Desde México, Colombia, Perú, Argentina y Chile… llegan voces que hacen memoria. Abro esta entrada, como cerré la pasada sobre canciones de protesta, amparado en palabras de Cristina Rivera Garza. Responden en buena medida a lo que me han preguntado algunos amigos últimamente: ¿para qué escribo de esto?, ¿qué busco?, ¿qué deseo?: «Como el narrador que habla con Diomides en esa maravillosa novela que escribió Milorad Pavic, me anima el deseo de construir. Somos constructores. Entre más construyamos, al enemigo le resultará más difícil destruir lo que somos, lo que hemos sido. Y el enemigo, tal como nos prevenía Benjamin hace tanto tiempo, no ha dejado de dar la batalla y, en muchas ocasiones, de triunfar. Tenemos, sin embargo, este mármol inusual para construir lo que seremos: las horas y los días, los años, nuestra misma cercanía, nuestros afectos mutuos, nuestra comunidad». 

Estos libros y tantos otros que he reseñado ya alrededor del terrorismo de Estado no olvidan, contienen palabras vivas ligadas a contextos específicos, ideologemas, como quería Bajtin, y buscan eso: construir comunidad crítica, activa, solidaria, un frente común «vibrando en el cansancio elemental / de ganarles nuestra vida», como dice Laura Devetach en Para que sepan de míen el que haya sitio para conversarlos con niños, niñas y jóvenes, desnaturalizar la violencia y la impunidad y librar, los adultos también, el miedo.

Ilustración de Maurizio A. C. Quarello.

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Un último viaje llamado Pitchipoï

Una forma de mirar los terrorismos de Estado hoy, sabemos, es leer hacia atrás, cruzando un océano. Existe mucha literatura infantil y juvenil que sitúa a sus personajes en la Segunda Guerra Mundial. Pitchipoï, de Jacqueline Golderg, con ilustraciones de Juan David Quintero (Tragaluz, 2019, Colombia), propone un vínculo inusual.

Leí el poema «Pitchipoï» en 2017, antes de que fuera libro y desde entonces, y sin efectos, me sorprendió la capacidad de Goldberg de conectar, por medio de una palabra, una anécdota personal, extraída de las mitologías familiares, con un hecho como el Holocausto, que a todos nos concierne y duele. Cómo pasaba de esa dimensión íntima, que cifraba un juego entre padre e hija, a un espacio de denuncia y memoria. Todo a través de una palabra: Pitchipoï. 

«¿A dónde vamos?», pregunta una hija viajando en auto con su familia. Ella sabe la respuesta pero quiere escuchar a su padre decir esa palabra que hace cosquillas en los labios, extraña, como cubierta de plumas y, tan grande, que caben todos los destinos: «¡Vamos a Pitchipoï!», responde el padre.

«Y mientras lo pronunciaba, / sus ojos se zambullían en otras carreteras. / Bebía inviernos de una palabra no muy azul, / tampoco negra ni rojiza. / Quizá blanca, / recostada a lo más blanco.» 

La hija que narra entra a un túnel formado por el eco de esa palabra y allí sigue oyéndola hacer «clap clap clap, / pot pot pot, / truc truc truc», buscando dueño. Quizá sea «Como suenan los peces, / o las espinas, / o los dientes, / o una puerta tras el alboroto de los regalos». Será al otro lado del túnel, cuando crezca, que descubrirá el significado original y terrible de Pitchipoï.

«Cuando los judíos / veían los trenes partir, / preguntaban a dónde iban. / Los guardias solo respondían: –¡A Pitchipoï!». Con el tiempo, sigue contándonos la poeta, haciendo arqueología lingüística, la palabra perdió su connotación negativa y conservó sólo la vaguedad. Se volvió la manera de nombrar «cualquier orilla, / un país en ninguna parte».

