De abuelas apostadoras y explosivas
—Pero abuelita, qué dientes tan grandes tienes… Pero lo más fascinante era la dentadura postiza de la abuela. Nunca vi que se la pusiera. Siempre la tenía guardada en su […]
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
—Pero abuelita, qué dientes tan grandes tienes… Pero lo más fascinante era la dentadura postiza de la abuela. Nunca vi que se la pusiera. Siempre la tenía guardada en su […]
En la tradición de historias con abuelas, que inicia -nada menos- con Caperucita, llega una que se sale del molde: apuesta, bebe, mastica chicle y hasta es un poquito aprovechada cuando pone las cartas del póker sobre la mesa. La abuela de este libro álbum no dejará ganar la partida a nadie. Ni a su pequeña nieta, a quien le sugiere que apueste su mesada. “Ella arrasó conmigo”, recuerda la nieta.
La nueva edición del libro Memorias de una abuela apostadora de Ediciones Ekaré, escrito e ilustrado por Dayal Kaur Khalsa y publicado originalmente en 1986, acierta desde la traducción del título en inglés, que hubiera sido, literalmente: “Cuentos de una abuela apostadora”.
“Memorias” establece ya un tono más íntimo, testimonial, que se corresponde mejor con esa suerte de relato oral que propone la autora –y nieta- desde las primeras líneas: “Mi abuela era una gran jugadora. Le encantaba apostar. Esta es la historia de su vida, tal como ella me la contó y como yo la recuerdo”.
La construcción de su recuerdo se sucede en páginas llenas de acción y de humor.
En la primera, la abuela nace, los cosacos invaden su pueblo, ella debe esconderse en una carreta, pierde un zapato, huye en un barco de Rusia, se instala en Nueva York -sin el zapato- y, cuando está en edad de casarse, monta una simpática escena con una balalaika.
En la segunda página el montaje surte efecto: se casa. Luego el marido consigue trabajo con un mafioso y la abuela aprende a jugar póker, con algunas mañas, «para ayudar con los gastos de la casa”.
En la tercera página se concluye el pasado de la abuela, nace la nieta y arranca el cuento de ellas dos juntas que, además de apuestas, tendrá idas a la feria, al cine, al teatro, a la juguetería; y dos consejos importantes: uno, nunca ir sola al bosque (¿será la abuela de Caperucita que habla en revancha?) y dos: tener siempre mucha sopa de remolacha en la nevera, por si los cosacos invaden el barrio.
Pero no solo es el sentido del humor en las manías inamovibles de una persona mayor, lo mejor de esta abuela es su placer por la vida. “Mi abuela gozaba un mundo”.
La nieta se ocupa de relatar, con una prosa directa, con detalles singulares, bien elegidos, una cotidianidad sin lobos feroces pero con tacitas verdes, anillos de diamantes, sándwiches de banana y una alfombra con estampado de rosas.
Las ilustraciones condensan esas particularidades, arrojan otras pistas y son tan notables como el texto: plastas de colores vibrantes, trazos gruesos y simples, una fuerte influencia naif y perspectivas llenas de estudiadas simetrías y diagonales que atrapan la mirada.
Las expresiones en el rostro de la abuela también llaman la atención: van de la sonrisa discreta, traviesa, al estoicismo de quien trama algo o estudia a su oponente. Casi siempre lo segundo.
El secreto del humor y la potencia de esta historia radican, justamente, en la naturalidad y hasta seriedad con la que se cuentan y dibujan las extravagancias de la abuela que, cuando viaja en tren, se baña en una tina llena de jugo de naranja.
Dayal no pierde tiempo en enunciados lacrimógenos, se divierte, y nos divierte, con una abuela que apuesta por una vida gozosa y gana un libro que honra su memoria.
Publiqué esta reseña originalmente en el número 22, dedicado a la migración, de la imperdible revista Había Una Vez, aquí.
«¿Encontraría a la Maga?». La primera línea de una historia es la mecha que hace estallar la bomba. O no. Si se extiende, y en el camino no saca ni una chispa, puede que el lector cierre el libro y vaya a buscar algo más inflamable.
Pero Flor Aguilera trabajó con la mejor pólvora. Las primeras líneas de 22 grandes novelas o cuentos fueron un pretexto para escribir 22 nuevas historias. El día que explotó la abuela (Alfaguara, 2013) es un libro de apropiaciones y reinvenciones; de nuevas respuestas para viejas historias.
¿Encontraría a la Maga, Cortázar, en Rayuela? Para Flor, no, nunca aparece, porque la Maga es una perra que escapa de su hogar aconsejada por un insospechado integrante de la familia.
En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escaseaban los hombres abominables y geniales, pero no se trataba del asesino de mujeres obsesionado con los olores, Jean-Baptiste Grenouille, de El perfume, sino de un pirata: Karachunken, espadachín extraordinario, buscador de tesoros y creador de unos dulces aciditos que más tarde produciría el señor Willy Wonka.
De Madame Bovary sale una niña que termina recibiendo un Óscar, y de Por el camino de Swann una pequeña china que trabaja en una fábrica de celulares. Y en Ana Karenina la felicidad se encuentra en la mirada de un niño, tan especial como un unicornio.
Las ilustraciones de Manuel Monroy, que abren cada cuento, también son “una primera línea” que atrapa, un guiño que condensa y anticipa un momento climático de la historia o el rasgo más singular de un personaje. Una promesa de un momento, de un orden del mundo que está por quebrarse o que ya no es lo que era al principio del cuento. Sus dibujos invitan, con pocos trazos, a descifrar otros enigmas. Son mechas que también cumplen, y estallan.
Los cuentos de Flor a partir de frases iniciales son un homenaje a un rango amplio de autores que la marcaron en la juventud: Hemingway, Dickens, Flaubert, Tolstoi, C.S. Lewis, Proust, Quiroga, Rulfo, Bioy Casares, Saramago, Auster…
Escribió el libro durante una residencia artística en el Centro Banff, en Canadá, con una beca del gobierno mexicano en colaboración con el canadiense. En ese lugar, rodeado de bosques, estuvo en contacto con muchos artistas de otras disciplinas. La vida y las conversaciones eran animadas y raras, me contó Flor. Quizá por eso, estos cuentos exploten con humor y rareza.
¿De qué novela clásica podría salir un presidente que lleva a su nana a vivir a Los Pinos; o un pueblo donde está prohibido morir porque ya no hay lugar en el cementerio; o una tía que tiene una máquina del tiempo en la tina del baño? ¿Y una niña que sale volando por su ventana o una batalla sin precedentes para ver quién es el más grande héroe: Harry Potter o David Copperfield?
Para descubrirlo, hay que abrir este libro que combina intertextualidad, humor y asombro, como la mejor bomba.
Publiqué esta reseña originalmente en la sección Ojo Avizor de la Fundación Cuatrogatos, aquí.
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