¿Todos somos…? 20 historias de migración: Antes, durante y después
Para llamar la atención de los medios de comunicación y los gobiernos y para sensibilizar a la sociedad en general de lo que viven millones de personas que migran en […]
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
Para llamar la atención de los medios de comunicación y los gobiernos y para sensibilizar a la sociedad en general de lo que viven millones de personas que migran en […]
Entre los recursos en este micrositio también se insiste en que la migración es inherente a nuestra especie. En esa línea y más allá de las buenas intenciones y otras tantas limitaciones y contradicciones de la ONU, escuchamos o leemos con frecuencia que «Todos somos migrantes». Se repite tanto, sin embargo, que de pronto más que promover una narrativa solidaria, me parece se trivializa el desafío real que enfrentan miles de personas que migran o buscan refugio para sobrevivir.
Circula incluso un #TodosSomosMigrantes en redes sociales donde uno igual encuentra fotografías de menores tras las jaulas de Trump, albergues con grandes ollas de comida, denuncias de abusos y noticias sobre asilos concedidos… que selfis de mariachis jugando en la nieve, intercambios escolares, parejas haciendo un roadtrip romántico y vacaciones en tiendas de campaña de lujo.
¿Todos somos migrantes? Migrar está en nuestros genes, sí, y recordamos que «todos somos migrantes» para acercarnos, abrir fronteras, intentar generar empatía, pero no es lo mismo subirse a un avión contratado por una empresa extranjera que arriesgar la vida pagando a un coyote para que «te cruce».
«La gente, desde el principio de los tiempos, va y viene», escribe Ana Romero en Puerto Libre, así lo documentan libros como Migrantes de Alejandro Reig y Roger Norum o ¿A dónde van? de Gabriela Peyron y Maguma, ambos desde una perspectiva informativa, o El viaje del calígrafo de Arianna Squilloni y Samuel Castaño, en tono de fábula. Pero partir sin la certeza de llegar, como los hermanos de La Línea de Ann Jaramillo o los hermanos de Cuando llegues al otro lado de Mariana Osorio Gumá, es muy distinto que partir para pasar unas vacaciones lejos de casa como la niña de Le comieron la lengua los ratones de Silvia Molina y Cecilia Varela o la adolescente de La línea de la carretera de Mónica Lavín. Todos enfrentan desafíos, que viven intensamente, pero resulta imprescindible matizar.
Por eso aprecié que en el pasado foro «LEEMigramos, Historias que cruzan» cuando Evelyn Arizpe, especialista mexicana radicada en Escocia, se presentó y contó su ascendencia multiétnica enseguida precisó: «Pero soy una migrante privilegiada. Soy una migrante que no fui forzada a salir de México, sino que tuve la oportunidad de [irme a] estudiar (…), no tuve problema con quedarme, no tuve problema con el idioma, con encontrar trabajo… entonces, para mí es muy importante, tender estos puentes desde mi posición, desde esta situación que tengo de privilegio (…) lograr que la situación migrante de otros sea un poquito mejor».
Por allí siguió María Esther Pérez Feria, en esa misma mesa con Arizpe, titulada: Arte y cultura en los espacios en crisis: «La migración forzada es un fenómeno que tiene causas estructurales, la gente no viaja por gusto, no es un viaje de placer, hay un sistema capitalista, neoliberal, patriarcal, colonialista, extractivista que produce en los países, que no son los países desarrollados, miseria, explotación, violencia, y estos son los componentes que están en el contexto de vida de las personas, de las familias, de los niños que se aventuran a hacer una travesía… los gobiernos locales arrojan a estas familias de sus tierras, no están haciendo suficiente para evitar que ellos se desplacen en condiciones de alto riesgo…».
En la entrada Escuchar la historia, borrar la línea, pasar la página + Foro Leemigramos mencionaba este foro y la situación aún más precaria e incierta que enfrentan las personas migrantes en estos tiempos de pandemia y la necesidad de abrir nuestra escucha.
La selección de títulos en esta entrada propone diversidad de caminos para hacerlo y complejizar el «Todos somos migrantes». Mostrar los distintos momentos del viaje, las perspectivas de las personas que se quedan, las que se van y vuelven, las que no regresan, las que reciben, las que nacen en el nuevo sitio y se preguntan por sus raíces… para hacer más consciente esa afirmación, volverla pregunta: «¿Todos somos migrantes?», ¿sí?, pero ¿de qué formas? ¿cuáles son los puntos en común y las diferencias?, ¿cómo reconciliarlas sin minimizar, excluir, estigmatizar, ignorar…?