Así, separada del uso original, llegó a los oídos de su padre, de raíces europeas, que siguió repitiéndola hasta convertirse, él mismo y para la hija, en «Pitchipoï». Una palabra entre luz y sombra, entre lo decible e indecible… quizá como todo padre, todo lugar. Un mismo cuadrado con dos caras que se doblan tocando sus puntas opuestas. De ahí la solución material del libro, cuyo original formato de triángulo rectángulo conseguí justificar después de varias leídas. La ilustración es paisaje que acompaña en silencio, como testigo.

Más allá de las complejas tensiones entre el mundo de los padres y el de los hijos, que refleja amorosamente este poema, me parece que su fuerza radica en que en ese entrecruzamiento de viajes y tiempos, en apariencia opuestos, se revela una sincronía, se hila la voz individual con la colectiva. Pitchipoï recuerda los muchos caminos por los que nos pueden llevar las palabras, cómo pueden acortar distancias y acontecimientos, demostrándonos que no nos son ajenos.

Casi al final del libro, esta cita: «Solo más tarde supe que ese lugar que llamábamos Pitchipoï, tenía por verdadero nombre Auschwitz-Birkenau» de Jean-Claude Moscovici, Voyage à Pitchipoï. Y luego una breve nota que explica a qué llamamos Holocausto y ahonda en ese significado nazi de Pitchipoï. «1,5 millones de niños fueron asesinados durante el Holocausto», se lee también. Como al final de los poemas en Niños de María José Ferrada donde se revela que los protagonistas fueron ejecutados en la dictadura militar chilena, y así, le damos otra vuelta a la lectura. 

La muerte infantil en el Holocausto es abordada en títulos devastadores como Humo de Antón Fortes y Joanna Concejo (OQO, 2008) y El niño con el pijama de rayas de John Boyle. Prefiero, en particular, El último viaje del doctor Korczak y sus hijos de Irene Cohen-Janca y Maurizio A. C. Quarello (Loqueleo, 2016, México), una historia que rinde homenaje a Janusz Korczak, auténtico pedagogo y precursor en la lucha por los derechos infantiles, que a lo largo de treinta años ayudó a niños y niñas de escasos recursos en Polonia. 

La «Casa del Huérfano», creada por él, era una verdadera «República de los niños», así nos cuenta uno de esos huérfanos, el que narra este libro, con voz verosímil y valiente. Allí, Korczak promovía el autogobierno, con parlamento, diputados, código de mil artículos creado por los propios niños, correo anónimo y tribunal, «para que no haya injusticias y para que nuestros problemas sean tomados en serio». Si el tribunal decidía que un niño debía ser expulsado, el «Pan Doktor», Señor Doctor, lo respetaba. Incluso publicaban un semanario y tenían una orquesta. 

Korczak creía que los niños eran poetas y filósofos, defendía su derecho a preguntar y a vivir con dignidad y en las mejores condiciones posibles. Por eso cuando los alemanes ocupan Varsovia y los obligan a dejar la Casa del huérfano, «un verdadero palacio (…) con brillantes azulejos, lavabos de porcelana, sala de lectura, salón de juegos y calefacción», el doctor decide que el traslado parezca «el viaje de una gran compañía de teatro y no una miserable mudanza», con «lámparas, dibujos, sábanas y cobijas, plantas verdes…». Y una carretilla llena de papas decomisada por los nazis antes de entrar al «país-cárcel» o gueto. 

Una vez instalados en esa casa más pequeña y mucho menos cuidada, donde la Pani Stefa y otros educadores los ayudan a instalarse e intentan recrear lo que tenían antes, el Pan Doktor va al Palacio Blank, que ha ocupado la Gestapo, a intentar recuperar la carretilla de papas. Casi lo matan, es encarcelado un mes.

Los niños y niñas lo extrañan. «Extrañamos su manera de darnos ánimo. Cuando nos duele algo, él nos soba repitiendo: Abracadí, abracadó / aquí nada pasó, / abracadó, abracadá,/ y nada pasará…. Y el dolor desaparece».

Vuelve lastimado pero con historias y se esfuerza por animar a los huérfanos. Aunque en las calles del gueto vean muertos, «a veces son niños o bebés», nos dice un narrador que no esconde la crudeza, Korczak «quiere que la vida continúe y que dentro de nuestra casa todavía resuenen la música, los cantos y las voces de los espectáculos de marionetas».

