuerdo de cuando era muy pequeña y que asocio con el miedo a la muerte es el tacto frío del pico de un pollo. La cabeza del pollo colgaba sobre la mía en la pollería del mercado en San Pedro de los Pinos. Sobre él, el techo del mercado se perdía en las alturas. Yo nunca había visto la cresta de un pollo, ni las garras, tan parecidas a manos, ni la piel blanca llena de puntitos sobresalientes, como la piel de un niño cuando hace frío. Para alcanzar el pico tuve que ponerme de puntillas y estirar el brazo. Al tocarlo me di cuenta de que era distinto al único otro pollo que yo había visto. El primer pollo era una visión divina: amarillo, con plumas tan finas que parecían pelo, y piaba. Estaba vivo, tibio y pertenecía a una vecina de trenzas engominadas que daba brinquitos abominables en lugar de caminar normalmente. Este otro pobre tenía un pescuezo desmesurado, no tenía plumas y sus ojos parecían canicas medio cubiertas por párpados arrugados.
—¡Deja! ¡No toques! —me dijo mi madre.
—¿Está muerto?
—¿El pollo? Claro que está muerto. Ni modo que nos lo comamos vivo.
El pollero tomó al pollo con una mano y con la otra aferró el cuchillo. Lo hizo pedazos y apartó las vísceras. El olor dulzón del ave abierta en canal me dio náuseas.
—También me llevo los higaditos —dijo mi madre.
Me puse a llorar. Mi exabrupto la impacientó:
—¿Ahora? ¿Qué tienes? ¡Conio! —es yucateca— ¿Qué es?
—Pobre pollo —dije, secándome los mocos con la manga.
—¿Pobre? Todos nos vamos a morir. El pollo y todos. Ya no llores.
Lloré hasta que volví el estómago. Mi madre me llevó de vuelta a casa caminando de prisa, medio arrastrándome y zarandeándome en las esquinas, mientras yo aullaba de pena por el pollo y por mí misma. Más tarde, traidora, me lo comí en caldo.
Mis papás eran reyes de cuento: inescrutables, propensos a tomar decisiones incomprensibles y a violencias repentinas. Él, remoto y silencioso. Ella, semejante a una hermana mayor, nerviosa, cálida, cariñosa. También partidaria del llanto colérico y los manazos. El lema de los dos era PORQUE LO MANDO YO.
Mis hermanos y yo les teníamos miedo, pero los desobedecíamos todos los días. Nos iba en feria. Mis padres creían fervientemente que la letra con sangre entra. La letra, la puntualidad, la limpieza, los modales y cualquier otra cualidad. Todo debía demostrarse a cintarazos. Las sesiones de persuasión iban acompañadas con amenazas tan exageradas que nos convirtieron a mi hermano y a mí en un par de demonios. Mi hermana, de talante más reflexivo, miraba todo con perplejidad. Todavía ahora descubro en su mirada la misma indulgencia con mis errores o mi confusión, la misma dulzura.
A mi hermano y a mí nos daban a diario con el cinturón. Los dos éramos soldados del ejército de mis padres, pero no sabíamos hacia dónde dirigir la energía irritada que nos desbordaba. Ahora intuyo que estábamos dolidos y asustados, pero entonces sólo teníamos esa fuerza belicosa, el impulso de enfrentarnos con alguien. A veces tocaba ir contra las leyes de la casa y rebelarnos contra nuestros generales. Otras, ir contra niños que llegaban a los columpios antes que nosotros, niños que no querían jugar con nuestras reglas. Esto tenía un costo: los dos éramos más flacos de lo normal y nos tundían, pero no teníamos miedo. Tampoco teníamos certezas: las normas de comportamiento cambiaban de un día a otro, pues mi madre era voluble.
Los hermanos peleábamos entre nosotros todo el tiempo; era una suerte de ejercicio. Los días de nuestra familia eran una partida de damas chinas en que las piezas habían sido sustituidas por alfileres, cerillos encendidos, tachuelas, tijeras, astillas de vidrio y el tablero hubiera sido empapado con gasolina. Todo podía lastimar: hasta la frase más inocente se usaba como arma arrojadiza; la travesura más ingenua se podía convertir en una conspiración para acabar con la tranquilidad de mi madre.
Mi hermano y yo éramos muy traviesos, de forma espectacular. Una vez, cerca de Navidad, a mi madre le regalaron tres latas de talco Curity de un kilo cada una. Mis hermanos y yo tuvimos la idea de que sería muy bonito llenar la casa con talco, para que mis padres pudieran imaginar claramente la nieve que caía por diciembre en otros países. Recuerdo el cuidado con el que espolvoreamos los muebles, el árbol de Navidad y el tapete de la entrada. También recuerdo la cara de pasmo cuando mis pobres padres (uso el adjetivo con sinceridad) abrieron la puerta. Ella se tambaleó, pero no hubo superficie donde pudiera caer sin quedar hecha un polvorón. Así nos fue, a los tres, aunque mi hermana no participó mucho “porque ni parecía nieve”.
Otro día se nos ocurrió que podíamos ahorrar tiempo y dejar los cubiertos limpísimos si los hervíamos: sacamos la olla grande, la llenamos de agua, añadimos media taza de detergente, los cubiertos del diario y la pusimos a hervir. Nos fuimos a ver Señorita Cometa en la tele y el experimento se nos olvidó, hasta que llegó a nosotros el olor a plástico quemado. El experimento convirtió todos los cubiertos de la casa en una bola irregular de plástico derretido de la que sobresalían de forma rarísima los óvalos cóncavos de las cucharas, las puntas y el filo de los cuchillos, los dientes de los tenedores. Parecía un maligno y apestoso asteroide. Se pegó al fondo de la olla y la echó a perder.
Hasta mi hermana puso su grano de arena en ese catálogo: un sábado inolvidable colocó un trapo mojado sobre la válvula de la olla exprés para que el silbido del vapor no molestara mientras jugábamos en la cocina. La olla explotó y la tapa estuvo a punto de darle en la cabeza a mi hermano, quien en ese momento se despachaba un plato gigante de Zucaritas. El ruido nos dejó viendo visiones y, por un momento, no supimos qué había pasado. Aterrados, miramos la tapa en el suelo. El aire estaba lleno de vapor oloroso a epazote. Entonces comenzaron a caer frijoles del techo. Mi madre, cuando se repuso del susto lo suficiente como para caminar sin que le temblaran las piernas, fue por la vecina y le pidió que la ayudara a limpiar, mientras nosotros aullábamos como lobeznos sin necesidad de regaños. Pasó una tarde agotadora despegando frijoles del techo subida en una escalerita y con un trapeador en la mano. La vecina nos miraba con severidad mientras sostenía las caderas de mi madre o se turnaba con ella. Tardaron horas.
