En este momento va por sus hijos a la escuela, cuando vuelva seguirá trabajando en el guión de una película, más tarde llamará al impresor de su propia editorial y tarde, en la noche, cerrará la maleta para viajar a la Feria del Libro de Buenos Aires, donde tiene un encuentro con lectores de su éxito de ventas, Lo que aprendí acerca de novias y fútbol. Entre tanto, este Premio Nacional de Literatura de Uruguay, con más de 20 libros publicados, se dio un tiempo para compartirnos cómo funciona un lavarropas o ese fantástico juego de ser escritor.

Para conocer más lo que nos inquieta o fascina, para dejar constancia sobre la propia historia, para vincularnos con el otro, para exorcizar los miedos, para jugar a reinventarnos, para construir símbolos… escribimos para todo eso y más, para creer, dice Federico Ivanier porque «todo el tiempo estamos expuestos a historias (y dispuestos a ellas)».

En este texto, parte de la serie de entradas ¡Quiero escribir!, el escritor uruguayo comparte su experiencia como profesor, escritor y jugador profesional de ficciones. Un testimonio inspirador sobre nuestra debilidad innata por contar y que nos cuenten que puede dar pie a repensar cómo acercamos las historias en el aula o la biblioteca y cómo escribimos las propias. Muchísimas gracias a Fede por compartirlo. Esperamos que lo disfruten y que ustedes también transformen una simple instrucción sobre lavarropas en una terrorífica historia de máquinas asesinas, hámsters perdidos o un sótano que se hace mar.

Ilustración de Igor Oleynikov.

Sobre escrituras y lavarropas

por Federico Ivanier*

 

Entre lavarropas y anécdotas

Hace algunos años, cuando daba clases de inglés como segunda lengua a alumnos de sexto año de primaria, me encontré frente a una lección complicada de dar: un texto de cómo funcionaban los lavarropas. Era un colegio bilingüe y en ese momento utilizábamos materiales no diseñados para el aprendizaje del inglés como segunda lengua sino como lengua materna, y el libro del curso desplegaba una doble página explorando el fascinante mundo del lavado de ropa realizado a máquina.

Mis alumnos rondaban los once, doce años. Era primavera. Sus hormonas ya comenzaban a alterarlos. Decidí arrancar preguntándoles qué sabían de lavarropas. Quizá ellos tuvieran algún conocimiento sobre cómo funcionaban, pensé, y podríamos empezar desde ahí, pero era apenas un tanteo. No esperaba que algo funcionara bien en esa clase y fui preparado para cualquier cosa. La clave de mi plan era que me preguntaran por qué teníamos que leer algo tan aburrido, así iba a poder decirles que aprender era aburrido y que a mí me encantaba aburrirlos. Más de una vez les había dicho que me había hecho profesor para hacer sufrir a personas de menor edad que yo, lo que los escandalizaba y les generaba la reacción opuesta: se disponían a no sufrir en clase. Hacer de profesor malvado siempre les caía bien, les hacía pensar que estábamos en Hogwarts, o algo así.

Finalmente, la clase salió genial. Mis alumnos se engancharon como nunca, todos se peleaban por aportar, se reían, escuchaban con atención, deseaban compartir. No se debió a un súbito e inexplicable amor por el diseño industrial o la ingeniería. Nada más, a partir de ver qué sabían acerca del funcionamiento de los lavarropas, fueron surgiendo anécdotas vinculadas a los lavarropas. Esto puede sonar raro, pero no lo fue. Simplemente, con naturalidad, mis alumnos comenzaron a contarse cosas que les habían pasado con lavarropas (por más inesperado que sonara) y como lo hacían en inglés, motivados y divertidos, como todos se escuchaban entre sí, acepté el giro de la trama: ok, no tanto cómo funciona un lavarropas, sino qué cosas nos han pasado con lavarropas.

Como luego les pedí que escribieran estas anécdotas, tengo algunas guardadas y acá comparto tres (traducidas, claro – y con mínimas correcciones).

1.

Algunos años atrás, cuando era más joven, yo estaba solo en una habitación pequeña, en mi casa. Ahí, teníamos el lavarropas. Mientras estaba buscando un juguete, el lavarropas comenzó a temblar y se movía como que estuviera caminando. Me asusté extremadamente porque pensé que él iba a matarme, así que me fui a otro lado por cinco minutos.

Cuando mi madre me vio, me preguntó: “¿Qué estás haciendo?”

Así que le respondí todo lo que pensé que el lavarropas me iba a hacer. Entonces ella se rió por un largo rato. En ese momento me sentí equivocado porque mi madre se estaba riendo de lo que le había contado. Ella me explicó que los lavarropas no tienen vida, que ellos se sacuden muy fuerte y por eso se mueven.