Quise organizar temporalmente la partida: Antes de irse, durante el viaje y después, cuando se llega. Ahora que escribo «partida» recuerdo un comentario de un lector muy querido del blog, «Pedro R.», que me envió estas palabras a propósito de la entrada anterior de migración: «Cuando uno migra, literal, se le parte en dos el alma. Una mitad se queda en la tierra en la que se creció y otra se va contigo a andar, a buscar nuevos horizontes llena de esperanza. Entonces, para mí, es mejor usar partir que migrar, ya que ilustra claramente lo que uno siente cuando se deja la casa. Cuando se parte de algún sitio, uno lleva partida la vida, la fe, la confianza».
Es un día raro, raro y triste. Un niño no encuentra su sonrisa. Tampoco han florecido los girasoles en el vestido de su mamá. Se mueve entre cajas cerradas, luego cuenta cada uno de sus pasos en la calle, pero pronto entiende que debe correr, despedirse de alguien. Más tarde, arriba del autobús, quizá pueda imaginar que mañana dejará atrás esos días raros, en un nuevo sitio.
El texto avanza por un camino hecho de palabras como sombras, en el que abundan las ausencias, y se cruza con el camino de las ilustraciones como cuerpos, en el que toman peso las presencias. Pero también intercambian caminos y las palabras nombran cuerpos de dragones o truenos de los que apenas vemos dibujada una sombra. Y así, entrecruzando brechas, hacen avanzar silenciosamente al niño en un día fragmentado y opaco, seguido de un azul ambiguo, que igual es manta, la vida derramada que se queda o charco de lágrimas, que luz de mejores cielos o follajes protectores.
Una historia contada con economía en ambos lenguajes, centrada en un breve momento, el «antes de», tan solo esa mañana antes de irse, para reflejar la tristeza e incertidumbre del que se va, pero también la esperanza posible. Ganador del Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento en 2014. Muchos relatos se concentran en un largo «antes» de una resolución final que consiste en un viaje. Viajar es la salida, el cierre, la liberación de algo que aprisiona.
Habrán recibido una llamada, conversado el plan, empacado unas cosas, arrancado el auto y salido a la carretera. Pero no leemos nada de eso, al principio de esta historia, ellas ya están viajando, solas. Eva y su mamá, Minerva. Van a ver a la bisabuela que está enferma. Pronto, como sugiere el título y primera línea del texto, sumarán pasajeros. Una gallina que sale volando de un camión y aterriza en el cofre de su auto y luego, una niña, Nicte, a quien conocen en una gasolinera y más tarde reencuentran caminando por la carretera. Eva y Minerva piensan que es una niña migrante, pues han visto antes una caravana, pero ella les dice que solo va a casa de su abuelo que vive «por allá». Eva propone que le den un aventón pues parece que comparten la dirección de ese «por allá». Minerva duda un poco, pero acepta… y no le queda de otra que aceptar también a un perro blanco, que, justo antes de arrancar, salta dentro del auto. «Él viene conmigo», dice Nicte.
Y así, entre ladridos, aullidos y cacareos, Minerva conduce y mira por el retrovisor deseando que no haya sido una mala idea.
«Me alegra que viajemos juntas un rato, podemos ser como una familia mientras tanto», le dice a Nicte, Eva, tan feliz con el giro que ha tomado la narración. Y juntas se toparán con retenes, tomarán caminos de terracería, se detendrán ante fallas mecánicas y el paso de La Bestia y se cruzarán con más personas migrando.
Con su voz segura, Nicte revelará algo sobre su destino al final, luego de que hayan compartido penas y momentos felices, como una familia.
Jairo Buitrago da continuidad a una de sus preocupaciones como autor. Ya nos ha contado en primera persona, junto con Rafael Yockteng, cómo es llegar a un lugar desconocido en Eloísa y los bichos (El Jinete Azul, 2012) o en Al otro lado del jardín (Planeta, 2017). Ahora cuenta una historia que podemos imaginar paralela a la de Dos conejos blancos (Ediciones Castillo, 2015), la de esa niña en los hombros de su padre cruzando por ríos y pueblos, arriba de balsas, camionetas y de La Bestia. En un momento, Eva mira al borde de la carretera a muchas personas caminando: «familias, hombres solos, mujeres, un señor con una niña sobre los hombros». Ese señor le llama especialmente la atención, «se ve muy cansado», dice. Y así lo veremos en Dos conejos blancos. Pero Buitrago da un paso adelante en su propio viaje acercando estos temas a un niño o niña lector. Aquí no sólo les muestra la realidad posible de una niña que migra, los hace vivir, a través de Eva, la posibilidad de encontrarse con esa niña, compartir el asiento trasero, llamarla amiga y aprender de ella el nombre de alguna estrella.
