‘¿Por qué tanta barbaridad en esta tierra tan bonita?’ Infancia, memoria y guerra
¿Por qué? Cuando Uri Shulevitz, a sus cuatro años de edad, logra escapar con sus padres de una Polonia asediada por los nazis, se pregunta por qué su abuelo, un […]
Linternas y bosques
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
¿Por qué? Cuando Uri Shulevitz, a sus cuatro años de edad, logra escapar con sus padres de una Polonia asediada por los nazis, se pregunta por qué su abuelo, un […]
¿Por qué se los llevaron?, ¿a dónde? ¿Dónde están?, ¿cómo buscarlos?, ¿dónde? ¿están vivos o han muerto?, ¿cómo honrarlos?, ¿cómo vincularse continuar el vínculo con una persona desaparecida?, son algunas de las grandes preguntas que han intentado responder colectivamente las Abuelas de Plaza de Mayo, Las Rastreadoras de El Fuerte y otros muchos grupos de madres que integran la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas en México; preguntas que atraviesan libros como La sombra del jacarandá, Historias de abuelas, Mi abuela, Recetario para la memoria y Desaparecido es un lugar.
¿Qué sentido tiene la guerra?, ¿cómo acompañar el dolor que deja? ¿Cómo perdonar? ¿Cómo desprenderse del odio? ¿Qué sobrevive al miedo? ¿Qué piensan lxs niñxs de las guerras? ¿Cómo conseguir recordar que la paz sí es posible?, preguntan La tía, la guerra, Como una guerra, Suerte y Samir y Yonatan.
Las preguntas guían a las personas en sus búsquedas diarias y en sus temores, y a los personajes en los libros.
En la realidad aterrorizada por la guerra, la dictadura, el terrorismo de Estado, el crimen organizado o el narcoestado, las perspectivas infantiles o juveniles ofrecen una mirada especialmente aguda para enfocar y desenfocar el horror: notan las huellas de la muerte, incluso se detienen a mirarlas crítica o compasivamente, pero siguen caminando por las que conducen a la vida, y hacia allá intentan llevar a quienes les rodean.
Aunque no escribió literatura para niñxs, en La lengua salvada, la primera parte de su proyecto autobiográfico, Elias Canetti narra su infancia con una sintaxis infantil notablemente lograda, como se aprecia en el fragmento anterior, en la que esa pulsión de vida, que se abre paso en páramos concretos y simbólicos sin perder de vista el más mínimo florecimiento, acompaña al adulto que sobrevive y recuerda.
La Nobel estadounidense, Louise Glück, sintetiza esta idea en los últimos dos versos de su poema «Nostos» (que en griego antiguo puede significar «viaje de retorno» o «regreso al hogar»):
Desde ese sitio escriben muchxs de lxs autorxs reseñadxs en esta entrada que he decidido dividir en dos apartados. En el primero «Memoria, desaparición y búsqueda»: libros que abordan procesos de recuperación de identidad, dirigidos, sobre todo a jóvenes, e incluidos un par no publicados en colecciones juveniles.
Y en el segundo apartado «Terrorismo de Estado y guerras» varios libros en el que el autoritarismo de un Estado involucra una guerra externa o interna o en el que un conflicto social constituye una amenaza de bomba permanente, como en Gaza.
Esta entrada es mi actualización del tema que llevo abordando en el blog desde 2015, con nuevos títulos y otros que tenía pendientes. Espero que abran conversaciones o se sumen a las que existen sobre las desapariciones forzadas, los crímenes de Estado (y a 50 años del golpe militar chileno) y las guerras, que tantas vidas siguen cobrando hasta el día de hoy, como esta que sostienen Hamas y el Estado de Israel ante los brazos cruzados de los gobiernos del mundo.


Paula Bombara continúa su compromiso político y artístico con las infancias y juventudes para quienes, en esta novela, cuenta las historias de dos familias atravesadas por las desapariciones forzadas en la dictadura militar argentina. Nuevamente, igual que en El mar y la serpiente o La desobediente, maravilla la destreza de esta autora para construir personajes complejos, profundamente humanos, en capítulos breves en los que cada palabra ha sido sopesada y elegida a conciencia.
