«Había que marcar una ruptura, alejarse de una voluntad nacionalista chata y no guiarse por criterios pedagógicos. Jugar y experimentar, abrirse al mundo, dejar entrar el fabuloso caudal de nuevos creadores que estaban revolucionando la literatura para niños. Ante todo, apostar por la inteligencia de los lectores y por su capacidad de apropiación…». Daniel Goldin cuenta en este texto cómo inició una de las colecciones de literatura infantil y juvenil más emblemáticas de Iberoamérica. Hace 25 años, un noviembre de 1991.

Su testimonio es también una declaración de principios, la revolución ideológica que implicó imaginar un catálogo «integral, sistémico, sistemático, coherente», cuyo objetivo fuera «lograr la revaloración social del libro y del niño como sujeto cultural». Un proyecto redondo del que también surgió otra colección emblemática: «Espacios para la lectura», la otra orilla del viento para estudiar y pensar los modos de leer y de concebir las publicaciones para niños y jóvenes. Una colección que también tuvo una publicación periódica que se anunciaba como «Órgano de la Red de Animación a la lectura del Fondo de Cultura Económica». Es decir que, desde un principio, no bastó con publicar libros arriesgados, sino que había que asegurarse de que se leyeran. E incluso de que se produjeran, con la creación del Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento.

En este texto, publicado originalmente en el número 550 de La Gaceta (octubre 2016) del FCE, Goldin además menciona tres casos ejemplares en el arranque de la colección: La peor señora del mundo de Francisco Hinojosa, que el propio Hinojosa creía imposible de publicar; Puente en la selva, de B. Traven, que no fue escrito pensando en un lector infantil o juvenil; y La escoba de la viuda, de Chris Van Alsburg, que representaba una apuesta por el libro álbum y la variedad de formatos y estilos. 

Al final de la entrada incluyo un listado de otros textos escritos a propósito de este aniversario, para seguir celebrando e imaginar los 25 años que vienen. 

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La afirmación del azar lo convierte en necesidad

El proyecto de obras para niños y jóvenes del FCE 25 años después

Por Daniel Goldin

A Gabriel Zaid

Como aconteció con el nacimiento del propio Fondo de Cultura Económica, el catálogo de libros para niños y jóvenes es una mezcla de azar y necesidad.

Tuvo diversos orígenes. Menciono dos. Durante la gestión de Jaime García Terrés, una colaboradora externa había propuesto una colección de historia de México para niños. Pocos meses después, ya con Enrique González Pedrero como director, en una cena con los integrantes del comité de redacción de La gaceta, surgió la idea de crear una colección de literatura infantil. Si mal no recuerdo, pensamos que podría quedar a cargo de Francisco Hinojosa, que había escrito para ese entonces un par de libros para niños. Pero él decidió dedicarse enteramente a escribir, y el proyecto quedó huérfano, abierto a concurso.

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Foto de Adrián Israel Valdivia

Nadie me preguntó si el FCE debería publicar libros para niños. De haberlo hecho, no sé qué habría contestado. Supongo que fácilmente habría encontrado razones para estar tanto a favor como en contra. Pero de lo que estaba seguro era de que si se decidía que el FCE debía incursionar en ese mercado, debía hacerlo rindiendo honor a su propia tradición. Invoqué los dos manes tutelares que forjaron el FCE —Daniel Cosío Villegas y Arnaldo Orfila Reynal—, y diseñé una propuesta integral. Siempre pensé en un catálogo de obras para niños, no en una colección aislada. Y siempre consideré que nuestro catálogo debía considerarse como un acontecimiento político.

De Cosío Villegas tomé la idea de que el valor de publicar libros tenía que ver con los efectos que éstos producirían en el espacio público. Por eso siempre quise inscribir el proyecto en una agenda de reconocimiento de los derechos de los niños, la igualación de oportunidades y formación de ciudadanía.

A partir del ejemplo de Orfila me dije que nuestro ámbito era Iberoamérica, no sólo México, y que debíamos alimentarnos de lo que se publicaba en el mundo.

Si nos manteníamos fieles a esos dos principios, el proyecto cumpliría con la misión del FCE. Fue por eso que detonamos un cambio en el mercado editorial en nuestro país como lo había hecho el FCE en otras ocasiones.