El texto de este libro ganó la primera edición del Premio Hispanoamericano Castillo de Literatura Infantil y Juvenil, en la categoría infantil. Fui parte del jurado que la declaró ganadora con este argumento: «Con una potente voz literaria que conmoverá al lector sin importar su edad, esta historia narra el entrañable encuentro entre dos niñas en viajes y realidades muy distintas. Rica en diálogos, ágil y sutil en sus descripciones, con sentido del humor y muy cinematográfica, creemos que esta obra extiende nuestra idea de libros para la infancia y detonará múltiples conversaciones sobre el complejo fenómeno social de la migración». Las ilustraciones a doble página de Karina Cocq acompañan de manera sutil el viaje, lo enmarcan, le dan horizonte, y vuelven la página, cálida carretera.
Aunque algo se dice del punto de partida y llegada, el libro, como lo anuncia el título, enfatiza el viaje: «Algunos se van y después vuelven; lo hacen solos o en grupos. Volando, caminando o nadando atraviesan selvas, valles, océanos y hasta países enteros. Su travesía puede tomarles semanas o meses (…). Unos van es busca de comida, otros huyendo del frío, y otros más buscan lugares donde tener a sus crías. Se dice que migran».
¿Quiénes se van y a dónde? Alas color naranja y rayas negras, volando de Norte a Sur. La marea retrocede, una ola se eleva y surge una tortuga que ha llegado a la playa buscando un sitio seguro para enterrar sus huevos. Son muy pequeños pero muy valientes, vuelan sobre el mar buscando un poco de calor y un sorbo de néctar. Dejan su madriguera y el mundo conocido selva adentro, para caminar de lado por la arena…
Microensayos como adivinanzas que nos hacen entender nuestra naturaleza migratoria… pero también cuando es problemática: una doble página final muestra a un grupo de personas subiendo a un bote llamado «Esperanza». Acierto editorial que, al acercar la complejidad de este fenómeno a primeros lectores, lleva más lejos la colección Ojitos Pajaritos, a la que pertenece el libro, y las ideas de «temas aptos» para los más pequeños.
Dos hermanos que no esperan y esperan a su Godot, su padre, van en su búsqueda, pero, antes, intentan acomodarse a una nueva vida sin él, primero en casa de su abuela, luego en casa de un tío… No hay manera… ni esperanza de que el padre vuelva, así que se van. Sólo tienen de él una pista: una carta dirigida a la abuela donde menciona que está en Atlanta… nada más, no escribe la dirección.
«¿Dónde está Atlanta?», pregunta el menor de los hermanos, y se le ocurre que ese lugar perdido bien podría ser la Atlántida. «¿Dónde dices? (…) La Atlántida es un lugar que nunca existió…», afirma el hermano mayor. «Claro que existe. Inventaron que se había hundido para que no se llenara de gente», insiste el menor. «La Atlántida es como Nunca Jamás. Un lugar de fantasía. Mejor vete a casa de la abuela con tus fantasías», intenta terminar el mayor, que constantemente regaña al chico, asumiendo una adultez precoz.
Pero más que el viaje al otro lado, a esa Atlántida imposible, esta obra verbaliza un limbo, ese en el que se quedan los hijos cuando los padres migran. Huérfanos de madre, luego sin abuela y con un padre que no da señales, igualito que los hermanos de Cuando llegues al otro lado lado de Mariana Osorio Gumá, que reseñé en la entrada pasada, igual que tantos niños y niñas que migran, solamente se tienen a ellos y habitan un diálogo que refleja esa soledad.
Toda la obra está sostenida impecablemente en ese diálogo. Tan preciso, verosímil y depurado que no hay una sola acotación en toda la obra, ni se menciona dónde ocurre cada escena ni se explican las transiciones, Malpica confía en sus personajes y en sus lectores o espectadores. Mudanzas, preocupaciones, gustos, rodeados de muchos otros personajes que aparecen en nuestra imaginación sólo porque son mencionados. Sólo hay un recurso de ritmo que usa el dramaturgo para denotar silencios: el guión con tres puntos suspensivos que cobrará especial importancia al final de la obra.
Papá está en la Atlántida obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda y se ha representado cientos de veces en diversas ciudades de Estados Unidos y México.
