La reina de la torre y otros libros de madres e hijas que cuidan
Y, a pesar de todo, la hija, el hijo, vuelven al hogar que les había expulsado, a renovar el mundo. Al final de muchos cuentos populares y relatos mitológicos protagonizados […]
Linternas y bosques
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
Y, a pesar de todo, la hija, el hijo, vuelven al hogar que les había expulsado, a renovar el mundo. Al final de muchos cuentos populares y relatos mitológicos protagonizados […]
En las narraciones y en la vida, hijas e hijos reparan, saben de cuidados, cuidan de sus pares (hermanes, compañeres, amigues) y, con frecuencia, también, de sus padres y madres (tíos, tías, abuelas, etc.). Quisiéramos que vivieran ajenos al mundo adulto (el opresivo y vigilante), en el reino de su imaginación, libres y en eterno juego, pero este genuino deseo, que exploran muchos libros, puede convertirse en un prejuicio (más) sobre cómo debería vivirse una infancia.
Quienes convivan regularmente con personas niñas sabrán que sí: amarían pasar más de un fin de semana en ese reino descalzo, pero no ignoran un grito o el llanto de alguien cercano encerrado en una torre. Se preocupan si su madre intenta decir algo en público y se le quiebra la voz, y corren a abrazarla, o si su padre otra vez se llamó a sí mismo un fracasado, y le hacen un dibujo que dice «campeón».
También hay literatura infantil que aborda esta sensibilidad hacia los cuidados que ejercen las hijas e hijos y que, dice Daniela Rea en su imprescindible libro Fruto (Antílope, 2023), son expresión de humanidad.«La filósofa Carolina del Olmo escribió en su libro ¿Dónde está mi tribu? que vivimos en una sociedad que reivindica la independencia y autonomía mientras los hijos tiran justo para el lado contrario. Compartir la libertad con una hija es buscar un lugar donde las necesidades y las posibilidades se empaten, aunque casi nunca se encuentre ese sitio. Es aceptar la interdependencia que nos une, que nos hace personas, porque es en ese constante reflejo con otras y otros donde se define nuestra identidad, pues ésta nunca se construye de manera individual», escribe Rea en una entrada de su libro-diario-testimonio-entrevista a diez mujeres, incluida su madre, sobre la forma en que cuidan, cuidaron, cuidarán de sus hijes. Una tribu en la que todas, todos, podemos reconocernos hijas o hijos de alguien.
Daniela Rea es una hija que se hace preguntas mientras descubre qué significa ser madre. Esa figura no apareció de golpe en el espejo, tras parir, con un «amor incondicional», nos cuenta. Se fue revelando poco a poco, ella engendrada también por sus hijas. «Soy la historia de mis hijas. Soy su fruto». La transparencia y potencia de esta metáfora, una inversión simbólica de funciones, me alumbra cuando la leo. Revela una conciencia de nuestra pequeñez y permeabilidad: «Estamos aprendiendo a hablar, historia tras historia, palabra tras palabra», y le devuelve cuerpo político a las infancias. Ellas, niñas y niños, nos cambian, moldean y, sí, cuidan.
Y otro día, más adelante: «En la madrugada, Emilia se revuelca en la cama, solloza, tiene un mal sueño. Naira despierta y la abraza, le dice que es una pesadilla, que todo estará bien; extiende su mano y me alcanza, me dice que descanse. Los días siguientes me harán piojito, masaje, me pondrán hierbas en el pecho (…). Esta noche mis hijas me cuidan a mí».
Recuerdo el divertido álbum Robobebé de David Weisner (Oceáno, 2022), el autor de Flotante, en el que la llegada de una segunda bebé robot pone en jaque a toda una familia de máquinas. La hermana mayor quiere ayudar, pero armar a la bebé, le dicen, «es tarea para una madre» y, acto seguido, apenas unos segundos después de terminar de ensamblarla, se rompe completa y estrepitosamente. Vendrán muchos parientes, la hermana mayor esperará con paciencia a que las personas adultas la dejen demostrarles lo que puede hacer.
Dani Rea escribió Fruto para muchas personas, sin embargo le habla, sobre todo, a sus hijas (aunque el destinatario no sea infantil). También Kari de la Vega escribió para su hija el álbum ganador del XXIV Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento: La reina de la torre (FCE, 2023).