Aquí una triada de personajes jóvenes despliegan más recursos para encarar el dolor y el miedo que sus propios padres y madres, y, con mucha paciencia y dulzura, les acompañan. Paula se planta contra el adultocentrismo, cambia el paradigma que estipula que los adultos tienen una posición superior sobre los jóvenes y que sus perspectivas, necesidades y derechos son más importantes. Paula valora y respeta la agencia y autonomía de los jóvenes.
Catalina dará fuerza a Roberto, su padre, para que cuente el entierro clandestino del que participó de joven, contra su voluntad, y así puedan ser identificados esos cuerpos y termine la búsqueda para una o varias familias. Mateo y Agustín, también deberán sortear el dolor y mutismo de Mercedes, su madre, hija de desaparecidxs, para saber más de la vida de sus abuelos.
Libro de relatos biográficos de doce mujeres que al marchar pacíficamente en una plaza dieron un paso adelante en la historia de los derechos humanos y la reparación a lxs sobrevivientes del terrorismo de Estado: las Abuelas de Plaza de Mayo, cuya valentía y coraje sostenidos impulsó la creación del Índice de Abuelidad (fórmula estadística genética que determina el parentesco entre abuelas y nietas o nietos) y del Equipo Argentino de Antropología Forense, ambos referentes mundiales en la búsqueda de personas detenidas desaparecidas.
Los relatos, escritos por Laura Ávila, Sandra Comino, Andrea Ferrari, Jorge Grubissich, Mario Méndez y Paula Bombara (quien además coordinó el volumen) e ilustrados por Andy Riva, narran las vidas, muy cercanas, detrás del inspirador símbolo, que aquí recobra identidad.
Publicaciones como esta son una gran alternativa al boom de libros de empoderamiento neoliberal para niñas y niños que destierran lo frágil, vulnerable, transitorio y colectivo. Estela, Rosa, Buscarita, Delia, Sonia, Ledda, Emilce, Raquel, Aída, Berta, Chela y Nélida fueron “niñas rebeldes” que también sintieron miedo y duda, pero que nunca marcharon solas. Su lucha nos recuerda eso que los movimientos sociales reconjugan: Yo somos.

La sombra del Jacarandá, para jóvenes; Historias de Abuelas, para jóvenes y adultos; y un tercer libro, Mi abuela, para cerrar un círculo de lectores: desde la infancia hasta la adultez. Y con los tres y tantos más, como el pionero Abuelas con identidad, muchas conversaciones intergeneracionales que ofrecen una variación políticamente comprometida de esa categoría tan visitada en la LIJ de libros de «Abuelos y abuelas».
Mi abuela es un delicado álbum, pequeñito, que se acaricia y abraza con las palmas de las manos, y de ahí se puede acercar al corazón. Con las palabras, el álbum traza una línea punteada de vivencias que pudieron ser y no fueron: reconoce ese dolor al nombrar algunos momentos que una abuela no compartió con su nieta o nieto porque no sabía dónde estaba. Pero con las ilustraciones la línea punteada (hojas de un árbol-abuela) vuelve a la posibilidad un gesto concreto de cuidado que ocurre en la página: contarle cuentos, prepararle cosas ricas, tejerle un suéter o llevarlo a pasear. Y ese encuentro final une los puntos del pasado con un futuro juntxs. Incluso si aún no se hubiera materializado en la realidad ese encuentro, el libro alivia al mostrarlo. Un homenaje a las Abuelas de Plaza de Mayo y a todas las abuelas buscadoras.
Y desde ese tejido de hojas en Mi abuela al que nombra Zahara Gómez Lucini así: «Que la cocina sea pretexto para hablar de lo indecible, para hacer presentes a los que se llevaron, para tejer acciones contra la ausencia.”
Esa fue la salida que encontró Zahara al laberinto de horror, silencio y pasmo al que puede conducirnos la crisis de las desapariciones forzadas en México. ¿Cómo accionar la protesta desde un sitio que diversifique la experiencia de recordar y exigir justicia? Es una de las preguntas que las autoras responden con este par de libros.