Tuvimos mil ocurrencias de ese estilo, pocas malignas, algunas destructivas, todas molestas. Mi madre no sabía cómo administrar su irritación y nos pegaba.
Después de las peleas, porque así era la cosa, los tres nos poníamos a jugar y mis padres se iban de fiesta: ella resplandeciente (con ropa distinta, el maquillaje retocado, etcétera) y él un poco ensimismado. Cuando se cerraba la puerta tras ellos, mis hermanos y yo levantábamos la vista, nos sonreíamos y corríamos a brincar en las camas. Nos daba por beber Coca Cola del pico de la botella, encender la tele y bailar con los discos de mi padre. Nos turnábamos para vigilar por la ventana y, cuando veíamos llegar el Mustang familiar, corríamos a nuestras camas a meternos bajo las colchas. Hubiera sido fácil para ellos enterarse de que no habíamos obedecido. Con tocar la tele hubiera bastado, pero estaban en otra cosa. Nosotros éramos los niños, nada más.
Con esta afirmación parece que condeno a mis padres, pero no es mi intención. Los autores de mi neurosis no fueron sólo ellos, aunque claro que tuvieron lo suyo. Mi niñez no fue dickensiana: mis padres formaron un matrimonio armonioso y perdurable. Él no bebe, ella tiene sentido del humor y es muy dulce —dulzura que no bastaba para apagar la violencia, pero que llenaba los momentos armoniosos con caricias—, nunca faltó nada en la mesa, asistí a buenas escuelas, pagadas con mucho esfuerzo, y de niña nunca los vi pelear. Pero en mi casa hubo, digamos, algunas extravagancias educativas, un exceso de teatralidad materna y miles de cintarazos. Esto nos dejó a mis hermanos y a mí con una desconfianza crónica en el prójimo y algunas manías. La herencia más destructiva de este legado es que tampoco confío en mí misma. Lo mejor es que me sirvió para descubrir el sentido del humor, pues todo lo contado aquí se convertía en sketches en los que participaban los protagonistas, felices por la oportunidad de redimir su tristeza haciendo reír. Además, padezco un complejo de culpa ridículo por su amplitud.
No he cambiado tanto. La vida estaba tan llena de miedo como está ahora, pero aquél era un miedo animal, sin conciencia, hecho de instinto y de la poca experiencia que teníamos.
Los niños no tienen muchas salidas para sus temores, no pueden expresarlos más que con el llanto y el berrinche. No pueden llegar a casa y decir: “tuve un día de perros. Necesito un tequilita” o fumarse un cigarro mirando filosóficamente por la ventana. Dependen de los adultos para tener paz y eso no siempre resulta. A nosotros jamás nos tranquilizaron. El método para que dejáramos de llorar era castigarnos hasta que guardábamos silencio.
Teníamos miedo a una lista infinita de cosas: a las inyecciones y las vacunas; a la Llorona; a los perros desconocidos; a la regadera; a los monstruos de las películas mexicanas; al “jinete sin cabeza” que rondaba por los pueblos de cada muchacha que ayudaba en la casa; a los exámenes; a los robachicos. Yo, además, no dormía. En la casa a oscuras, cercada por los fantasmas que agobian a todos los escuincles que en el mundo han sido, me revolvía entre las sábanas mientras mis padres y mis hermanos dormían el sueño de los justos. Invisible para ellos, me cercaba una variopinta turba salida de las películas clase B: bajo la cama acechaba un zombi con una mano peluda y, por excepción, velocísima; dentro del clóset, entre el uniforme de deportes y los suéteres, nos miraba el monstruo de la Laguna Negra, con su blanda facha de mojarra. Adherido a la ventana, el vampiro Karol de Lavud, es decir Germán Robles, se lamía los colmillos con gesto voraz. En las películas, el conde Karol vivía en haciendas morelenses, dato que me espantaba más que cualquier hecho vampírico de un Drácula que vagara por Londres o Rumania.
Éste es el elenco que infestaba la casa por las noches: en la cocina, un ladrón con antifaz y traje a rayas se robaba las latas de duraznos, al tiempo que una extraña creación de la cinematografía vernácula, La Momia Azteca, caminaba con la torpeza distintiva de los muertos revividos, sacudiendo las ramas de los rosales sembrados por mi madre en el diminuto jardín de la casa familiar.
El peor era la momia. Se llamaba Popoca, y lo que me daba risa de día —Popoca, popó-caca y babosas derivaciones de este tipo— me erizaba los pelos de noche. Popoca había sido novio de Rosita Arenas cuando, en una reencarnación anterior fue sacrificada en un altar maya (las precisiones históricas les eran tan ajenas a los guionistas de la película como a la niña que fui). Recuerdo que la heroína evocaba su pasado mirando un aparatito en el que una espiral pintada sobre un cartón giraba y giraba. Olvidé cómo resucitaron a Popoca, pero no que usaba un pectoral de oro y que se tambaleaba por un lugar que luego conocí: Teotihuacán. El malo era el doctor Krupp y el bueno, un señor enmascarado y panzón cuyo nombre de batalla era El Ángel.
Cuando ya no podía más, me levantaba y me iba a la recámara de mis padres:
—¿Má?
—Mmm…
—Tengo miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—De los vampiros…
—Vete a tu cuarto, ¿lo oíste? Se va a despertar tu papá y te va a dar…
Mi papá, por supuesto, intervenía, amodorrado y furioso:
—Lárgate a tu cama, escuincla, o vas a ver cómo te va.
—Es que tengo miedo —contestaba yo con la voz quebrada por el pavor.
Me daban la nalgada que funcionaba como somnífero, porque me quedaba dormida de tanto llorar.
Cuando aprendí a leer, me dediqué a hacerlo de noche, a escondidas. No con la linterna de mano de las películas: con la lámpara de buró, mientras el resto de la familia dormía. Por eso la escuela era, al menos en las primeras horas de clase, un martirio. Mi hermana se dormía a tiempo y llegaba peinada y con un batido de Chocomilk con huevo en la panza. Yo no lo lograba. Me adormilaba en el camión con la boca abierta, en medio de los cuerpos ansiosos de una pareja de secundaria que se coqueteaba y que me había adoptado como mascota. Ya en el patio, sonámbula y desorientada, hacía fila rodeada de niños bien peinados que tomaban distancia y saludaban a la bandera. Alguno se dormía, otros cuchicheaban, un cochino se sacaba los mocos, una traviesa le jalaba las trenzas a la de enfrente. Los de la escolta ponían cara de angelitos, llenos de orgullo, mirándose los guantes blancos que les hacían manos de Mickey Mouse.