2.

Un día estaba jugando con mi hámster y entonces él se escapó. No sabía dónde estaba. Entonces mi madre puso la ropa en el lavarropas. Cuando sacó la ropa, el hámster estaba ahí y murió. Su nombre era Flash, porque era muy rápido. Fue tan horrible que mi hermana lloró.

3.

Un día puse la ropa en el lavarropas y mi madre pensó que ya había terminado, así que abrió la puerta y el detergente y el agua salió y se inundó todo. ¡Fue un lío!

Las historias eran variadas: algunas, más complejas y detalladas; otras, más simples e ingenuas. No faltaban las falsas o exageradas, pero a mí me daba igual. Me daba igual si me mentían porque, como escritor de ficción, inevitablemente soy, como mínimo, un aficionado a la mentira.

Ilustración de Igor Oleynikov.

Entre verdades y mentiras

Para mis alumnos, esa clase fue más que lavarropas o inglés. Para mí, también. Creo que varias cosas acontecieron simultáneamente para que eso sucediera. Primero, mis alumnos dejaron de ser estudiantes para, por un rato, convertirse en una tribu en torno a una fogata. Todos tenían algo para aportar al imaginario de los lavarropas. Todos disfrutaban de las historias de los demás, incluso si sospechaban que no eran ciertas. Todos le daban la bienvenida a lo verdadero y a lo falso ya que eso, en esa diminuta escala, contribuía a la creación de algo que los excedía y, a la vez, los unía.

Además, al abrirse a contar y a escuchar, mis alumnos también se vinculaban. Lo hacían con experiencias propias e inventadas, pero no respecto de los lavarropas (o no solamente) sino respecto de sus compañeros, de sus pares. La clave era lo que podía pasarnos simplemente con la presencia de una de estas máquinas. De ese modo, con esa excusa, conocían aspectos nuevos de la vida de sus compañeros. También recordaban cosas que se les habían borrado en la bruma del olvido. Y, en otros casos, hasta inventaban y descubrían esa capacidad en ellos mismos o en otros.

Entre intelecto y emociones

También ocurrió algo más: de un proceso que tenía que ver con el intelecto (entender el funcionamiento de un artefacto) se pasaba sin escalas a un proceso emocional (el de compartir parte de la vida de todos ellos –repito, daba igual si era una parte real o imaginada, porque al compartir una parte de nuestra imaginación compartimos algo muy íntimo de nosotros mismos).

En ese proceso emocional, también, de algún modo, se lidiaba con miedos. Las historias tenían en común un elemento de conflicto (de miedo) en torno a los lavarropas. Algún accidente, algún susto, alguna fantasía incómoda, algún recuerdo embarazoso. Fuera algo más bien trivial, dramático, gracioso o extravagante, todo lo que se compartía en esa clase incluía miedos. Se los describía, se los compartía con otros para, de alguna manera, humanizarlos y así apropiarse de ellos (en oposición a estar apropiados por los miedos, digamos). Había una suerte de purificación de miedos antiguos: mis alumnos los contaban, los volvían una historia. Y se reían de ellos, en ocasiones. Y eso, la capacidad de reírnos de las cosas que en algún momento nos dan miedo, nos permite reírnos, algún día, de cosas que nos puedan asustar o de las cosas malas que nos puedan pasar.

Y, en la cima de toda esta montaña, estaba lo final: había placer. Todos esos chicos la pasaron bien, se divirtieron. No estoy diciendo con esto que esa haya sido la experiencia más inolvidable de sus existencias. Pero se borraron las fronteras del colegio y podían haber estado en un campamento, de vacaciones, pasándola bien.

De vez en cuando suceden cosas así en una clase y para mí, como docente, es una felicidad contemplarlo y acompañarlo. De alguna manera, como docente soy (más en la época que trabajaba en primaria o secundaria) un facilitador, nada más, y si puedo desaparecer del proceso de aprendizaje para que éste sea llevado adelante por los propios alumnos, yo siento que hice mi trabajo mejor que nunca.

Ilustración de Igor Oleynikov.

Entre ficciones y nosotros mismos

Es fácil argumentar que uno de los rasgos definitorios de quiénes somos como especie es nuestra capacidad de contar historias (y nuestra necesidad de que nos cuenten historias). Todo el tiempo estamos expuestos a historias (y dispuestos a ellas). Una de las cosas que para mí queda más clara en el maravilloso libro de Joseph Campbell El héroe de las mil caras es eso: que las historias son parte esencial de cualquier comunidad humana. Todas tienen cosas para contarse. Y, a la larga, con una mirada amplia, todas estas historias están contadas, estructuralmente, de manera semejante. O sea, no solo es humano contar, sino que, además, hay una manera humana de contar. Y haciéndolo, definimos quiénes somos. Porque lo que nos contamos define quiénes somos.