Desde luego, no nacimos en el vacío. Nos precedía una larga tradición que debíamos honrar. Quise hacerlo con un guiño: asignando el número uno de la colección A la Orilla del Viento a un libro de Pascuala Corona, una narradora oral rescatada por la entrañable Teresa Castelló.

Pero también había que marcar una ruptura, alejarse de una voluntad nacionalista chata y no guiarse por criterios pedagógicos. Jugar y experimentar, abrirse al mundo, dejar entrar el fabuloso caudal de nuevos creadores que estaban revolucionando la literatura para niños. Ante todo, apostar por la inteligencia de los lectores y por su capacidad de apropiación. La identidad, nacional o personal, se refuerza abriéndose a lo extraño y potenciando la capacidad de apropiación cultural. Sin mezcla no hay evolución.

Qué estimulante fue experimentar hasta dónde se podía llegar con los niños.

La peor señora del mundo, FCE.Menciono tres casos ejemplares. La publicación de La peor señora del mundo, de Francisco Hinojosa. Pancho me entregó dos manuscritos y me dijo que uno era impublicable. Pronto vi a cuál se refería. Y de inmediato decidí publicarlo. Pero tenía que tomar precauciones. Lo di a dictaminar a dos “expertas”, ambas me dieron una respuesta negativa. Sin embargo, mantuve mi decisión. Rebeca Cerda, entonces directora de arte, se lo dio a ilustrar a El Fisgón. El resultado fue magnífico. Quise que fuera un blasón, una marca que nos distinguiera en el momento del lanzamiento en la feria internacional del libro en nuestra ciudad. Hicimos una ampliación de varios metros de la ilustración central para colocarla en el stand. Y surtió efecto. Todos los pequeños querían ese título. Los padres en cambio se esforzaban por convencerlos de comprar otros más tradicionales como La ovejita negra. Generalmente vendíamos los dos. Veinticinco años después, La peor señora el mundo ha marcado a generaciones de lectores.

puente-en-la-selvaEl segundo caso va en sentido inverso. Como yo recordaba la impresión que me había causado a los 13 años la lectura de Puente en la selva, de B. Traven¸ quise incluirlo en la primera camada de nuestros libros. Poco me importaba que el autor, como me aclaró su viuda, nunca lo hubiera imaginado como una novela para niños o jóvenes. Es una novela apasionante que narra una noche aciaga en más de 200 páginas y que le permite al lector avizorar siglos de opresión. Así empezó a circular un libro de adultos en un catálogo de niños. Hace unas semanas, durante la inauguración de la exposición de B. Traven en el Museo de Arte Moderno, Sylvia Navarrete, la directora, me contó que había llegado a él gracias a esta obra publicada en A la Orilla del Viento. Las fronteras entre los niños y los adultos son siempre permeables y ese diálogo puede enriquecer a ambos.

la-escoba-de-la-viudaEl tercero, está relacionado con la sofisticación estética. Me refiero a la publicación del libro ilustrado La escoba de la viuda de Chris van Allsburg, impresa en dos tintas (sepia y gris, para colmo). Habíamos hecho una apuesta decidida por la ilustración. En Los Especiales de A la orilla del Viento, la colección dedicada a los álbumes, publicamos una muy cuidada selección de lo mejor que se estaba produciendo en el mundo. Recuerdo que algunos críticos decían que nuestros libros eran demasiado sofisticados para los niños mexicanos. La escoba de la viuda no es en efecto una obra sencilla, pero eso no era razón para que no fuera comprado con sus magros recursos por un niño en una comunidad de Chiapas, como efectivamente sucedió, según me relató Horacio de la Rosa.

Siempre prestamos mucha atención a la selección de las obras. No sólo en términos de calidad, que es un concepto vago, sino en su variedad (temática, estética e incluso en dificultad de acceso). Teníamos presente que nuestro objetivo no era publicar una serie de libros excelentes, sino un catálogo concebido como un dispositivo para crear un mercado y, al mismo tiempo, un espacio social para la palabra. Los niños a los que nos dirigíamos, los niños a los que queríamos formar, eran antes que nada sujetos e interlocutores. También pretendíamos incidir en la valoración social de la diversidad.

Cuidábamos cada aspecto del libro: los textos, el diseño, la impresión, para que los libros fueran leídos, usados, queridos.