Luego cantábamos aquello de “Se levanta en el hástil mi bandera/ como un sol entre céfiros (unos pajaritos, según la madre María Rosa) y trinos…”, que terminaba con el trágico “Desde niños sabremos venerarla/ y también por su amor ¡morir!”
Ahora ya le cambiaron el morir por vivir, pero en mi época era así, suicida y patriota. Yo miraba la bandera y pensaba que ni loca me moría por ella. En el salón me dejaba caer sobre la banca para soñar despierta hasta que el hambre feroz de las diez de la mañana me reanimaba.
Falté la semana que explicaron la división y me avergüenza confesar que esa laguna persiste hasta hoy. La división era una casita temible, llena de cifras y con un número afuera. El número de afuera era como un invitado, los números de adentro eran los habitantes de la casita y en el techo debían aparecer los resultados de su interacción. Mis resultados nunca tuvieron nada que ver con los de mis compañeros. Arrastré esa tara durante toda mi vida escolar: cuando contemplé el rostro barbado de Al-Juarismi en la portada del Baldor, ese tomazo que sirvió a tantas generaciones como introducción a las Matemáticas, me sentí traicionada. ¿Qué hacía allí esa persona que parecía salida de Las mil y una noches? Ese turbante de mago correspondía a otras historias, preferiblemente con Aladino o Simbad en ellas. Luego me enteré de que los árabes eran matemáticos extraordinarios, pero ni mi simpatía por ellos logró vencer mis terrores. Yo veía una ecuación y me temblaban las piernas.
Lo malo de estas lagunas educativas es que se complican con otras: la aritmética sirve para todo. La cantidad de cosas que no entendía fue aumentando y extendiéndose: no había materia que contuviera una mecanización, por simple que fuera, que yo entendiera. Ni Física, ni Química, ni Cálculo, ni nada de nada. Estaba destinada a las Humanidades desde kínder.
Por eso en prepa fui casi la misma. En Física me ponía a especular si la fórmula del tiro parabólico serviría para calcular los tiros de trabuquete, las catapultas más comunes en la Edad Media. La fórmula para calcular la caída libre podía ser usada por los sitiados para deducir científicamente con qué fuerza les darían en los yelmos a los asaltantes con el aceite hirviendo de las ollas. Miraba por la ventana imaginando asedios, el peso de una armadura caliente bajo el sol, el tacto de una crin de caballo entre los dedos. Imaginaba el acto de envainar una espada o tender un arco con una precisión notable. Las imágenes que acudían a mi mente venían con olores y detalles (humo, tierra, excrementos e inmundicias pudriéndose bajo el sol, sangre, sudor, aceite hirviendo, metal, olor a caballo, la visión de la trenza de la cuerda del arco, etcétera). Pero no me servían para pasar el año.
Reprobé Física y la arrastré casi hasta la Universidad, adonde llegué barriéndome con un promedio menos que mediocre.
Hace unos años mi madre, muy contrita, me explicó que, en esos tiempos, “no se usaba hacerles caso a los niños”. Le creo: ella tampoco creció en una casa normal y no supo qué hacer.
Así, todo diagnóstico fue tardío —mi hermano anduvo tres días con la clavícula rota y sólo se dieron cuenta porque se quejaba dormido— y nuestras habilidades y gustos les pasaron tan inadvertidos como a nosotros. Tuve muchos accidentes. Tantos, que mi abuela estuvo a punto de llevarme a vivir con ella, exasperada por la ineptitud de mis padres. Cerca de mi primer cumpleaños me caí de la silla alta y tuve una fractura en el cráneo; a los dos años me comí los somníferos que mi madre tenía en el buró y parece que el lavado de estómago y lo que le siguió —mantenerme despierta varias horas a toda costa— fue muy difícil; metí una horquilla del pelo en un enchufe y me quemé la mano y un alarmante etcétera que no enumeraré aquí. Por supuesto esto no hizo sino aumentar el nerviosismo de mi madre y dar origen a mi desconfianza crónica en las cosas. El mundo ha sido siempre, para mí, un lugar sumamente difícil de transitar.
Mi hermano no se quedó atrás. Un día que el patio se inundó con agua del drenaje, hedionda y turbia, él, ni tardo ni perezoso, fue por un vaso, lo llenó e, inexplicablemente, se lo bebió. Se lo llevaron en volandas a un hospital pediátrico donde pasó una noche infernal con la diarrea más pestilente del universo. Ignoro por qué éramos tan traviesos. Tal vez la mayor parte de los niños es así.
Pero todo se equilibraba porque la alegría era más pura, concentrada y simple. Cada experiencia me envolvía totalmente: la caricia tímida a un gato, un gajo de naranja en la boca, una palabra nueva, el agua fría de una alberca cerrándose sobre mi cabeza, el ardor del raspón en la espinilla. Estaba ahí. Sin mucha idea del futuro, esa conjugación donde me esperaba el cumplimiento de algunas fantasías. Soñaba con viajar, con un caballo que nunca llegó, con aprender a nadar y, más tarde, pero todavía niña, quise conocer una iglesia gótica, bella como una voluta de humo.
Los niños no tienen pasado: el presente los avasalla. Miro mis fotos de niña y tengo, casi siempre, el ceño fruncido y una expresión concentrada, insatisfecha.
En mi infancia comenzó el pasmo que no me ha abandonado, el desconcierto, la necesidad de entender. En el mundo que habitábamos mis hermanos y yo, los niños estaban de un lado y los adultos en el otro; a veces en paz, muchas otras en guerra y nadie conocía bien las causas de los conflictos. La sensación de un antagonismo que no comprendo entre bandos ha persistido a lo largo de mi vida en mis relaciones con los otros. Lo que está de mi lado es, caprichosamente, el mundo animal, los libros, el agua, la música y ciertas personas. Del otro, el capitalismo, los fascistas de derecha e izquierda, los traficantes de personas y animales salvajes, los villanos de costumbre. Es una forma agotadora de percibir las cosas, pero no he logrado incorporarle más sensatez. Mentalmente soy sensata —casi— pero la sensación que me invade frente al mundo está llena de inquietud. Eso lo he atenuado con la edad, pero no vencido.