«Nuestra casa tiene que seguir siendo una isla en medio del océano sacudido por la tempestad, y cada uno de nosotros, nos dice el Pan Doktor, debe proteger su castillo interior». Cuando finalmente los llevan a un campo de concentración, uno vuelve a estas palabras. Habrán cobrado especial importancia para los niños y niñas y para el propio Korczak, quien se niega a separarse de ellos, aunque los nazis le habían ofrecido no subir al tren. 

Esas palabras se vinculan con la fuerza de otros testimonios como el de Viktor Frankl, Primo Levi o Agota Kristof. En su trilogía imprescindible de Claus y Lucas (Libros del Asteroide, 2019), sobre todo en El gran cuaderno, el primer libroKristof muestra esa impresionante capacidad de resistencia de los niños. Una primera persona del plural, la que conforman los gemelos Claus y Lucas, inspirados en la propia autora y su hermano, diseñan ingeniosas formas de aprender, trabajar, esquivar golpes, hacer amigos y sobrevivir a una guerra en la que son menos que secundarios. Un gran ejemplo, además, de libro que reproduce magistralmente una mirada, psicología, infantil (sin intención de la autora de hablarle a niños): directa, feroz, con un sentido común que desarma los adultos.

Y, sí para niños, pienso igualmente en otra voz que recrea esa fuerza pero también la fragilidad y el miedo de dos niñas y un adolescente casi a salvo de la guerra y los nazis en una casa apartada de los bombardeos. Los hijos del Rey de Sonya Hartnett, ilustrado por Alicia Varela (Castillo, 2012), como La guerra que salvó mi vida o Las Crónicas de Narnia, propone un mundo lejos de Londres, más allá de ese presente atroz. Aunque sea 500 años atrás, hasta un castillo vecino y allí se escuchen los ecos de otras injusticias causadas por las ansias de poder. «…estéril y nauseabundo, quizá así sea siempre el poder. Quizá sea su verdadera naturaleza», dice el generoso tío Peregrine, que ofrece un refugio y la posibilidad de otro mundo, aunque sea temporalmente, como Korczak.

Cajas chinas y el pasado (y presente) fascista en México

La lectura de Cajas chinas de Bel Yin (Edelvives, 2018, México.), guión cinematográfico tan acertadamente estrenado como libro, fue una gran sorpresa. Además de que se agradece la exploración de otros géneros literarios en el panorama editorial juvenil, lo que cuenta es un periodo casi borrado en la historia fascista de México: la campaña xenofóbica oficial contra inmigrantes chinos y japoneses que tuvo lugar, de principios del 1900 a principios de los 40, principalmente en Sonora, Baja California, Durango, Chihuahua y Sinaloa.

Promovida y sostenida —con masacres, deportaciones masivas, maltrato y discriminación pública, segregación— incluso por fuerzas políticas rivales como los porfiristas y maderistas y por presidentes como Victoriano Huerta, Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón, quien hizo públicas reestricciones que prohibían a «los chinos» (gentilicio que se usaba despectivamente e incluía a cualquier persona de ojos rasgados): vender comestibles, entrar a restaurantes y museos, casarse con mexicanos, acceder a los puestos públicos y más. En algunos estados incluso hubo guetos. 

En ese contexto se enmarca esta historia. Narra la llegada en barco de una pareja china, Silvana (Xï rwéi nà) y Fermín (Fèi rmíng) a Baja California y su asentamiento en El Plat (hoy Los Mochis). Veremos cómo se van abriendo paso, sobre todo gracias a que Silvana es hierbera y experta en medicina tradicional china, superando agresiones, formando una familia de tres hijos y, luego, lamentablemente, dispersándose para lograr sobrevivir a la persecución antichina. La más pequeña de los hijos se llama Xin Wukong, ella heredará el conocimiento de su madre y, por seguridad, la darán en adopción. Años más tarde tendrá una hija llamada María.