Muchas escritoras y escritores de literatura infantil y juvenil escribieron con su lector/a modelo enfrente. Samuel Lloyd Osbourne era un niño de doce años cuando le pidió a su padrastro, Robert Louis Stevenson, que le dibujara el mapa de una isla del tesoro; después le escribió esa novela que echaría anclas a fondo en el imaginario colectivo de aventuras: La isla del tesoro. José Martí les hablaba directamente a niñas y niños en los prólogos de su revista «La Edad de Oro»; Beatrix Potter enviaba por correo los cuentos ilustrados de un conejito travieso al hijo de una antigua maestra; Rubén Darío le escribió a Margarita, la hija de su doctor, un poema de desobediencia; y hace algunos años fueron publicados los cuentos de sueños y pesadillas que Leonora Carrington le contaba a sus hijos y que anotaba y dibujaba en una libreta: Leche del sueño (FCE, 2013), «un acto de sincretismo entre las mitologías, supersticiones y relatos de las innumerables tribus que pueblan la infancia: la suya, la de sus hijos, la nuestra», escribió Nacho Padilla en el prólogo del libro. ¿Quién escribe a quién?
En 2020, durante la pandemia, otra hija, Alessia, de 7 años, hizo una pregunta a su mamá: «¿Por qué siempre estás tan asustada? Parece que tienes un miedo adentro».
Su mamá, la escritora peruana Kari de la Vega, cuenta que le tomó por sorpresa el comentario, y como todxs lxs escritorxs que mencioné antes, decidió escribir también para saber más de ella misma y, de una orilla a otra, de una edad a otra, encontrarse en la conversación con esa hija.
Se encontrará, además, de un lenguaje a otro, con la ilustradora Fátima Ordinola que, como leemos en las dedicatorias, dibuja como hija: «Para la princesa azul de mi torre» escribe Kari; «A mi madre, mi reina libélula», escribe Fátima.
Antes de entrar al cuento, franquear la torre de las guardas y el eco de otras torres-prisión en la memoria: no es ya la princesa atrapada o dormida que espera un rescate, es la reina madre. Sin mayúsculas.
De Mama Quilla o la Luna, esa «madre mítica», que la propia Kari de la Vega menciona en un libro previo (que le dedica a su madre), Antarki, el chasqui volador (Kuyay Editores, 2022) ni rastro. La madre reina todopoderosa aquí «siempre está asustada». «¡No te subas allí! ¡Cuidado, te puedes caer!», le dice a su hija, pero no es realmente ni sobreprotectora como Madre Medusa de Kitty Crowther (Ekaré, 2020) ni gritona como la mamá de El globo de Isol (FCE, 2002). Sólo tiene mucho miedo, un miedo que la desborda: «Sale por sus labios, por sus manos, por sus ojos».
La hija, que podría ser hije porque ni texto ni imagen consignan un género (otro punto a favor del libro; yo la pienso como hija porque sé que Kari lo escribió para Alessia), no le manda tareas para que sea diferente o supere ese miedo: la acepta y la acompaña. Leen juntas para escapar, un rato, de la torre; ella una gigante que guía a su mamá empequeñecida. Las autoras juegan con la intertextualidad página a página para que emprendamos idas y vueltas a otros cuentos y ampliemos sus circunferencias y nuestras nociones de cuidados.
En estos tiempos de sustos compartidos, La reina de la torre es un abrazo necesario.

En Mirai y las princesas zorro de Karime Cardona Cury (Premio Gran Angular 2024, Ediciones SM) el universo mitológico japonés se despliega con destreza como un abanico de siete colas de zorro y, allí, una adolescente descubre una magia que quizá sea capaz de salvar a su madre.
«Mirai la había escuchado llorar, y sus sollozos atravesaban su corazón como una daga afilada». Quien llora es Hanako, la madre de Mirai, que ha enfermado y apenas puede moverse.
«Colocó almohadas bajo su espalda y la hizo alzarse la medida necesaria, con el cuidado que emplearía una gran dama al preparar el té, pero, a pesar de su delicadeza, su mamá dejó escapar un sonido».
Mirai intenta evitarle cualquier dolor, pero también debe lidiar con sus propias pérdidas: se han mudado a la casa de sus abuelos y bisabuela, lejos de sus amigas y de su padre, quien ha resultado una decepción. Y en medio de todo ello, la aparición de un kitsune, Tora, un zorro herido que la conducirá a un reino de guerreros y hechiceras donde otros cuerpos y curas son posibles.