Recordar es vivirlas, vivirlos, resistir al horror con el sabor de platillos favoritos y los encuentros que provocan sus preparaciones en la cocina y en el comedor.
«Para cocinarlas se necesita una buena salsa. Primero se muelen dos o tres jitomates con el chile de árbol. El resto de jitomate, vamos a llamarle que sea un kilo, se pica. Se incorpora a la salsa cebolla y cilantro picado. Si a la persona con la que vas a convivir le gustan los cueritos encurtidos se le puede agregar a la salsa y si no simplemente la salsa se baña; se mete el chicharrón de puerco en el bolillo, se le pone su salsa, su aguacate y ¡a comer guacamayas!», así cuenta Carmen Sánchez Tapia el procedimiento de preparación del platillo favorito de su hijo Óscar Benjamín Pérez Sánchez desaparecido el 31 de mayo de 2018.
«Lo desaparecieron cuando tenia 41 años. Era conductor de Uber. Su mamá Carmen y sus cuatro hijos lo siguen esperando en casa», se lee también en la hoja con la receta.
«Recetario para la memoria» es un proyecto fotográfico, gastronómico y social del que existe una edición con recetas de buscadoras de Sinoaloa, de Las Rastreadoras del Fuerte, y otra con recetas de varios colectivos de buscadoras de Guanajuato. Lo realizó otro colectivo de mujeres: Zahara Gómez Lucini, Alejandra Díaz, Daniela Rea y Clarisa Moura con el apoyo de universidades, instituciones y restaurantes.

¿Cómo mirar el sitio donde se ha encontrado a una persona desaparecida? ¿El hallazgo de un cuerpo amplía o reduce el horizonte? ¿Pueden las ramas o las raíces de un árbol sugerir un camino a seguir? ¿Son las ondulaciones del suelo voces que llaman? ¿Cómo habitar aquellos bosques, cañadas, desiertos donde podría haber fosas? ¿Son verdaderamente un campo santo? ¿Cómo se transforma el paisaje cuando se imagina también como una posible tumba? ¿Cuánto hay de pasaje a otros planos en el paisaje? ¿La lluvia ayuda a cavar porque quiere que aparezca un cuerpo? ¿La lluvia se convierte en llanto? «La lluvia se confunde con tus lágrimas cuando encuentras un lugar», le cuenta a Daniela Rea, Araceli Salcedo, mamá de Rubím que busca en Orizaba, Veracruz.
¿Qué nueva relación de intercambio con la naturaleza establecemos si imaginamos que un río pudo ser testigo de un crimen?
«Los cuerpos de los desaparecidos esperan a ser encontrados en montañas, sierras, mares y desiertos. Los árboles, las plantas, el viento y el agua atestiguan el horror de los entierros clandestinos y, desde su naturaleza, hablan, dan pistas a los buscadores de desaparecidos. Bajo el suelo, cuerpos y tierra se cuidan y se nutren mutuamente», escribe Rea y pienso cuánto dialoga esa idea con la novela Los que volvieron de Márgara Averbach, en la que esta escritora da voz a una pareja de desaparecidos que, enterrados sin sus nombres, hablan a los protagonistas porque quieren ser hallados.
Un libro valiente y amoroso hecho de testimonios de personas que buscan, sobre todo mujeres: madres, hermanas o esposas, entrevistadas por Daniela Rea, quien acentúa, nos hace notar el gesto de cuidado en la búsqueda. Un gesto de cuidado incluso si lo que se recupera es apenas un hueso: «Cargar un hueso es como cargar a un bebé recién nacido, por delicado… pedacitos que no sabes si son parte de alguien a quien tú buscas», dice Graciela Pérez, mamá de Milynali, que la busca en Tamaulipas.
Si el paisaje es un cuerpo, el paisaje con desaparecidos es un cuerpo herido, nos dice esta valiosa publicación. Buscar es una forma de curar la herida.