«La Atlántida» parece el destino de muchos menores que migran en busca de sus padres, un lugar más mítico que real. La obra tiene el aspecto de dos muchachos que intentan cruzar la frontera de México a Estados Unidos, pero en su interior, la trama esconde la antigua metáfora de la soledad y el deseo de que alguien nos quiera. Quizá por eso ha resonado en tantos espectadores y lectores. Confieso que me impactó más su lectura que un montaje que vi. Otro aspecto a subrayar: que la hayan publicado como libro cuando, lamentablemente, la dramaturgia publicada es un género en vías de extinción. Este año SM recién publicó una serie de piezas teatrales breves y entrañables de este autor: Los niños extraordinarios con ilustraciones de Luis San Vicente.
«No está marcado en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca» es el epígrafe, de Herman Melville, que abre este libro. Y con él se abre un mundo, otro, mitad sumergido, mitad apenas flotante y, en él, un adolescente que emprende un viaje en bote de vela. En su camino se cruzará con otros viajeros; embarcaciones más grandes lo ayudarán a sortear olas bravas, barcas más precarias le pedirán ayuda a él y, entre tanto, bajo el agua vemos los restos de una civilización sobrepasada por su generación de basura, en el que tiburones, calamares gigantes y pececillos esquivan bolsas de basura y tejados roto de antiguas casas. El viajero lleva un retoño de árbol en una maceta, su misión es llevarla a algún sitio donde pueda crecer. Fascinante distopía gráfica, de fondo ecologista, que ganó el Premio Nacional de Ilustración de Uruguay en 2014.
«¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Cuántos kilómetros habían nadado? Solo las truchas debían saberlo. La cosa es que Bicho estaba exhausto; el viaje en auto, y luego en lancha, no había sido ningún chiste, sin tener en cuenta el estrés nervioso que le había provocado toda esta aventura. Túneles, pasadizos, algas, burbujas, más algas, más burbujas, piedras…, oscuro, más oscuro…, frío, más frío…».
En repetidos ensayos y ponencias, Michèle Petit ha defendido el poder de la metáfora, su capacidad de desplazarnos a otro lugar, desviarnos, hacernos tomar distancia y transformar las experiencias dolorosas. Este libro es una metáfora perfecta. Narra con musicalidad y agilidad memorables, la vida tranquila en Agua Clara, una pecera en el cuarto de un niño, en la que Pez Pequeño, Pez Mediano y Pez Grande se la pasan «a veces solo nadando, a veces bailando danzas de exóticos lugares, a veces recitando versos de Neruda, Rubén Darío, Yolanda Bedregal u otros poetas y, a veces, solo meditando». Hasta que «un sábado por la tarde» cae en un chapuzón un ser al que bautizan como «Bicho».
Al principio, tienen miedo de sus patas torcidas, sus rizos y sus verdes ojos hinchados. Les ofende que no conozca las costumbres de Agua Clara y que confunda su alimento de algas comprimidas con estalactitas. A Bicho también le parecen muy extraños esos tres peces de aletas traslúcidas que practican yoga, nadan en fila, hablan cantando y ven películas de Almodóvar en la televisión del cuarto de enfrente. Pero lo que más lo desconcierta es haber ido a parar allí y no en el Lago Titicaca, su destino final. O que por lo menos fuera otro vehículo encaminado allá. «¿No te das cuenta de que estamos en una pecera?», le pregunta Pez Mediano. «¡No me digas! Y yo que juraba que ustedes eran mis compañeros de viaje hacia el lago, y que íbamos en esta pequeña, incómoda, pero maravillosa navecita…», dice Bicho.
Pronto, unos y otro se darán cuenta que tienen en común su gusto por la poesía y se harán muy buenos amigos. Así se enterarán que Bicho viene de un lugar muy muy muy lejano buscando a sus parientes más cercanos: las ranas gigantes del Lago Titicaca. Aunque ya es casi una nueva familia la que ha formado con esos tres peces y les cueste despedirse, lo ayudarán a continuar su viaje y llegar al lago.
Un metáfora sobre la transformación que atraviesa el local cuando conoce la historia del que llega y se convierte en anfitrión que ayuda. La pecera puede ser un país, una ciudad, pero es también una metáfora perfecta de una «casa del migrante», albergue o campo de refugiados, un sitio de tránsito en donde se recibe ayuda, asesoría y, en el mejor de los casos, incluso se acompaña al viajante hasta un destino seguro.
«En un tiempo en que no existían senderos que cruzaran los valles y las montañas, en que cada aldea era una isla y cada comunidad se creía única; en ese tiempo, el calígrafo era tan solo un calígrafo y vivía en una cabaña en medio de un jardín».