Esto fue antes de que los hijos gobernaran a sus padres de la forma despótica y teatral de hoy. Ningún niño, por malcriado que fuera, trataba a sus padres con el abierto e impostado desdén que está en boga ahora. No existían las sitcoms gringos que se convertirían en modelos a imitar. Lo que había eran telenovelas, y tan malas, que nadie en sus cabales las tomaba de modelo. Mis modelos de conducta salieron de los libros que casi memoricé años después. De las novelas y los libros de Historia. Yo quería ser Athos, el mosquetero: flemático, elegante, audaz. Quería tener su bigote, ser hombre, ser él. Ir por las calles de París con la capa ondeando como una bandera negra, el sombrero calado, la cara pálida y el bigote negro, negrísimo. Sereno, cínico. Un borracho taciturno que profería sentencias ingeniosas. Nada de eso soy.
Quería ser Yáñez, el piloto del Mariana, el barco de Sandokan. Yáñez era sereno hasta en las peores circunstancias, a diferencia de Sandokan, quien aullaba y golpeaba las paredes a la menor provocación. Quería ser Mowgli y dormir abrazada de Baloo, fantasía que persiste; quería ser Perceval, el Puro, o Morgana Le Fay.
Dije una vez en una conferencia que soy hija del librero, no porque mi padre vendiera libros, sino porque siento con toda el alma que algunos rasgos definitivos de mi personalidad fueron modelados por los libros que encontré en un mueble de varios estantes, de pino con chapa de caoba y que, por suerte, me quedó a la mano en casa de mi abuela, el adulto más digno de confianza de mi niñez.
Cuando en tercero de primaria despuntaron ciertos problemas de salud, del tipo que impide jugar bien a las escondidillas, bote pateado, avión, resorte y no se diga volibol, me volví más lectora y mi vida no se detuvo debido a mis problemas de columna: quizá se amplió, aunque, por supuesto, no hay forma de saberlo. Los problemas de columna y otros de orden neurológico se complicaron paulatinamente y quedé eliminada de la clase de deportes y ciertos tipos de juego para siempre jamás. Así que, por default, aunque prefiero creer que estaba destinada por talante a ser la lectora voracísima que soy, me dediqué a leer en casa de mi abuela, quien me cuidó algunos veranos.
Sospecho que éste es el tema de este escrito y no mi interés en demostrar que la normalidad no es tan amplia y pareja como nos imaginamos: que las infancias felices son menos frecuentes de lo que creemos.
El tema sería, entonces, un elogio pasional de la lectura. O tal vez necesito poner sobre el papel, con un poco más de franqueza que la usual, un recuento que me permita entender algunos mecanismos personales.
Para eso y más sirven leer y escribir.
Cuando había escaladas de violencia, mi abuela intervenía en favor de nosotros. Con quien se llevaba mejor era conmigo, quizá porque fui la primera nieta y porque vivía preocupada por mi propensión a sufrir accidentes. Dicen que cuando yo era bebé, cada vez que mis abuelos se acercaban me reía y que mi abuelo, un hombre singularmente pacífico, se enojó varias veces con mi madre porque sus descuidos lo indignaban. Así, algunas vacaciones me llevaron a su casa.
Mi abuela había sido muy bella y todavía lo era de una forma aquilina y anticuada: a su hermosa cara de águila se sumaba una serena autoridad, a pesar de que los años y la viudez la habían agostado. Mi abuelo, al que recuerdo claramente aunque murió cuando yo iba en tercero de primaria, era un hombre dulcísimo. En las fotos de su juventud ella llevaba los labios pintados en forma de corazón y él un sombrero calado en un ángulo pícaro.
Mi abuela fue la ombudsman de sus nietos. Había nacido durante la Revolución; entonces presenció cosas de las que prefería no hablar, pero que mencionó alguna vez cuando yo ya era adulta: hombres ahorcados en los postes del telégrafo, trenes descarrilados, fusilados, quemados, casas destruidas: la horrenda cauda de la guerra. Su propia madre había baleado a un tipo que se había metido en la casa cuando mi bisabuela estaba sola con sus hijitos.
A pesar de eso, la abuela tenía sentido del humor, detestaba las escenas y reprobaba la violencia que mis padres ejercían contra sus hijos. Por mala suerte sus yernos también usaban el cinturón con mis primos y la pobre no se daba abasto.
Fue testigo de mi fascinación por los libros y al principio le pareció bien. Juntas leímos la Biblia cuando yo todavía descifraba las palabras con torpeza. Fue en dos versiones en fascículos, una publicada por la editorial Códex y otra de Salvat. Una tenía un aire infantil porque los colores de las ilustraciones eran muy vivos, la otra traía reproducciones de grabados medievales y pintura renacentista. Una de las dos tenía dibujos hechos por alguien que se adelantó a la Guerra de las Galaxias y que ilustró el Apocalipsis con un cordero de Dios que parecía un fantasma japonés con pelo de oro. Huelga decir que Yavé me pareció innecesariamente severo y tan arbitrario como mis propios padres.
—¡Tanto enojo por una manzana! —le dije, pasmada por la expulsión del Paraíso.
Ella sonreía con un gesto que yo amaba y que mis preguntas suscitaban, por lo que no me callé ni una: “¿por qué matar a los primogénitos?”, “¿no eran los mayores?” “¿el ángel los mataba aunque se portaran bien?”, “¿Abraham iba a matar a su hijo?”, “¿las lentejas son muy importantes?”, “¿eran lentejas mágicas?”
Con la lectura mi abuela trató de apaciguar el precoz nerviosismo que me atormentaba pero no resultó del todo, pues la Biblia es un libro lleno de crueldad, locura, asesinatos y muerte, y de poco servía que ella se saltara páginas. Además, la iglesia a la que acudíamos, en Gabriel Mancera, tiene murales en los que los ángeles luchan con demonios y yo los estudiaba atentamente, mirando los pies de los santos sobre las nubes nacaradas y los diablos que caían y caían. Era el material de nuestros asuntos.
Para que no tuviera miedo de los diablos antes de irme a dormir, mi abuela también me enseñó la oración del ángel de la guarda, pero para entonces yo ya no tenía remedio:
—¿El ángel me ve todo el tiempo?
—Sí. De noche y de día como dice el rezo —me respondió y me dio una estampita que mostraba a un ángel cursilísimo vestido con una túnica como de poliéster azul cielo y unas azucenas en la mano. No se parecía al arcángel Miguel, mi favorito. Miguel iba de romano con una espada, yelmo y peto.