Y es un libro que también recupera otras historias, reporteadas por periodistas de distintos países, y extiende así la categoría de «desaparecida/o» más allá de los márgenes de la «guerra contra el narco» y de México: «En otras partes del mundo, también desaparecen constantemente los migrantes en las aguas y en los desiertos. Desaparecen los niños de las adopciones ilegales. Las mujeres que iban por un trabajo a otro país y se esfumaron sin dejar rastro. Desaparecen los periodistas y activistas que se atrevieron a amenazar a las élites políticas, económicas y criminales con la verdad», escribe Daniela.
Silvia Ortiz, mamá de Fanny, que la busca en Torreón, Coahuila, parece recordarnos lo mismo cuando dice: «El mundo es muy grande cuando buscas a tus desaparecidos». Rosario Lucas también lo amplía con sus poéticas ilustraciones, que cuidan los testimonios y a lxs lectorxs.
Desaparecido es un lugar nos revela a la desaparición forzada como un territorio simbólico susceptible de ser habitado/leído y la búsqueda como el trazo de una cartografía susceptible de ser habitada/re/escrita cada vez.


Lo leí una vez. Lo volví a leer. Leí y leí como la Titi, que teje y teje. Es un cuento ilustrado breve y conmovedor, que convoca a niñxs que han empezado a leer autónomamente y que podrían identificarse con Juli, el narrador, de unos 8 años de edad. Y habla de la guerra de Las Malvinas con la dictadura militar argentina como telón de fondo. Un cruce no tan evidente en el imaginario colectivo e inusual en la literatura infantojuvenil de terrorismo de Estado. En mi experiencia lectora, es el primer libro infantil que leo que lo hace.
Juli representa a una nueva generación ya de bisnietos y bisnietas de las (bis)abuelas buscadoras. Es un niño que creció en una casa en la que la desaparición forzada y las ejecuciones del Estado se han hablado mucho pues forman parte de la propia historia familiar. «De cuando estuvieron los militares sé bastante…», nos dice Juli, que tuvo un abuelo en el exilio, tiene una abuela desaparecida y una madre que creció con su bisabuela María y con su tía bisabuela, la Titi.
Y la Titi es el personaje secundario de esa historia que pareciera secundaria cuando uno se centra en la dictadura militar: la de los heridos y muertos en la Guerra de Las Malvinas. Paula Bombara teje con la tía ese vínculo, nos muestra cómo el genocidio de los militares comprende también una guerra insular. El hijo de la Titi, Edu, «fue a la guerra cuando tenía diecinueve años y se murió en el hospital del sur unos días después de cumplir veinte». Esto lo sabe Juli, aunque su tía bisabuela Titi pase temporadas perdida, como en otro mundo, por eso de pronto le pregunta: «¿Se terminó la guerra? ¿Estás seguro?», «Sí. Sí, estoy seguro», «¿Entonces para qué querés ir?». Juli no sabe qué contestar y cambia el tema, le habla del perro que desea tanto tener. Y más adelante la Titi le dice:
Hablar sobre la memoria histórica a través de dos personajes: uno que está perdiendo la memoria y otro que quiere nutrirla genera una tensión basada en preguntas que Paula aprovecha muy bien para contarnos una historia sobre lo perdido y lo encontrado, la guerra y la paz, el dolor y los cuidados para acompañarlo: «¿Qué le duele a la Titi?», «Su hijo se fue a la guerra y no volvió más», responde la mamá de Juli y luego él: «En los jueguitos del teléfono, cuando te morís volvés con una vida menos, pero volvés. Eso no lo digo, es lo pienso cuando mi mamá habla».
Con La tía, la guerra y La sombra del jacarandá, Paula se adentra más en ese proyecto autoral, esa otra búsqueda, cuyo centro es El Mar y la serpiente. Aquí su poética explora una nueva generación de personajes que tampoco olvidarán. La concatenación nos ayuda a proyectar esa certeza al infinito, lo que resulta sumamente esperanzador.