Así empieza este álbum que retoma ese antiguo motivo oriental del pintor (en este caso calígrafo) valorado por su capacidad de reproducir la realidad en un lienzo, como el Solgo de María Teresa Andruetto o el Wang-Fô de Marguerite Yourcenar. Sólo que este personaje toma un rumbo más creacionista o mítico. Al empezar a soñar con «ver nuevos árboles, cruzar ríos inexplorados», terminará yéndose y recorriendo «todos los recovecos de la tierra». Gracias a esto, las personas descubrirán que no están solas y empezarán a trasladarse «de un pueblo a otro, de una orilla a otra». «El calígrafo trazó los caminos del mundo», su cuerpo «fue el pincel que dibujó sobre la tierra las palabras que lo acompañaban en su viaje».
«El cantor va por todo el mundo / sonriente o meditabundo. // El cantor va sobre la tierra / en blanca paz o en roja guerra», escribió Rubén Darío en «El canto errante» que también dialoga con este calígrafo. Squilloni, como Darío, es consciente de que todas estas palabras pueden ser felices pero también tristes, que hablan «de la alegría del reencuentro y de la sorpresa de los encuentros fortuitos; de la pena por el hogar abandonado y del miedo». ¿Cuál miedo? «Miedo de estar solo, de no llegar, miedo a no ser acogido o a llegar tarde». «Pero también de la esperanza de hallar un lugar donde quedarte, de la emoción de un nuevo inicio». El texto, una crónica del viaje primigenio, es poético y filosófico, y quiere capturar, en complicidad con el trazo de Samuel Castaño, la esencia nómada de nuestra especie. Lo logra.
Siempre recuerdo a una maestra de clown argentina que insistía en que sólo con humor había podido sobrellevar el dolor causado por un terrible accidente en el que perdió a varios amigos de su compañía teatral. «El humor es la herramienta más importante para crecer», dice la autora nicaragüense María López Vigil, ganadora del Premio Cervantes Chico Iberoamericano 2019.
«Mi mamá me pidió que le diera clases aceleradas de inglés y aprendió a decir dólar«, escribe Ana Romero en esta divertida y ligera novela que cuenta cosas muy serias y pesadas. Romero, otra defensora del humor como vía para atravesar las mejores y peores rutas, da voz a una mujer que recuerda y nos cuenta la experiencia que vivió cuando tenía ocho años. Primero el año de «los que se quedan», el que pasó con su hermana, su madre y su abuela sin él, su padre, y todos esos dolores, enredos y preguntas por el ausente; luego el reencuentro, el viaje de las cuatro en avión, afortunado, aunque no sin sustos e interrogatorios, hasta el «¿No tienen sed? Pensé que iban a llegar con sed y les compré unas Fantas», del papá en el aeropuerto. Y entonces no «un nuevo comienzo»: «Fue un quitar la pausa a la conversación que habíamos dejado pendiente en alguna de esas otras posibilidades que se clausuraron cuando él se fue y que aquel día, como por arte de magia, volvieron a abrirse». Al final el triste regreso de las cuatro a México pero pronto, por tierra y cargado de regalos, la sorpresa del regreso del padre.
Y entre tantas idas y venidas, otras más: microficciones que cuentan diferentes migraciones, la mayoría de ellas muy tristes. «Buenas, malas o regulares. Cortadas de cuajo, florecientes o ya sin hojas. Si uno se pone a seguir el hilo de las madejas que los inmigrantes dejan a su paso se podrían formar bosques enteros con árboles llenos de tupidas ramas». La autora, en tono ensayístico, muy presente en el libro, ha contado antes que su historia es solo una rama en el gran árbol de las migraciones. Sabe eso y valora su suerte: que esa rama-migración la hace ser quien es.
9. La línea
Ann Jaramilo. Ediciones Castillo, 2018. México.
El día que Miguel cumple 15 años su abuela le deja bajo la almohada una carta de su padre, quien ha migrado a Estados Unidos, en la que le dice: “Han pasado seis años, once meses y doce días desde que me vine al norte a cruzar la línea. Es momento de que vengas. Ve a ver a Don Clemente. Él te ayudará”. Estas palabras son música para los oídos de Miguel que no desea nada más en el mundo que reunirse con sus padres en Estados Unidos. También para su hermana Elena. Ambos dejarán su pueblo, San Jacinto, pero, como anticipamos, el camino no será nada fácil. Deberán enfrentar a La Bestia, las pandillas, el hambre y una dura caminata por el desierto.
Al final del libro, en una nota, la escritora estadounidense Ann Jaramillo, casada con un mexicano, cuenta brevemente por qué escribió la novela: “Muchos de mis alumnos han sido y siguen siendo inmigrantes recién llegados, de doce, trece y catorce años. Entran a mi salón sin hablar ni una palabra de inglés, algunos tras haber sobrevivido un viaje que sería intimidante hasta para el individuo más recio. De ellos he aprendido el significado del optimismo, el valor y la determinación. Esta es su historia. La escribí para ellos”.