—¿Me ve cuando me baño? —pregunté alarmadísima—. ¿Encuerada? ¿Cuándo voy al excusado? ¿A hacer del dos?
Mi abuela me miró:
—No creo, demonia. Cuando vas al baño el ángel mira para otra parte. No te preocupes.
Antes ya he tratado de escribir sobre mis vivencias en ese modesto departamento en la Narvarte y me salen cosas extrañísimas. Las imágenes que acuden a mi cabeza poseen una atmósfera densa de cuento de hadas: la luz entraba por las ventanas formando haces en los que flotaba el polvo y yo miraba mi reflejo en el costado pulido de un piano. Con esa imagen comienza todo: un desfile de recuerdos saturados por sentimientos e impresiones. Nada ahí me daba miedo. Deseaba ver el fantasma de mi abuelo en un ángulo del espejo del comedor y me gustaba imaginar un ángel adusto que en las mañanas ocupaba una silla en la cocina. El fantasma del abuelo llevaría una jaula con un perico adentro. El perico existió: lo conocí y lo quise mucho. Se llamaba Pancho, enorme y un poco malévolo. Me gustaba verlo caminar por el patio, torpe sobre sus garras encogidas, con el plumaje erizado, de malas y farfullando mientras mi abuelo renovaba el periódico del piso de la jaula y le cambiaba el agua. El abuelo le silbaba, el perico respondía y el sonido me guiaba entre las sábanas puestas a secar, húmedas y olorosas a jabón.
El ángel de la cocina tendría un rostro largo y melancólico enmarcado con rizos oscuros y un redondo halo de luz alrededor de la cabeza. Tendría rasgos casi bizantinos. A veces el ángel colocaría las manos translúcidas sobre la mesa y yo podría ver las manchas del mantel a través de sus dedos. Sus uñas serían óvalos de nácar. Siempre, por razones de espacio, tendría las alas plegadas, pues en la cocina de mi abuela apenas cabíamos nosotras. La silla del ángel era mi silla: de metal con un feo asiento de hule espuma forrado con plástico que contrastaba con la túnica púrpura bordada con hilos de oro que el ángel vestía. A veces levantaba el rostro de estatua y posaba sus ojos negros y solemnes sobre mí. No hacía ruido, calzaba sandalias griegas y se disipaba en la luz de la mañana mientras mi abuela y yo desayunábamos bísquets sopeados en café con leche.
—¿Qué le pasa? —preguntaría yo.
—Está triste desde antes de que el mundo existiera, hija —diría ella.
De la Biblia mi abuela y yo pasamos a Fabiola, del cardenal Wiseman; en la novela los cristianos salían a la arena del Circo Máximo y la turba romana pedía su sangre. Yo pensaba que muchos adultos eran como Diocleciano y fantaseaba con la pantera que mató a san Pancracio. Quería abrazarla y sentir su aliento en la cara, aunque suponía que el aliento de la pantera sería un vaho fétido como de hocico de perro. Ansiaba tener un relicario con arena del Circo empapada con sangre de mártires, sobre todo porque estaba segura de que los vampiros y los hombres lobo saldrían volando, literalmente, al verla, pero mi abuela sólo tenía una medalla con esmalte azul, un recuerdo que alguien trajo de Roma.
Ahora que soy una mujer adulta, tengo la medalla que quería: de un lado tiene un fragmento de túnica de Juan XXIII bajo un vidrio diminuto. Del otro, un grumo de tierra. TERRA CATACOMBE ROMA. Nadie me tiene que decir que mi reliquia no es más que tierra, quizá de maceta. Estudié Historia, hombre. Qué mártires ni que nada. No es eso lo que me importa. Es un gesto de lealtad —inútil, ya sé— con aquella niña fantasiosa y llena de terrores que necesitaba la medalla para dormir en paz.
En esos veranos echó raíces lo que soy: mi abuela fue la madre serena que me hizo falta, el librero hizo las veces de padre y lo digo con agradecimiento porque el azar los puso cerca de mí, a mi abuela llena de amor y al librero atestado de libros. Al terminar con Fabiola, mi abuela quiso darme a leer algunas insípidas vidas de santos editadas para niños. Las vidas de santos son emocionantes si no están censuradas y yo ya había probado esas historias atroces y tiernas sin filtro, así que las novelitas santurronas me pasmaron de tedio y me dediqué a leer La pequeña Lulú y Las mil y una noches en una edición infantil.
No sé si el hecho de que la Biblia fuera mi primera lectura determinó mis aficiones, pero el segundo libro con el que me obsesioné es un manual de mitología: Mitología general, compilado por Félix Guirand, impreso en papel couché e ilustrado con 882 grabados. En la discreta portada, encuadernada con tela beige, había un toro alado asirio impreso con tinta dorada. Inmediatamente abandoné los libros que mis padres me habían comprado, contentos porque ya sabía leer, y me hundí en las mitologías como quien se tira a una alberca. Sólo que en esta alberca nadaban las historias de los dioses que la humanidad ha temido y amado. Naturalmente, quedé turulata y no entendí nada.
Desde esos días hasta hoy, el libro me ha acompañado. Lo perdí algunos años y mi marido me lo consiguió de nuevo. Ahora mismo le veo el lomo y es como si me mirara la mano o un mechón de pelo. Se volvió parte de mí, aunque sería más exacto decir que yo me volví parte de él, pues el libro estaba completo y yo en formación, como un renacuajo. Lo leía al volver de la escuela y todo el tiempo que podía. Le untaba agua de colonia Sanborns para que, al abrirlo, una vaharada de azahar me recibiera. Tenía prohibido sacarlo de la casa, aunque la prohibición sobraba pues el libro era pesadísimo y yo no quería prestárselo a nadie, ni amigos, ni hermanos. Las historias eran, literalmente, divinas y me hechizaban. Las púdicas elipsis y los eufemismos usados por los mitólogos para describir, por ejemplo, la castración de Urano (“horrible herida”, dice el libro y no más) o la cópula entre Europa y Zeus (“el dios se unió a la joven fenicia”) contribuyeron a que las historias no me perturbaran. El cisne se unía a Leda como yo trataba de unirme al gato, sentarme junto a él y besuquearlo, a lo que el gato se negaba y a lo que Leda accedía. Todavía faltaban años para que yo entendiera lo que los mitólogos callaban.
Estaba muy niña, esos asuntos apenas despuntaban: ver a los perros con expresión abatida y pegados por el rabo me causaba una sensación de piedad incómoda, hecha de impotencia porque no podía “salvarlos” (sobre todo de las señoras que les echaban agua con la manguera), y una vaga repulsión. No tenía idea de qué les pasaba.