«Dedicado a todos esos chicos que estuvieron y a los que, de alguna manera, aún están allá». Con esta dedicatoria entramos a Como una guerra, lo que plantea ya una idea de continuidad que es central en la propuesta del álbum y lo mantiene vigente. Y tanto como para hacer (y valorar y difundir) esta nueva edición, de libre descarga, diez años después de la original con Ediciones Del Eclipse.
Dos niños hablan de una guerra. ¿O son dos? Una la imaginan en blanco y negro y tras la pantalla, como para ver en el cine o leer en un libro. La otra la contó el tío de uno de los niños y no parece de mentiras, pero debe serlo porque suena igualita a la otra, la de las pantallas. ¿Cuál será la original y cuál el reflejo? «Me dijo que había humo y niebla y hielo por todos lados, que no se veía nada, que a él le pegó una bala de refilón en el casco, que por suerte no se agujereó, que si no, no contaba el cuento». ¿El tío, contará la verdad?
Es un tío como otros, como la tía Titi de La tía, la guerra, de Paula Bombara, o el tío que un día llegará de Mañana viene mi tío de Sebastián Santana. Un tío que está y no está, que habla y se calla, porque habita otro sitio, porque le cuesta estar en este.
El álbum también tiene dos planos: el del texto, que denota una desconexión con la guerra real de Las Malvinas y el deseo de juego, y el de las ilustraciones, que a través del collage redondean la idea de sobreponer planos: aquí vemos dibujada una pelota y a los amigos que movilizan soldados de plástico. El silencio final es el tercer plano en el que los efectos reales de la guerra cobran nitidez. Entonces los soldados desaparecen y solo queda la pelota que propone otro futuro… donde jugar en paz es posible.

Tengo la impresión de que este libro ha pasado desapercibido y es una de las memorias de infancia más impactantes que haya leído. Su autor cuenta en primera persona su crecimiento como dibujante y las muchas penurias que pasó al lado de sus padres huyendo de la guerra durante diez años de su infancia: de los cuatro a los catorce.
Arranca el 1 de septiembre de 1939 cuando los aviones nazis rompen el cielo y las calles de Varsovia lanzando bombas: «Cada vez que escuchaba una explosión, cerraba los ojos (…) ¿Nos caerá una bomba a nosotros? ¿Vamos a morir? ¿Moriremos de hambre?» La situación cada vez es más crítica: «Cuando el humo se disipó… algunas de las personas que hacía un segundo estaban de pie en la fila del pan yacían muertas en el suelo; otras estaban heridas. Todo parecía irreal. Me quedé mirando aturdido, clavado en mi sitio. La distancia entre la vida y la muerte se había borrado. La vida un segundo, la muerte el siguiente».
Así que Uri y su familia empiezan un difícil peregrinar primero hasta una ciudad vecina, Bialystok, luego hasta la gélida colonia Yura, en la Unión Soviética y de ahí hasta Turquestán: «Poco después de llegar a Turquestán, papá desapareció. Estábamos asustados. ¿Habría muerto? ¿Estaría vivo? No sabíamos adónde habría podido ir o qué podría haberle ocurrido. «¿Dónde está?», no cesaba de preguntarle a mamá, «¿Volverá algún día papá?». Uri había escuchado antes de personas que desaparecían.
En todos esos momentos de incertidumbre lo que salva a Uri son los dibujos: «Dibujar -sobre una hoja de un árbol, en el suelo, en la imaginación- era más que una distracción. Era mi hogar», dice, y las historias que le contaba su madre, sobre todo aquellas en la que describía el pan con mantequilla y la leche con cacao que comerían cuando terminara la guerra: «Yo devoraba esa historia. Bebía esa historia. No me cansaba nunca de escucharla».
Más adelante serán algunos libros como Till Eulenspiegel de Charles de Coster o El mago de Oz los que lo mantendrán en pie. Aunque en aquel momento no fuera consciente, al escribir esta memoria nota los paralelismos de su vida y la de Dorothy: «El ciclón que la había arrastrado lejos de su casa en Kansas y la había dejado en una tierra extraña era la ofensiva nazi y la subsecuente invasión de Varsovia, que nos separó del resto de la familia, nos expulsó de nuestro hogar y nos llevó hasta tierras lejanas (…). Para mí las brujas malvadas eran los nazis, los pandilleros rusos, los kazajos hostiles y el hambre».