Las palabras de Jaramillo no sólo son prueba de una escucha muy atenta, de una sensibilidad que comparten muchos maestros, mediadores y bibliotecarios, también nos recuerda que las personas que migran son mucho más que dolor y despojo. Al devolverles su humanidad les devuelve su complejidad como individuos y sus muchos recursos y cualidades. Miguel y Elena consiguen reunirse con sus padres en California, pero uno de ellos no se hallará y luego de un tiempo volverá al pueblo. Y es que siempre se extraña algo, dice el narrador, «no hay pertenencia sin añoranza». Siempre hay una nueva línea que cruzar.
¿Cómo se atraviesa la frontera entre una etapa de la vida y otra? ¿Cómo se emprende ese paso al otro lado del que seremos?
Ana quiere crecer y averiguarlo. Es 1968, vive en la Ciudad de México, tiene novio y una nueva amiga en Estados Unidos con quien se comunica por carta y quien la ha invitado a pasar dos meses en su rancho en Oregon. Ana no está segura de irse, duda mucho, pero el misterio y la libertad insisten, y se va. Allá todo es muy tranquilo… igual ella no deja de adaptarse, de probar cosas distintas y de conocer gente… entre ellos a un chico que la hará sentir emociones nuevas, nuevas preguntas. Y en contraste, le llegan noticias de una convulsión muy distinta, el retrato herido y dividido de un país entre la masacre del 68 y los Juegos Olímpicos. Una prosa cercana y entrañable que hará atravesar la frontera del que escribe, al que lee, y no dudo que allí pasé una larga temporada.
Vinieron a buscarla un sábado mientras patinaba en el patio de su casa. Su papá no sabía muy bien qué hacer con ella, Mari, la menor de sus hijos, durante las vacaciones. Así que le había pedido a su hermano Juan que se la llevara a Tepexpan donde Mari dice: «descubrí dos mundos / distintos y bien diferenciados: / un pueblo / y una hacienda; / y dentro de la hacienda / encontré dos mundos / distintos y bien diferenciados: / un hospital, / que era un misterio, / y las habitaciones / de varias familias, / entre ellas, la mía». Esa será su realidad por un tiempo en que la tía Sara le devolverá un poco de la dulzura y la calidez que perdió cuando murió su madre; sus primos Paty y Juan, no juzgarán que ella casi no hable, mucho menos los perros Señor Pacheco y Señora Pacheco ni sus crías, For y Canto. Y así, de a poco, entre juegos y encuentros, en el casco de la hacienda, el hospital, el pueblo, el campo, contados en versos y en primera persona, Mari recuperará sus ganas de decir. Aunque este libro cuente unas vacaciones largas, refleja muchos de los cambios que supone una mudanza.
«Se iban para no volver. La tristeza contrastaba con la esperanza. Sin esperanza nada tenía sentido. Al otro lado del mundo estaba el gran sueño. Una vida mejor. ¿Para todos?». El gran sueño es el gran sueño americano. Ese que inició con los colonos británicos a los que se les vendían grandes extensiones de tierra en Estados Unidos a precios ridículos.
El drama de ir de una vida precaria (en Barcelona) a otra que se espera mejor (en Nueva York), pero que, en la época en la que transcurre esta novela, resulta peor. «Hambre y miseria frente a esperanzas y sueños», dice uno de los personajes. El barco Odisea zarpa del puerto de Barcelona en la primavera de 1881. En él, un pequeño mundo flotante al que entramos sintiendo frío y como polizones, con Alberto; luego mirando con los ojos bien abiertos de Leonor y los ojos llenos de lágrimas de Mercedes, hermanas que dejan atrás su hogar y padecerán las terribles condiciones en las que viaja la tercera clase; también intentaremos escuchar un nombre al que aferrarnos, como Gerardo, que ya ha visto a Leonor y prefiere ignorar a su padre, pues está huyendo de la justicia; y más tarde conoceremos a Narciso que migra para cumplir con un matrimonio arreglado. Las vidas de todos se cruzarán dentro y fuera del barco, cuando lleguen a su destino. Aunque al principio me hicieron ruido las descripciones estereotípicas de los personajes, la novela consigue desarrollar ampliamente lo que otras apenas sugieren, la vida durante y después del viaje, creando un retrato de época verosímil que resuena hoy.
«Miles de emigrantes siguen desplazándose cada año por el mundo, huyendo, sobre todo de guerras, pero también de hambrunas o persecuciones políticas. Nadie se acuerda de los que mueren, y, a veces, ni de los que viven», escribe Jordi Sierra i Fabra en una nota de créditos y agradecimientos.