A mi abuela el libro no le interesaba mucho: mi tío R. lo había traído a la casa para un trabajo y se había olvidado de él. La única mitología que a ella le interesaba era la mitología judeocristiana, como la llamaba José Emilio Pacheco. El libro me mantenía entretenida y lejos de la tele una buena parte del tiempo. Un día lo hojeó despreocupadamente y me lo devolvió ordenándome con gentileza que ya no le dibujara calzones a las láminas. Y es que algunas reproducciones de pinturas renacentistas me parecían fotos y les dibujé trajes de baño a los protagonistas —con lápiz— para que nadie me fuera a regañar por ver señoras y señores encuerados.
Una de las cosas que más me asombró fue leer sobre demonios piadosos y puros en la mitología de la India, dioses malvados, como Loki —que, como sabemos, hizo que muriera Balder con un engaño horrible—, objetos rarísimos como el sampo y el kantelo del Kalevala.
Vivía en un mundo muy confuso. Para mí la tela adhesiva era la “tela de Çiva”. En el Guirand, el nombre del dios indio de la destrucción está escrito con cedilla. Yo leía “siva”. La tela de Çiva se llamaba así, suponía yo, porque estaba modelada en la tela cósmica que flotaba alrededor de las caderas del dios en su danza eterna. Por eso curaba. Mi abuela me oía y me daba por mi lado: yo llevaba el libro en los brazos como a una mascota, así que era claro de dónde sacaba yo tanta chifladura. El día que vi la ortografía correcta de la tela, quedé sumamente decepcionada.
Para hacerle justicia a este libro, al que debo la mitad de mis intereses, tendría que escribir decenas de páginas. Me condujo de forma natural a la lectura de la Ilíada y la Odisea, libros que tampoco alarmaban o interesaban a mi abuela porque no eran de católicos y tenían buena fama. Fama de clásicos. La pobre poco sospechaba de la terrible violencia que satura las historias de esa guerra y ese viaje de vuelta al hogar que no es, nunca, el mismo, pues nada es lo mismo después de la guerra. La Ilíada y la Odisea llenaron mis días de dolida confusión y llanto por Héctor, el más alto de los héroes, quien en mi mente aparecía con una cara muy parecida a la de Freddy Mercury y el pelo oscuro y largo de un anuncio de champú. De forma intuitiva detestaba a Aquiles, aunque todos en el libro lo amaran. En estos años he dedicado páginas y páginas razonadas a explicarme no el odio, pero sí el rechazo por esa figura hecha de violencia pura, esa furia y ese valor sobre el que se han modelado generaciones de ideales militares.
De la épica, sin embargo, tuve mi primera probadita con la Ilíada y nunca podré librarme de su hechizo. Todavía ahora, que soy una pacifista absolutamente convencida, me quedo pasmada ante las descripciones homéricas, aunque los héroes se portan fatal y Ulises, a quien he amado y odiado sucesivamente, es un ser muy complicado con destellos de crueldad helada. Hace unos años, cerca del 14 de febrero, una reportera me llamó para preguntarme cuál, entre todas las escenas amorosas de la literatura, me parecía la más conmovedora. Yo, desde Babia, donde habito, me quedé pensando un rato y respondí muy emocionada que la escena que me rompe el alma es aquella en la que Príamo llora sobre la mano de Aquiles, el asesino de su hijo.
—Tienes que estar medio muerto para que no te conmueva. Tener el corazón más duro que la banqueta y el cerebro como un tambo de basura. Te mueres, te lo juro, te arrancas los pelos… —le aseguré.
La reportera se quedó callada. Luego, tímidamente me señaló:
—Es que es para el día del amor y la amistad.
—Ah, es que no me habías dicho… ¿Para San Valentín?
—Sí. Vamos a hacer un número especial. ¿No hay otra escena que te guste mucho?
Me puse a pensar:
—¡Ya sé! ¡Ya sé! Cuando Porthos, el mosquetero, sostiene un túnel para que Aramis pase. El pobre muere aplastado cuando Aramis queda a salvo. Porthos es como Sansón. A poco no. Es lo máximo. Lloré como loca, sigo llorando cada vez que la leo. Uy. ¿Tú leíste el Vizconde de Bragelonne?
La reportera suspiró:
—Ése no, no me acuerdo, la verdad. ¿Y de amor?
—No, de amor no se me ocurre nada. Pero de amistad sí. Hay muchas en el Quijote, entre Sancho y él.
¿Te digo cuáles?
—Ya con ésta, no te preocupes.
Ninguna de las dos escenas que sugerí fue incluida.
No soy lo suficientemente romántica.
Cuando iba en quinto, la madre Nieves, la monja que impartía Lengua Nacional, nos comunicó una información muy importante:
—La literatura, toda, se divide en épica y lírica —dijo, mientras escribía las dos palabras en el pizarrón.
—¿Qué es eso? —preguntó la niña más machetera.
—La épica trata de la guerra, la lírica del amor —respondió la madre Nieves. Como sus votos le impedían experimentar otro amor que no fuera el divino y ninguna guerra, excepto la que libraba a diario con sus alumnos para que prestáramos atención, no pudo abundar demasiado. A mí me quedó claro que a) Mujercitas de Louise May-Alcott era un libro lírico, b) Las aventuras de Sandokan era épico. Los tres mosqueteros eran, al mismo tiempo, épicos y líricos porque los cuatro se batían sin cesar contra los ingleses y los pobres protestantes de La Rochela, para luego ir a meterles la mano a un montón de señoras enamoradas. El mundo entero quedó dividido netamente. Todo se explicaba bajo esa luz. Milady era épica, la señora Bonacieux era lírica. Athos era épico, epiquísimo porque para él toda aventura amorosa era “pura miseria”. Richelieu era muy épico también, mientras que Mosquetón, el criado de Porthos, era tan lírico que se derretía.
Sherlock Holmes era épico, Watson era lírico; mi padre era épico, mi madre era lírica. El gato, épico, el perro, lírico. El chocolate, épico, la vainilla, lírica. La dignidad era épica, la bondad, lírica. Me miré en el espejo: yo quería ser épica, pero, ay, era lírica, miedosa, y usaba botas ortopédicas.
El diccionario fue, en cuarto y quinto, una especie de libro de magia muy popular entre nosotros. Mi hermano, quien a la sazón iba en segundo, descubrió que las groserías estaban ahí, negro sobre blanco, en un libro. Memorizó las definiciones de mierda, pendejo, pedo y ano, y las soltaba delante de las visitas:
—Má, ¿te acuerdas que pedo es una “ventosidad ruidosa que se expele por el ano”? —preguntaba sin venir al caso.