Cuando termina la guerra, el viaje de regreso no es menos complicado y pronto descubren que no podrán quedarse a vivir en Polonia pues la persecución judía sigue en marcha, así que se refugian en Alemania, luego en París y finalmente en Israel.
Ese pequeño niño de Un lunes por la mañana, el álbum más difundido de Uri Shulevitz, que nunca está en casa cuando una corte entera lo visita para consentirlo, se cuela aquí también. Parece el pequeño ocupado y en resistencia que fue muchas veces Uri en su infancia.
Uno de los aspectos más significativos de Suerte es su ilustración, compuesta por una rica mezcla de fotografías de su archivo familiar, dibujos que hizo en aquella época, recortes y dibujos nuevos, hechos especialmente para el libro, en los que mezcla secuencias de cómic y oscuras viñetas. Un álbum de familia como testimonio de una vida que ningún niño o niña debería tener que soportar.
Un común denominador entre La tía, la guerra, Como una guerra y Suerte es el juego. El juego es el código con el que niños y niñas traducen lo absurdo que es tirarse bombas para sobrevivir psicológicamente a su impacto: tendría que ser una experiencia ficticia de videojuego, una simulación de avioncitos de papel y soldados de plástico o una película en blanco y negro. Pero en Samir y Yonatan, el juego no aparece de entrada como una reelaboración del horror. Juego y realidad ocupan el mismo plano y se superponen: el ruido de un disparo mientras alguien grita gol.
«Puedes esperar una pelota y recibir una bala», esto dice el abuelo de Samir. Esta yuxtaposición de mundos es estructura en la novela. Su narrador es un niño palestino de Cisjordania, llamado Samir, cuya madre consigue que lo internen en un hospital israelí para que le operen una rodilla. En un ambiente de atenciones y comodidades que le son ajenas, Samir sigue escuchando los disparos y sintiendo las ausencias, sobre todo la de su hermano menor, Fahdi, quien muere alcanzado por una bala. Esa bala lo atraviesa también, de manera simbólica, pues siente culpa y visualiza cómo sería todo si hubiera muerto él y no su hermano. Quizá su papá no estaría tan triste.
El tironeo entre el mundo exterior y el interior de Samir a veces lo hacen sentir tan pesado que se hunde en su cama hasta que consigue irse a un lugar tranquilo. El silencio nocturno del hospital lo ayuda. Allí no hay toques de queda, allanamientos ni detenciones ni encarcelamiento de menores ni detonaciones de casas. También le sirve su creatividad, con la que imagina partidos mentales de futbol o que un día conocerá el mar: «Se muy bien lo que me falta. Me falta algo inmenso, sin cercas ni barreras». O repetir el inicio en inglés del cuento de Aladino: Once there was a wizard. He lived in Africa. He went to China to get a lamp, un conjuro que ahuyenta el mal de ojo.
Y claro, también están la enfermera Verdina y el enfermero Felix, las voluntarias «Ingrid y la otra Ingrid», el médico estadounidense que ha volado desde Chicago para operarlo y los otros niños y niñas de la sala: Ludmila, Razia, Tzaji y Yonatan. Sobre todo Yonatan, quien le habla con cariño y le cuenta de galaxias y estrellas, quien le revela que es posible habitar un tercer mundo que no es ni el de Israel ni el de Palestina, uno donde Samir no tema que el hermano soldado de Tzaji pueda ser quien mató a Fahdi y olvide que su abuelo perdió la alegría cuando lo despojaron de su parcela de olivos. No es un mundo interior ni un juego imaginario. Cuando Yonatan le cuenta que harán un viaje a Marte, Samir realmente verá despegar una nave.
Al final, cuando lo den de alta, todas las aventuras le parecerán casi un sueño. Las amistades israelíes que ha hecho serán su nuevo conjuro, talismán de paz, mar.

20 Comentarios »