La sostenida apuesta de Karime Cardona Cury por la literatura fantástica para jóvenes, su compromiso con este género, reflejado ya en quince novelas, la ha convertido en una autora inusual y para seguir en el panorama de narrativa actual. Fue una gran noticia que ganara, tan merecidamente, el Gran Angular.
Una figura de origami conecta esta novela con otra: Salir al mundo de Ana Pazos (Planeta, 2021). Hacer collages, pinturas y origamis calman los hormigueos de angustia que siente Elisa cuando mira a Virginia, su madre, tirada en la cama, enferma de alcoholismo y tristeza.
«Desde muy pequeña había tenido una preocupación que la consumía: si no cuidaba a su mamá, sobrevendría una catástrofe». Y un día, parece que ocurre. De manera repentina y sin explicación clara, Virginia desaparece. Elisa ya debía hacerse cargo de ella misma, pero ahora su círculo cercano será clave para sobrellevar esta ausencia, descubrir las emociones del enamoramiento, su principal fuerza.
La prosa íntima y emotiva, cargada de metáforas y referencias a otros libros, muchos de ellos clásicos infantiles, va construyendo un entendimiento que salvará a Elisa: «Yo no tengo la culpa de que mi mamá sea una alcohólica. Hago todo lo que está en mis manos aunque no es mi deber protegerla. No puedo detener mi vida por ella ni tiene sentido que me sienta culpable por ser feliz».
Cuidar no significa ser responsable de la felicidad de otra persona. Ni es el deber de las hijas y de los hijos resolver la vida de sus madres y padres. Por eso el final de La reina de la torre también me gusta mucho, porque la hija no vence al dragón del miedo de su madre; ella sólo le da su tiempo, escucha y abrazo.
Cuando mamá llevaba trenzas de Concha Pasamar (Bookolia, y Antes de mí de Flor Aguilera y Leonor Pérez (Loqueleo, 2016) son dos bellísimos álbumes que comparten una premisa: el hallazgo de fotografías que transportan a otro tiempo.
«La lluvia no cesaba aquel domingo. Ya no sabía en qué más entretenerme, así que me empecé a rebuscar en los cajones. Dentro de uno de ellos había una caja y dentro de esa caja había un mundo: el de la infancia de mi mamá». En Cuando mamá llevaba trenzas, una hija nos cuenta, y revive, la vida de su madre cuando tenía su altura. Las escenas retratan también a un pueblo, en otro tiempo, con una nostalgia que no entristece, refuerza un vínculo y proyecta una promesa. El final saltará fuera de la página y quizá el propio libro será un recuerdo para atesorar en una caja de infancia.
En Antes de mí, un hijo experimenta con mayor sorpresa, más bien susto, que hubiera un mundo antes de su llegada. Un álbum de fotos le revela una vida increíble antes de él, justo antes, no ya la infancia de su madre o padre, si no su vida de recién casados, sus «Días felices», como dice en la portada ese álbum.
«-Antes de tu nacieras, papá y yo ya vivíamos juntos y hacíamos muchas cosas -me dijo mamá.
«-¿Y la pasaban bien?
«-Sí la pasábamos muy bien -respondió riendo-. Comíamos pizza en el desayuno y nos dormíamos tarde por diversión. Teníamos pocos muebles y muchos amigos».
El hijo se niega a imaginar esa realidad sin él, le parece que debía ser aburrida, pero… ve tan contentos a su madre y a su padre recordando que pondera «podía ser un poquito mejor para papá y para mamá», más tranquila y ordenada, y se entristece. El padre lo encontrará así, cabizbajo y encontrará la manera de reanimarlo, en otro abrazo necesario.
También es la dificultad para aceptar esa dimensión de vida amorosa del adulto cuidador, desconocida para les hijes, el corazón de la novela corta Algo azul de Becky Urbina con ilustraciones de Andrea Gago (FCE, 2020).
Sofía ama pasar tiempo con Gabriela, su mamá y mejor amiga, la admira y adora lo bien que se llevan… hasta que empieza a notar algunas señales que le preocupan y que terminan por confirmar sus sospechas: su mamá se enamoró, ¡tiene novio! A sus diez años, Sofi no quiere saber nada de él, siente que todo cambiará.
«¿Para qué alguien más?», le pregunta a su mamá. «Seguiremos siendo tú y yo. No te pido que lo conviertas en tu padre ni en nada que no quieras, pero sí que aceptes que también quiero compartir mi vida con él».