Con Elisa, la rosa inesperada me pasó lo que hacía mucho no me pasaba con una novela, no la solté hasta terminarla. En un solo aliento, doscientas veintipico de páginas abstraído del mundo, absorto en la prosa, en la historia. Dos voces: una que narra la vida de cumbia, escasez y «ojos llenos de tierra» de Elisa, de su abuela, Rufina, de su protectora, Beatriz, y de sus viajes en busca de sí misma, a un lugar mejor, de Santa Fe a San Salvador de Jujuy, de San Salvador al Pucará de Tilcara, en Argentina, confiando y desconfiando, con voluntad inquebrantable y algo de suerte; y otra voz, la cantada y breve de Abel Moreno que salvará a Elisa de un destino terrible.
«El viajero traza su recorrido pero eso es nada. Los caminos no responden a una sola voluntad. Igual que una serpiente entre muchas, cada camino se retuerce, se aparta, se apura, según hagan otros (…). Milímetros hacia el lado del exceso, un poco al oeste, un poco a la izquierda, un zigzagueo impensado, empinándose hacia valles altos; de un modo o de otro el viaje se torcía».
Llega hondo Liliana Bodoc, quizá porque ella misma viajó para escribir esta novela, fue por donde luego mandaría a Elisa para saber bien cómo cuidarla. A partir de esta experiencia hizo una bitácora fascinante, otro libro en sí mismo, que se puede leer aquí: www.elviajedelilianabodoc.com.ar. Allí dice: «Viajar es uno de los anhelos más universales. Viajar es la meta de muchos, el sueño de muchos, viajar es, según la gran escritora Marguerite Yourcenar, el único modo de conocer la celda en la que vivimos”.
«El tren se ha detenido en un tiempo dormido / y quieto, es el tiempo de la memoria, / de la espera».
Y en ese tiempo transcurre este poema (en un lugar que bien podríamos llamar Pitchipoï o La Atlántida). La narración no es lineal, está suspendida entre voces de hijos, hijas, padres, madres, abuelos, que van, vuelven, añoran, recuerdan. Refleja bien el tiempo de la persona migrando, difícil de explicar, ¿es antes, durante o después? A veces, «antes»: una voz prepara al hijo que se va: «En hoja de plátano envuelve tus pies, / para que regreses pronto, / mi niño, dice mi madre»; otras, «durante»: «¿A dónde vamos papá? / el silencio y la lluvia nos atraviesan»; pero quizá el más envolvente sea el «después»: «Dice mamá que pronto volveremos / a esta tierra donde mi ombligo fue enterrado, / donde canta la chicharra de mañana / y las flores nunca mueren». Ese futuro que se añora después de la llegada, el cíclico «volver», volver a casa.
Álbum bilingüe que reconoce la indeterminación, la oscilación en los recuerdos de una experiencia de migración, a veces evocada como si se hubiera atravesado en duermevela. Un álbum que da cuerpo a ese «tiempo dormido» y nos abraza.
Muy distinta esta llegada desde Asia a la que cuenta Cajas chinas de Bel Yin, aquí no hay miedo ni prejuicios ni rechazo, todo lo contrario. Una niña se hace amiga de su nueva vecina que viene «de un país que queda lejos» y que tiene un perro llamado Haiku. Pasan los días de la semana peinando «muñecas de ojos alargados», cortando «la lluvia en flecos / con el filo de la mano», fabricando «farolitos de papel / y de bichitos de luz», cantando canciones de aquí y de allá con las que crean collares entrelazados, y, aunque las referencias a Japón son claras, la nueva vecina también le muestra sus cajas chinas: «Ella sacó a la vereda / una caja con dibujos de dragones / Adentro había otra caja, / y adentro otra y otra caja. / Y al final una cajita llena de nada».
Pero un día, su amiga recibe una carta. Su familia y ella deben ir «de vuelta al país que queda lejos». Sólo dejará la sombra de Haiku, que la niña alimenta con granos de arroz y, en la ilustración, una carta dibujada, que nos dice que la amistad continúa a pesar de la distancia. Precioso y multipremiado álbum, escrito y dibujado con delicadeza de pincel, que habla de los que llegan y luego se van, de los que estaban antes y se quedan después de esa partida, cambiados para siempre.
¿Y del lado de allá? ¿Del otro lado del mar? ¿Qué hay? ¿De dónde vino mi gente?, se pregunta Bino. Él vive en Brasil pero quiere saber cuánto se hunde su raíz africana y si es verdad que ellos antes eran reyes en Guinea, Angola, el Congo, Mozambique, Luanda…
Este relato señala un camino anterior al que cuenta, «el del comienzo de todo, de la gente que llegó antes, de la historia sin cautiverio», que es también «el camino del después» de los que lucharon por ser libres y se encontraron con otros que también eran oprimidos.