Por eso da igual que lo contado sea verdad o mentira. Una vez leí que mito, etimológicamente, quiere decir más que verdadero. No sé cuán cierto es eso, pero la frase sirve como disparador de pensamiento. Más que verdadero se refiere a que en todo mito, supuestamente, hay una parte cierta y otra parte inventada. Pero conformarse con eso es simplificar una definición hermosa. ¿Qué es más que la verdad? Supongamos que la verdad es más que la mentira, ¿qué es más que la verdad, entonces? Pensemos en los mitos griegos. ¿Son algo que ocurrió realmente a lo que se suma algo más? ¿O se tratan de algo que va mucho más allá?

Entre emoción e intelecto

A mí me gusta pensar en más que la verdad como algo que es más profundo, más cierto, que la verdad concreta, periodística, la que se apega a los hechos. Siguiendo con el ejemplo: los mitos griegos cuentan algo que nos toca en la esencia de quiénes somos como raza, como especie. No pensamos que exista un dios llamado Zeus, dios del rayo, sino que construimos algo simbólicamente a partir de eso. Construimos, en colaboración con otros, algo que nos excede individualmente y que nos vincula con los demás.

Y esto es un proceso emocional. No intelectual. Históricamente, por ejemplo, muchos novelistas se han tomado muchas libertades a la hora de, por ejemplo, recrear eventos reales. O ciudades reales. O lo que sea. Porque entienden que no importa la precisión fáctica, sino la historia (la ficción creada). Por eso creo que ninguna supuesta “verdad” (concebida como algo centrado en lo fáctico) se sostiene tan bien en el tiempo como una buena historia. Es que lo intelectual (en esta separación un poco artificial de intelecto y emoción), en definitiva, llega solo a lo verdadero (o, al menos, a lo “verdadero” en un momento histórico dado). Y una buena historia es, siempre, más que la verdad. Los economistas viven enojados porque la gente no actúa de acuerdo a criterios racionales. El problema es que la gente no es racional. No vinimos a este mundo a ser perfectamente racionales.

Por todo esto, las historias son nuestra esencia, son quienes somos: nos apropiamos de ellas y ellas se apropian de nosotros, expanden nuestro mundo como nada lo consigue. Agrandamos nuestro universo a través de la imaginación y eso nos permite cerrar más el proceso de vincularnos con otros, porque cuando imagino, solo ahí, soy capaz de generar empatía. De sentir empatía. Leyendo, escuchando una historia, escribiendo una ficción puedo desarrollar mi capacidad de ponerme en el lugar del otro. No necesito haber vivido en un campo de concentración para saber lo terrible que eso puede ser. Sin embargo, nada como una historia narrada bajo las leyes de la ficción podrá generarme una comprensión cabal de lo que eso era. Incluso si esa historia incurre en falacias o maneja información equivocada.

Cada vez que vemos las noticias, llenas de hechos horrendos, no nos emocionamos. Hasta cierto punto, hasta terminamos sintiendo una incómoda anestesia emocional y, sin más, olvidamos la mayoría de las noticias que vemos. ¿Será porque aspiran a ser solo la verdad? ¿Una verdad fáctica, intelectual? ¿Inútil, en muchos casos? Una historia, un cuento me obliga a estar ahí, a vincularme con los personajes, a ser parte. Y, al hacer esto, todos recurrimos a una parte esencial de nosotros mismos que es, en algún lugar, semejante a la de todos los demás (o, cuando menos, de muchos).

Ilustración de Igor Oleynikov.

Entre miedos y exorcismos

Porque todo esto es un proceso emocional, los cuentos, naturalmente, nos hacen lidiar con los miedos. Nos sirven para exorcizarlos. Porque necesitamos de nuestra imaginación para eso. Si no me imagino lo que es librarme de un miedo, o tener que lidiar con él, ¿cómo puedo exorcizarlo? Puede argumentarse que el miedo también es un acto de imaginación (en el sentido de que sentimos miedo sobre aquello que prevemos que puede pasar), pero eso no cambia el punto.

Una buena historia no va necesariamente a solucionar nuestros miedos (de hecho, tampoco sería bueno que sin más las historias lo hicieran, porque la literatura se convertiría en libros de autoayuda) pero nos ayuda a compartirlo de manera terapéutica, si se quiere. Nos hace mirarlo a los ojos. Nos hace ver qué podemos hacer para sobrevivir. Muchas veces, nos muestra que se puede sobrevivir. Sin darnos una receta, sino simplemente mostrándonos lo que hizo alguien que tomamos como real aunque no lo haya sido nunca.