Naturalmente, mi mamá lo miraba como si mi hermano trajera un alacrán güero colgando de la nariz.
—¿Qué dices, rapazuelo? —preguntaba la pobre con la boca temblorosa, aunque ya sabía por dónde iría la conversación.
—Lo leí —decía mi hermano, orondo y mirando a los adultos con cara de reto.
Si mis padres se molestaban, él aclaraba rápidamente dónde lo había leído y para probarlo, llevaba el diccionario y lo mostraba a la concurrencia. Mi padre fruncía el ceño y se miraba las rodillas; mi madre, malhablada como ella sola pero nunca delante de extraños, se ponía roja, y mi hermano se apuntaba goles en el marcador imaginario que la familia tenía metido en el cerebro.
Mientras, yo hacía minúsculos descubrimientos que me electrizaban: desayuno era romper el ayuno, sombrero algo que daba sombra, ventana tenía que ver con el viento. Tenía una lista de palabras terminadas en illa o illo que provenían o parecían provenir de otras: cabecilla-cabeza; cerilla-cera; perrilla-perra; gatillo-gato; camilla-cama; pasillo-paso; rodillo-rodar; ventanilla-ventana; hornilla-horno; sombrilla-sombra; nudillo-nudo, etcétera. Mi lista no servía de nada como no fuera hacerme feliz ante la riqueza del lenguaje, ante su lógica al mismo tiempo expuesta y arcana. Cuando tomaba el diccionario para ver si mis intuiciones iban bien, me reía sola.
La lectura precoz de algunos clásicos, muchos de los cuales siguen a mi lado, me convirtió en buena lectora. A diferencia de algunas personas que me rodean y otras que critican libros en internet “con el aplomo de quienes ignoran la duda”, como decía Borges, no leo para identificarme con los personajes, ni para que me caigan bien: no necesito ese tipo de espejo. La identificación la busco con personas de carne y hueso. Siempre es gratificante identificarse con algo, con alguien, pero no es esencial en la lectura para que el libro sea bueno, por Dios. Para examinar mi espíritu y los alarmantes cambios en mi cuerpo, están el silencio y el alarmante reflejo del vestidor del gimnasio.
Amo la poesía por su fuerza destilada, por la elocuencia de sus silencios. Y más porque está lejos de mis capacidades. La poesía antigua me refuerza la convicción de pertenecer al género humano. No hay mejor forma de entrar en la mente medieval que leer a Dante.
No leo sólo para entretenerme, aunque consumo cantidades pantagruélicas de novelas comerciales —sé qué busco en cada libro—, así que no me molesto si “no pasa nada”, reclamación que me impacienta. Me gustan las descripciones porque entiendo la diferencia entre la tele y la letra impresa. No creo que el escritor y sus personajes sean las mismas personas. No espero que un texto anterior al siglo XX sea feminista o que contenga precisiones científicas. Amo el castellano y no me arredra el diccionario: si un autor me da una palabra desconocida, lo agradezco. No me siento en la disyuntiva de escoger entre el lenguaje coloquial y el literario. Hay libros a los que temo, como El idiota de Dostoievski. Lo adoro, pero si lo releyera ahora me dejaría tirada en la cama con una depresión infame.
Sé que el gusto es misterioso y verdadero, que sus orígenes tienen qué ver con muchísimas cosas. Es individual. Por esa razón no juzgo los libros con sólo mi gusto como rasero.
No acostumbro leer novelas de amor, pero uno de mis libros favoritos es El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Otro es El esclavo, de Isaac Bashevis Singer. Son novelas de amor, extraordinarias novelas del amor entre viejos o entre seres completamente distintos. Aunque, como todos los libros grandiosos, no tratan sólo del amor, sino del mundo y la naturaleza humana; la vejez, la pobreza, el alma.
Por esas épocas llegó a la casa una jovencita llamada Nicolasa, una muchacha alegre, fanática de las telenovelas y analfabeta funcional. Nicolasa compraba la Segunda del Ovaciones en la tarde y me pedía que le leyera la página de atrás mientras planchaba, es decir, la nota roja.
Me daba pena negarme, pero me quedaba con el corazón en la garganta. El interminable listado de miserias y atrocidades la cautivaba y la ponía pensativa, silenciosa. Al escuchar la historia del hallazgo de un cadáver o la descripción de una balacera, Nicolasa se quedaba con la plancha caliente en alto y las cejas fruncidas. Yo, muerta de susto y asco, presa igual de una curiosidad repugnante, tocaba apenas el periódico, como si estuviera sucio, pero bien que seguía leyendo.
Aprendí un poco de germanía, leyendo una columna titulada “Matarile”, escrita ágilmente por el señor Lirilón, repasando en voz alta las hazañas de ladrones, “cacos”, “ratas”, que vaciaban la casa mientras los dueños dormían y se largaban en sus “patas de hule” y anécdotas por el estilo, que ahora suenan casi pueriles en este México donde se mata a dos personas en público y a medio día por cinco mil pesos.
Yo iba en quinto de primaria y si estas lecturas a Nicolasa la ensombrecían, a mí me marcaron hondamente. Mis problemas para dormir aumentaron y mi melancolía se tornó un poco más oscura. Luego, apareció en la casa una colección de libros sobre la Segunda Guerra Mundial ilustrada con fotografías. Digamos que el arroz de mi pesimismo se coció a la perfección.
Las minuciosas descripciones de heridas y muertos en la Ilíada adquirieron una relevancia distinta: eran verdaderas, como seguro eran verdaderas las escenas en el Circo Máximo de Fabiola, los cristianos pasto de las fieras, de las llamas, de los verdugos.
Y dado el caso de que las cosas no hubieran ocurrido exactamente como decían Homero y el cardenal Wiseman, el hecho es que eso sucedía en la vida —más bien, en la muerte, en el acto de matar—y era terrible. Ya lo contaba el Lirilón con pelos y señales, en la misma ciudad que yo habito.
La confusión perdura hasta el día de hoy y atiza mi desconcierto ante el mundo en general y ante México en particular, un país donde la ira se confunde con la fuerza y el machismo con autoridad. Es un país cruel con las mujeres, muchos hombres, los pobres, los viejos, los niños y los animales. Es decir, con todos: sólo se salvan ciertos malandros.