En el catálogo debía estar al menos uno de los libros preferidos de cada uno de nuestros lectores. Para ello debíamos elegir también libros para muy pocos. Si cada lector encontraba en nuestro catálogo su libro, se iba a sentir animado para explorar otras propuestas.

Iniciamos traduciendo, particularmente de la producción anglosajona de ambos lados del Atlántico. Novelas y libros ilustrados. Especialmente a un autor por el que hicimos una apuesta decisiva: Anthony Browne, un verdadero maestro en el arte de imbricar textos e imágenes en una narración polisémica.

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Poco a poco fuimos publicando autores propios (mexicanos o extranjeros). Así entraron a nuestro catálogo autores que hoy son clásicos; pienso en Isol (que ganó el premio Astrid Lindgren) o en Javier Sáez (que recientemente ganó el Premio Nacional de Ilustración en España).

Mirado en retrospectiva, creo que lo verdaderamente notable de esa colección (incluso cuando se la compara con otras a nivel internacional) fue la apuesta por la diversidad de estéticas, temas y formatos.

El criterio que seguimos fue que a cada libro le debíamos dar un tratamiento especial. Dejarlo respirar de manera natural para potenciar su capacidad de seducción. Aunque esto fuera contra la racionalidad económica más primaria que sugería publicar todos los libros en el mismo formato y en encuadernado rústico, ya que al parecer nadie estaba dispuesto a pagar por los libros cuidados y empastados. Cuando le presenté nuestra colección a don José Luis Martínez me reclamó que tuvieran tantos tamaños. Ciertamente, no era fácil acomodarlos en un librero, y presentaban no pocos problemas para la exhibición en librerías, pero era preciso sacudir a toda la cadena. Apostar por la creación de un mercado sólido supone cuestionar los paradigmas.

Una cuestión esencial era trabajar para que los adultos estuvieran dispuestos a gastar en ellos. Tal vez alguien estudie un día el diseño de la política de precios que establecimos. Puedo resumir el reto de esta forma, ¿cómo lograr que un padre que está dispuesto a pagar 80 pesos por unas palomitas y un refresco, o 250 pesos por un libro para él, esté dispuesto a gastar lo mismo por un libro para sus hijos?

Transformar esto supone un trabajo tenaz en diversos frentes. El objetivo era lograr la revaloración social del libro y del niño como sujeto cultural. Entre otras cosas impulsamos cursos, seminarios, la magnífica exposición de las obras de Anthony Browne en el Tamayo y otros museos de México y Latinoamérica, la atención personalizada en todas las ferias, la discusión pública sobre la formación de lectores, la profesionalización de los autores e ilustradores, etc. E hicimos una clara apuesta por la ampliación del mercado a nuevos públicos.

Me vienen a la mente cuatro adjetivos para describir nuestro proyecto: integral, sistémico, sistemático, coherente. Son semejantes, pero no idénticos. Integral supone un proyecto editorial que comprende todas y cada una de las etapas del proceso editorial; el cuidado de los textos, el diseño, la impresión, la definición de la política de precios, la promoción, la atención en el punto de venta y, tan importante como ello, la incidencia en la recepción del lector, pues había también que transformar las maneras en que se recibían los libros en los hogares y las escuelas. De ahí que debía ser sistémico. Desde la perspectiva sistémica, cada elemento afecta a todos y todos los elementos buscan a un tiempo preservar y transformar el sistema. También era sistemático porque no podíamos hacerlo de una sola vez. Había que ir cubriendo etapas e insistir, e insistir y volver a insistir. Y no podía dejar de ser coherente: la filosofía general del proyecto se debía reflejar no sólo en cada parte del proceso editorial, sino en la propia organización del trabajo.

Tuve la inmensa suerte de que la consolidación del proyecto se diera en los once años que estuvo al frente de la editorial Miguel de la Madrid. Él venía de ser presidente de México, no tenía necesidad de imponer su autoridad. Todo mundo la reconocía. Y él me dio su confianza. Eso me comprometió más. Cada decisión debía ser cuidada en extremo. Podían ser decisiones personales, pero no caprichosas, respondían a las necesidades del proyecto.

De la Madrid me permitió incidir en todas las partes del proceso. Desde la definición de la política de precios, hasta en la manera en que se promovían en los diferentes mercados: Estados Unidos, Colombia, España, Argentina…. Cada uno jugaba un papel especial en la visión integral del proyecto.