Por todo esto vivimos un placer peculiar al compartir historias. Sean historias propias, nuestras, ajenas, fantasiosas, realistas, disparatadas, elaboradas, simples, inocentes o hasta estúpidas. Si una historia consigue captar la atención de sus destinatarios, siempre traerá algún nivel de placer consigo. Porque las historias, en su alma, van a ser siempre un juego. Para disfrutar de él, esto va cantado, hay que jugar con toda la seriedad que seamos capaces.

Por supuesto, incluso entre esas que capten la atención habrá muchas historias malas y olvidables, y habrá otras que nos impacienten (y que nos pierdan antes de llegar al final), pero esas historias que nos cautivan (estar cautivado por una historia es distinto a ser un cautivo, nótese la diferencia), esas historias que nos dan más que la verdad, la que nos dan significado, las que nos ensanchan el mundo y nos conectan con otros, las que nos dan preguntas más que respuestas, las que buscan tocarnos en ese lugar más allá de lo verdadero que todos llevamos dentro, esas historias hacen que todo valga la pena (incluso el haber estado expuesto a historias malas o mal contadas).

Entre lavarropas y escrituras

Es curioso, pero escribir se parece mucho a ponernos en un lavarropas. Nos metemos en un aparato que nos va a hundir, que nos va a sacudir, que sin duda nos va a desorientar, pero que también nos va a limpiar, nos va a quitar impurezas y nos va a hacer recuperar nuestros verdaderos colores. Y, en cierto modo, nos va a preparar para abrigar o cobijar a otros, si tenemos esa suerte. O nos va a permitir acompañar a alguien una fiesta, adornándolo. Mejorándolo. Porque, después de todo, en el fondo, queremos eso cuando escribimos. Y cuando leemos. Como dijo Neil Gaiman: los cuentos de hadas son más que verdaderos: no porque nos digan que los dragones existan, sino porque nos dicen que pueden ser derrotados.

Honestamente, ¿qué puede ser mejor que eso?

Ilustración de Igor Oleynikov.

*Federico Ivanier

Nacido en Montevideo, Uruguay, en 1972, estudió guión en la UCLA y literatura creativa en la Escuela Tai de Madrid. Ha publicado una veintena de novelas infantiles y juveniles entre Uruguay, Argentina y Colombia, y ha ganado el Premio Nacional de Literatura en Uruguay y el Bartolomé Hidalgo de la Cámara Uruguaya del Libro. También trabajó como guionista para radio en los Estados Unidos, para Family Theater Productions, y escribió el guión del largometraje animado Anina (2013). Es egresado de la Licenciatura en Sociología de la UDELAR (Universidad de la República) y docente de inglés TESOL por Trinity College, Londres.

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Para leer a Federico Ivanier

Federico Ivanier ha publicado más de 20 libros en Uruguay, Argentina y Colombia. Ya sea en historias de amor o crímenes terribles, sus personajes se quedan en la memoria. Ivanier construye voces tan cercanas que nos parece haberlas escuchado hace un rato en la calle o nos recuerdan algo que nosotros mismos dijimos, pero no es así: están dentro del libro, fascinándonos, con un sentido del humor impecable y una hondura que remueve. Hace un tiempo le pedí a Federico que me compartiera un comentario a propósito del primer año de las desapariciones forzadas de los estudiantes de Ayotzinapa. Sabía que era sensible al tema pues escribió la novela Los viajes del Capitán Tortilla, que tiene como trasfondo la dictadura cívico-militar en Uruguay. Ahí me decía que le quedaba una sensación de impotencia ante el horror del terrorismo de Estado. Pero en Los viajes del Capitán Tortilla, desde la ficción, supo transformar esa emoción en otra con un mejor final. Algo tiene la buena ficción que nos repara, que nos hace un poco de justicia… o mucha. En el blog he reseñado también tres novelas, de mis novelas favoritas de Ivanier, que desde otros frentes, pero igualmente conmovedoras, cumplen con hacerle justicia al lector: la divertidísima Lo que aprendí acerca de novias y futbol, la inquietante El bosque y la cinematográfica Papá no es punk. Y ahora mismo disfruto a morir su increíble saga Martina Valiente, porque ya verán que una vez que empiecen a leer a este autor querrán buscar más.

 

Igor Oleynikov

Acompañé este texto con ilustraciones del asombroso Igor Oleynikov, del libro «Dos novias y una bebida amorosa» de Sofya Prokofieva (Serafim i Sophia, 2012). Oleynikov fue el ganador del Premio Hans Christian Andersen 2018  de ilustración. 

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