Y entonces la pregunta-mandato: «¿No te basta con ser mi mamá?». Gabriela le responde, en un intento de conciliación pedagógica, que es maravilloso ser su mamá, «pero no es lo único que soy». «Siempre estaré para ti, pero eso no quiere decir que no haya otras facetas y personas importantes en mi vida».
Suena bien pero no para Sofi que, enojada, triste, se alejará. Va a necesitar tiempo y soledad para aceptar a la pareja de su mamá y una decisión importante que ella ha tomado. En un ir y venir de emociones entre la preocupación que siente porque lastimen a su mamá y la determinación a estar siempre cerca de ella, logrará imaginar un punto medio, en ese vaivén, que vuelva a acercarla.
Me recuerda a una cita de Daniela Rea en Fruto: «Terry Tempest Williams lo escribe así: ‘Una madre y su hija son un borde. Los bordes son ecotonos, zonas de transición, lugares de peligro o de oportunidad. Tensión doméstica. Cuando estoy parada en el límite entre el mar y la tierra siento esta tensión, esta línea fluida de transición. Marea alta. Marea baja. Ese llegar y retirarse del mar me recuerda que llevamos poco tiempo siendo humanos'».
En un álbum ilustrado, en la larga tradición del poema a las madres, como aquella «Mi primera carta» que Manuel Agustín Aguirre escribe en 1935 «con el pico de un pájaro / en un pliego de agua», titulado Mi Mamá, escrito por Sandra Siemens e ilustrado por Rocío Anaya (Lecturita, 2022), también leemos a un hija que reconoce, en ese amor total, en esa madre única, un carácter diverso, variable.
Tiene un vestido «para estar en casa» y otro para cuando «quiere verse elegante». Es una hija pequeña la que nos habla, su voz describe el cuerpo que ve, la capa exterior de la madre: «Aunque es la misma / mi mamá se mueve con cada vestido / de una forma diferente». Y más adelante: «Usa el pelo corto, muy corto, largo, muy largo; / a veces con rulos, a veces marrón, rubio rojo». La fachada de la madre: «Cambia por fuera mi mamá / como cuando alguien pinta la casa. / Y un día la casa es blanca y otro día celeste o amarilla, / pero es siempre la misma casa». Y luego se sumerge y nos cuenta de una música que sabe hacer su madre, que suena en algún lugar dentro de sí misma, y la hace sentir siempre cerca de ella, aunque no esté.
Igual quedan resonando estas palabras e imágenes aunque el libro no esté cerca.
Ese sentido de madre única y madre nido, me recordó al pequeño clásico de los años 60 ¿Eres mi mamá? de P. D. Eastman, en el que un pajarito nace y cae del nido mientras la mamá pájaro anda buscándole un sabroso gusano, y entonces el polluelo preguntará a todo lo que se encuentre si es su mamá. Sabrá reconocerla cuando la vea de vuelta en el nido, gusano en el pico y en contracara de todo lo que no fue (apariencia externa). Me gusta que el polluelo sabe reconocerla.
Y por esa voz que abre el armario de mamá y admira en sus vestidos y cortes de pelo, recordé también un cómic muy atípico que se atreve a mirar lejos y abarcar mucho, sin perder el pulso íntimo de su relato: Los zapatos de mamá de Grace Mallea (Claraboya ediciones, 2022). Un gato que nace macho pero lo confunden con hembra, porque su tipo de pelaje es más común en las hembras, no se considera ni gato ni gata, es Jásper y ama la ciencia y leer, sobre todo de mariposas. El diario de identidad de Jásper se transforma en un diario de campo con información de los lepidópteros y luego vuelve a destacar otro aspecto de su personalidad: le encanta usar los zapatos de tacón de su mamá, a escondidas, y sueña con hacerse un disfraz de mariposa para una fiesta de la escuela. Su madre, que ya descubrió el gusto secreto de Jásper, le dará una maravillosa sorpresa.
En sintonía con Sirena y punto, de Sergio Andricaín, Diego Josué Gontorr y Manuel Monroy (Ediciones El Naranjo, 2019) y sobre todo con Mariposa de Marc Majewski (Ekaré, 2023), en el que otro niño se disfraza de mariposa, pero ayudado por su papá, Jásper se topará varios rechazos. Será hasta que retome su diario de campo para observar mariposas y ayude a una, también herida, que recuperará ellx también su caminar.