Seguí leyendo y luego fueron los judíos a manos de los nazis —Ana Frank— como ahora son los palestinos a manos de los israelíes. Me di cuenta de que el eje de la Historia es la interminable cadena de la guerra, cuyo primer eslabón literario vislumbré tan niña. Me puse todavía más nerviosa.
Pero los niños son volubles y cambian de estado de ánimo con frecuencia. Son distraídos. A ratos me olvidaba de la violencia, de la melancolía, del miedo a mis padres, sumergida en el placer simple de estar con mis hermanos y amigos. Mi abuela seguía a mi lado y me dejaba pasar las horas soñando despierta, dibujando y leyendo.
Uno de los rasgos más acentuados de la fabulosa vida interna de la infancia es que el interés en el sexo y la vida romántica suele ser intenso pero intermitente. Por eso brinda espacio para mirar el mundo. A los niños que me rodeaban y a mí nos daba por querer “andar” y olvidarlo, “gustarnos” y repelernos con el mismo brío. Todo se manifestaba con empujones, metidas de pie, besos en el cachete y el saludo de mano, que nos ponía nerviosísimos a todos.
En sexto comencé a sentirme como Mowgli al final de El libro de la selva: inquieta, como llena de nostalgia de algo que todavía no llegaba (sé que es contradictorio, pero así me sentía, qué hago), incómoda dentro de un cuerpo que se alargaba, sin pechos, sin caderas, sin nada de nada. Mientras las niñas que me rodeaban ya usaban brassiere y pantaletas con encajes, yo seguía con calzón de abuelita y camiseta, triste porque la cara que miraba en el espejo no me gustaba.
Los chicos torpes y llenos de espinillas que pululaban por el patio de la escuela comenzaron a parecerme mucho más interesantes que mis libros sobre las Cruzadas, otro descubrimiento definitivo. Me pasaba las tardes escuchando a Bread y Captain & Tennille con otras niñas, cepillándonos el pelo, subiéndole la bastilla al uniforme con tela adhesiva (ni siquiera pensaba en Çiva al hacerlo) y untándonos bilé en las mejillas y los labios.
Jugábamos botella entre nosotras y nos besábamos los cachetes con grititos. Hablábamos, como si supiéramos lo que decíamos, de sexo y los “hombres”, aunque a todos aquellos que mencionábamos les faltaban años para poder votar. Se terminaba la infancia y queríamos apresurar su final para entrar de lleno en el mundo de la juventud, en esa tempestad de hormonas que nos llamaba con un montón de espejismos: el amor, el sexo, la independencia, la sofisticación. Tendría novio, amigas preciosas, iría a fiestas donde todo el mundo bailara, aprendería a manejar, se me quitaría el miedo a los vampiros.
En Progreso, durante las vacaciones de verano al final de la primaria, aprendí a fumar. Esa misma semana una chica mayor me dio a beber media cuba libre. Mi madre me compró el brassiere por el que di tanta lata. Era como una camiseta recortada, pero yo me sentí Mae West. Se acercaba la tormenta y yo la esperaba con los brazos abiertos, sin barruntar que estaba insólitamente mal preparada para las lides de la vida adolescente. La tormenta llegó, derribó mis cuatro certezas, mi ya escasa seguridad, las paredes de papel impreso que me protegían. El vendaval me dejó empapada y harapienta, con los dedos hundidos en la arena: una náufraga en la playa desierta de mis inseguridades.
Le perdí el miedo a los vampiros, pero lo sustituí casi de inmediato por el miedo a los tipos que buscaban tocarme en el camión.
Mis padres no depusieron la violencia ni se volvieron más comprensivos: al contrario. Yo me rebelé con más brío, ya no sólo por instinto, sino por convicción. Mi temperamento, además, me dispuso para enamorarme como la pobre de Madame Bonacieux: mi pertenencia a la parte lírica del mundo se acentuó. Lo único épico de mis días era la forma feroz en la que defendía mis endebles posturas.
El mundo se convirtió en escenario y dejó de ser el protagonista: los novios y las amigas fueron los actores de mi tempestuosa adolescencia. No sé ni cómo llegué a adulta.
Algo había aprendido en la niñez, sin embargo. Existían estos interlocutores silenciosos y al mismo tiempo elocuentes: los libros. A pesar de que leía con menos concentración, no los abandoné.
Torpe, enfermiza y desgarbada, leía y, gracias a ellos, a pesar de mi tristeza, que se fue acentuando con los años, el lenguaje me permitió imaginar, evocar, tender puentes y expresar amor, el amor adolescente con su aire inaugural, con su intensidad de rito iniciático. Escribí poemas malísimos y cartas melosas, embobada por la belleza ajena.
Pero no todo fue fragilidad: el lenguaje me ayudó a transformar mi melancolía en chiste y anécdota. Los libros me acompañaron en esos años peligrosos y arduos, como me acompañan ahora.
Como, ojalá, lector, te acompañen a ti.
Nació en la Ciudad de México el 5 de noviembre de 1960. Es una de las narradoras mexicanas contemporáneas más reconocidas, con especial enfoque en la literatura infantil y juvenil. Estudió Historia en la FFyL de la UNAM. Ha sido conductora del programa “Desde acá los chilangos” de Radio Educación; articulista de Etcétera, Laberinto Urbano, Granta, Cuadernos Hispanoamericanos, Origina y La Jornada Semanal (en la que, desde el año 2000, mantiene la columna titulada “Las rayas de la cebra”). Profesora de Literatura para niños en la SOGEM. Su novela Auliya fue seleccionada entre Los mejores libros para niños y jóvenes de 2005 por el Banco del Libro de Venezuela y ha sido traducida al alemán (finalista del Concurso Bianual de Literatura Fantástica en la ciudad de Hamelin) y al portugués y El fuego verde al alemán. Becaria del FONCA en 1993. Premio Nacional Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada 1990 por Historia y aventuras de Taté el mago y Clarisel la cuentera. Miembro del SNCA desde 2001. Premio de Literatura Juvenil Gran Angular en 2013, otorgado por Ediciones SM, por su novela Loba. Además ha publicado Rosendo (1990), El guardián de los gatos (1993), Mi monstruo Mandarino (2002), El ángel de Nicolás (2003), Luciana, la pejesapo (2016), Los niños voladores (2008), Rani, Timbo y la hija de Tláloc (2017), El Rey de Jerusalén (2019) y otros tantos libros infantiles.
Más entradas de expertos invitados:
Entrada No. 199
Autora: Verónica Murguía. Nota introductoria: Adolfo Córdova.
Fotografía de portada cortesía de Verónica Murguía.
Fecha original de publicación: 3 de junio de 2020.
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