También me permitió construir y dirigir un gran equipo, pues el proyecto de obras para niños y jóvenes siempre fue un proyecto colectivo.

Sería injusto no reconocer a algunos protagonistas. Ernestina Loyo, que estuvo al cuidado de las ediciones desde el principio. A Mauricio Gómez Morín, que asumió la dirección de arte cuando salió Rebeca Cerda, y fue cómplice fundamental. A Cristina Álvarez que inició la promoción escolar. A la gran Eva Janovitz, con la que reinventamos las estrategias de promoción y comercialización dentro y fuera del canal escolar, con un grupo de promotores maravilloso entre los cuales destaco a Horacio de la Rosa y Concepción Cabrera. A Joaquín Sierra, un gran diseñador. A Gabriel Ruiz, con quien montamos las exposiciones y a Manuel Hinojosa con quien hicimos festivales. A Gerardo Méndez y Marcela Romero, cuentacuentos de cabecera. En total debieron haber pasado más de 40 personas. Pero el equipo nunca fue mayor de 21 personas. Todos, inclusive las secretarias, Claudia, Catita y Lupita, participaban activamente. Habían leído los libros, podían promoverlos. Las habíamos formado como lectoras y promotoras. En cierta medida reflejaban a nuestro público. Si estábamos pugnando por habilitar y estimular su desarrollo, debíamos empezar por casa.

La visión integral y la coherencia rindieron frutos. En algún momento el catálogo llegó a representar más del 35% de las ventas y 50% de las exportaciones del FCE.

el-coloquio-de-los-lectoresAl cabo de pocos años nuestro catálogo integraba obras para para bebés, novelas, música y Espacios para la Lectura, una colección de obras sobre el campo de la cultura escrita desde múltiples disciplinas. Para mí era muy claro que había un vínculo entre obras de académicos como Emilia Ferreriro, Roger Chartier o Robert Darnton y obras de Browne o Pancho Hinojosa. Tal vez ese vínculo no era visible para el público, pero le daba solidez y nos distinguió de otros estupendos proyectos editoriales para niños y jóvenes. Reflejaba la dimensión política del proyecto: abrir espacios para el diálogo, para el empoderamiento de los niños, para el reconocimiento de la diversidad. Reconocerse parte de la historia y ayudar a construirla.


nuevos-acercamientos-a-los-jovenes-petitUna de las escenas que mejor reflejaba este espíritu fueron los seminarios que organizamos. Ahí trajimos a Michèle Petit, Geneviève Patte, Roger y Anne Marie Chartier, a Delia Lerner y muchos otros. Esos seminarios estaban abiertos a todo el mundo y me encantaba ver a chicos de 16 y 17 años tomando apuntes a un lado de investigadores como Emilia Ferreiro o Elsie Rockwell. En algunos casos, de esos seminarios surgieron libros que tuvieron una gran repercusión en el campo.

De manera inversa también trabajamos por hacer eventos de los libros. Fue el caso de las exposiciones, festivales o sesiones de narradores orales. En resumen, se trataba de estimular el paso del libro a la vida y de la vida al libro.

Tal vez todavía haya personas que consideren que el FCE no debió haber incursionado en ese campo. Yo no lo creo. Considero que el Fondo contribuyó a crear un mercado del que hoy se benefician muchos otros editores y libreros, y una sociedad que reconoce a los niños y que lentamente les abre espacios para ser protagonistas. Quizá fue un azar, pero visto en retrospectiva, no me cabe duda de que era necesario.


 

En este número de La Gaceta también encontrarán estos textos para seguir pensando en lo que implica crear, mantener y seguir imaginando un catálogo:

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Tonadas A la Orilla del Viento

por Elia Crotte Franco

Desde esta orilla: los caminos de una colección

por Brenda Bellorín

Por cielo, mar y tierra. 25 años de la colección A la Orilla del Viento

Por Mauricio Gómez Morín

A la orilla del viento 25 años después

Por Sandra Licona

 

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¡A CELEBRAR!

Son 25 años y todavía quedan más de 50 eventos para seguir celebrando. Incluidos encuentros con Anthony Browne, Satoshi Kitamura, Sebastián Meschenmoser… Puedes descargar una app gratuita aquí, con el listado completo, para que no se te escape nada.

 

 

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