Bino sabe que África es solo una punta de su identidad, de su estrella, otra va cerro adentro, con los pobladores originarios, como María, la chica que le gusta, «con su perfume de selva». Él es «una estrella con tantas puntas dentro del pecho, titilando e iluminando (…), brillos que se volvían luz de cristal, rosa de los vientos que mostraba caminos, tantos caminos».
«Paulina dormía a sobresaltos, pues siempre en sus sueños aparecía la escena en la que su padre era llevado por aquellos hombres, oía el ladrido de los perros, los gritos y las súplicas de su madre y sus propios gritos que la despertaban al fin».
Paulina y su mamá tuvieron que irse… «huir de los hombres que primero amenazaron las cosechas de su pueblo y luego irrumpieron en la paz de su hogar para llevarse a su papá». El pueblo no era seguro… pero la ciudad para Paulina no es mucho mejor. Hay tanto ruido, extraña los cerros, y en su nueva escuela sus compañeros la molestan. Extraña su casa, se pregunta por su padre… ¿Cómo encontrar la manera de aceptar, sanar y seguir?
«Estos son los barcos que llegaron a Australia desde Inglaterra hace tiempo [¡después de diez meses de travesía!]. Hubo quienes llegaron para empezar una nueva vida; otros vinieron porque los obligaron». Esos eran convictos, y entre ellos había niños que iban a «pagar» sus delitos, como robar un poco de ropa, a otro continente. Leonard no ha cometido ninguna falta, viaja con unos parientes a Australia porque es un niño huérfano. Nomás pisar tierra firme, cuaderno de dibujo bajo el brazo, empieza a explorar esa tierra calurosa con animales que dan grandes saltos. Pronto conoce a Milba, una niña eora, quien se volverá su amiga. Ella le mostrará al ornitorrinco; él, al caballo; juntos presenciarán una carrera entre emúes y perros. Los asombros compartidos se terminan cuando la tribu de Milba decide irse. Leonard y Milba se despedirán en un lenguaje cómplice. Él se volverá maestro, crecerá y formará una familia en Australia; ella será una sabia importante para su gente. Ambos recordarán su breve encuentro y se preguntarán por el otro.
Este emotivo álbum, con ilustraciones deslumbrantes, celebra la mirada desprejuiciada de una niña y un niño que conviven y aprenden juntos más allá de sus identidades particulares. Sin embargo, me genera dudas éticas que no haya ninguna referencia crítica, siquiera un guiño, de la violenta colonización inglesa en Australia. Todo parece indicar que sucedió en total armonía, cuando, sabemos, pueblos originarios, como los eora, fueron prácticamente exterminados con la introducción de la viruela. Me asombró que el pueblo de Milba de repente «decida» que ha llegado «el momento de partir», nomás porque sí, cuando sabemos que estas tribus eran forzadas a desplazarse. Recomiendo extender la lectura del libro agregando contexto, sin encubrir románticamente los hechos y velar las consecuencias devastadoras que tuvo esta «historia». No es simplemente «una más» como las hay tantas, como quieren insistir sus autores con su idea de infancia acartonada.
«Me voy de aquí, de esta tierra, / a mi nativa morada; / ¡El pez no vive dichoso / fuera del mar!».
No le dice «Adiós» a su hogar, se despide del sitio al que llegó cuando dejó el hogar. Es el cuento en verso y rimado de los que regresan. Va feliz, encaminado al lugar que lo vio nacer y crecer, cerca del mar. «La panela de este pueblo / es exacta a la de allá: / mas la melcocha de aquella / la airea el mar».
El deseo de volver se materializa en este bello álbum que rescata un poema publicado en 1877 en Cantos populares de mi tierra, del poeta colombiano Candelario Obeso. Lo escribió en una variación del castellano, una lengua dialectal de su pueblo: «Siempre er sitio onde se nace / Tiene ciecta noverá;… / Yo no jallo la alegría / Lejo ér má». La versión original, incluida al final del libro, nos hace seguir buceando, como las ilustraciones de Juan Camilo Mayorga, hasta el fondo, al corazón de la cuestión, el lenguaje, pues nos recuerda que uno es también de esa lengua particular que escuchamos por primera vez en casa.
Entrada No. 209
Autor: Adolfo Córdova
Ilustración de portada: Karina Cocq para Al principio viajábamos solas (Castillo, 2019).
Fecha original de publicación: 8 de diciembre de 2020.
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