El bolso, ese exquisito artefacto editorial, de María José Ferrada y Ana Palmero Cáceres (Alboroto ediciones, 2021), con el que la editora Mónica Bergna consiguió la proeza de ganar el Premio New Horizons de la Feria del Libro de Bologna en 2023, que ya había ganado en 2007 con un libro hermano: El libro negro de los colores de Menena Cottin y Rosana Faría (Ediciones Tecolote, 2007), propone un viaje al interior del bolso de una madre conducido por una hija o un hijo que traspasa las fronteras de lo concreto, «llaves, una libreta, un boleto de tren», hasta el terreno de lo fantástico: «El tren. Los pasajeros del tren, que sin que ella lo note sacan hojas de la libreta para hacer dibujos del paisaje».
La voz del sujeto lírico es resultado del encuentro de esos dos mundos: ¿dónde termina la madre y donde empieza la hija? Los objetos y personajes van acumulándose en microficciones táctiles que amplían aún más el potencial narrativo del bolso (como aquel bolso mágico de Mary Poppins, tan presente en el imaginario popular).

De una representación estereotípica de la madre previsora que «trae de todo en el bolso» a una representación simbólica, menos instrumental, más alegórica, ¿de qué «sirve» traer nubes? El bolso, una metáfora del amor materno: capaz de guardar la realidad expandida. Expandida también en patrones de colores, laberintos de texturas y constelaciones de braile.
En Justo antes de dormir de Laura Wittner y Natalia Bruno (Lecturita, 2021) la clásica conversación nocturna para terminar el día y descansar, que empieza con las preguntas de una hija: «¿Por qué se hace de noche?», «¿Qué es ese ruido que escucho?», se nutre imaginativamente con las respuestas de la madre: «Una gotita que cae de la canilla», responde, «No, ese ruido más largo», insiste la hija, «Ah, las estrellas que zumban bajito».
Una curiosidad insaciable y quizá cierta inquietud, avidez, de la niña, se irá apaciguando con las respuestas breves y pacientes de la madre, como en aquel otro hermoso álbum Duerme, niño, duerme de Laura Herrera y July Macuada (Ekaré, 2014), hasta que ya con los ojos cerrados, termine el acto de magia.
Y allí, Algún día de Mo Gutierrez Serna (Libre Albedrío, 2021), en esa voz de la mamá que responde, en la misma tradición «del poema a la madre» que mencionaba antes, podríamos recordar la también larga tradición del «poema a la hija o al hijo»: «Velloncito de mi carne / que en mi entraña yo tejí, / velloncito friolento, / duérmete apegado a mí! // Hierbecita temblorosa / asombrada de vivir, / no te sueltes de mi pecho, / duérmete apegado a mí!», de Gabriela Mistral, «Apegado a mí», publicado en Ternura en 1924.
Algún día es un álbum en el que una voz cuidadora le habla a una persona que necesita ser cuidada y que iniciará su viaje por los muchos mares. Hay dos personas que empiezan mirando dos barcos: «Ven. Siéntate conmigo. Mira esos barcos que navegan tan juntos. El grande es un carguero. Los cargueros transportan todo tipo de cosas por el mundo. El barco pequeño es el práctico, y guía al carguero al entrar y salir del puerto. Me recuerdan a ti y a mí. También yo estaré a tu lado hasta que, algún día, comiences tu viaje».
Con esa premisa y la metáfora de la navegación sostenida con notable coherencia en imagen y texto a lo largo de las páginas-olas, veremos después las diversas corrientes que enfrentará el carguero.
Invertir las dimensiones, que el barco que guía (podría ser mamá, papá, abuela, tío, una maestra, una hermana mayor) sea el pequeño, me parece otro de los aciertos de este álbum que, como en el diario de Daniela Rea o en La reina de la torre, devuelve cuerpo, tamaño, a la persona guiada, tan frecuentemente empequeñecida, relegada a un plano de codependencia, y secundaria en los espacios de participación doméstica y social, incluso en las decisiones sobre su propia vida. El carguero tendrá que atravesar muchos vaivenes, a veces solo en la inmensidad del mar, pero, en esa carta de navegación y amor que resulta Algún día, también se declara que el pequeño barco guía estará siempre listo para cuidarle en sus regresos a las orillas.


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