Es María, una joven en la década de los 60 en México, el eje de la historia. Tras la muerte repentina de su madre, Xin Wukong, y el descubrimiento de una caja de madera labrada, viajará al pasado, literal y metafóricamente, ayudada por el Señor Yee para descubrir sus orígenes. El guión juega con los flash backs de forma original y efectiva, en algunas secuencias retrocedemos, un flashback dentro de otro, más y más atrás, como cajas chinas (nunca mejor utilizada la metáfora que también define a una técnica narrativa).

Hacia el final, los tiempos se cruzarán. «Tres cajas chinas, tres vidas», dice María. Cajas que preservan la memoria y el conocimiento de tres generaciones de mujeres creciendo sin olvidar su raíz, pero también floreciendo hacia nuevos sitios. En la última escena, María, ya anciana, defiende el derecho a olvidar. Ella ahora ocupa el lugar de su abuela, en un pueblo abandonado, en exilio, ante la presencia del narcotráfico. Otro guiño a ese conjunto de cajas chinas en las que la huída en la búsqueda de un mejor lugar, en algunos casos, lamentablemente, nunca termina.

Y ahí, en un tiempo conectado al actual, vuelve Ayotzinapa y el terrorismo del narcogobierno. Lamentable continuidad de ese pasado fascista en nuestro país. En el libro Vivos se los llevaron de Andalusia K. Soloff, Marco Parra y Anahí H. Galaviz (Plan B, 2019, México) se cuenta lo ocurrido antes, durante y después del 26 de septiembre de 2014 con la voz directa de padres, madres, sobrevivientes y otros activistas, recuperada por Andalusia, periodista comprometida con la causa. Un admirable mosaico de voces y síntesis de lo sucedido se integra aquí. Mezcla de testimonio y de recreación en primera persona de la propia investigación que lleva a cabo la autora, el libro busca llegar a un amplio público (fue publicado por el grupo editorial Penguin Random House), contribuir a desmentir «la verdad histórica» e involucrar a la sociedad en la demanda de justicia.

Pero en ese afán de llegar a muchos y de hablar a jóvenes, intención más que loable, llama la atención cierto tratamiento gráfico y tono en algunos momentos de la novela, desde la portada y la contraportada, que «venden» lo ocurrido, aún no resuelto, como si fuera una historia emocionante, «de escalofriante violencia», apelando al morbo, lista para volverse serie en Netflix. Incluso la portada retrata a los padres en manifestación violenta, cuando ellos han promovido y defendido el diálogo y la protesta pacíficas. Tampoco encontré en el libro (que ya ha sido traducido y vendido a otros idiomas) si algo de lo recaudado con la venta es para las familias.

Si bien esta publicación puede ser una buena aliada para detonar conversaciones con niños, niñas y jóvenes alrededor de Ayotzinapa, y no existe hasta ahora nada similar, sugiero abrir preguntas como estas y mantener la mirada crítica sobre la forma en que se comunican, explotan y circulan estos temas.

Para que sepan de la tristeza en nuestra voz

Libros que parten de un hecho histórico y narran con tono realista como El último viajeCajas chinas yVivos se los llevaron, dialogan bien con otros que se aproximan más poéticamente a los hechos, como Pitchipoï, La tristeza de las cosas de María José Ferrada y Pep Carrió (Amanuta, 2017, Chile) o Para que sepan de mí de Laura Devetach con ilustraciones de Juan Lima y Vero Roca (Calibroscopio, 2016, Argentina). Y en medio, con un pie en el realismo y otro en la elaboración poética y fantástica: Nuestra voz sigue en el viento de Javier Mariscal Crevoisier con ilustraciones de Christian Ayuni (Ediciones Norma, 2020, Perú). 

En La tristeza de las cosas una voz se pregunta por el ausente, doliéndose por las pertenencias que dejó libres, sin uso, abandonadas, como una taza favorita para el café: «Cuando llega la noche me siento a la mesa de la cocina. El silencio de las cosas es diferente al nuestro, no sé si alguna vez lo notaste. Yo me quedo en ese silencio y me imagino que pasan los años, miles de años y que el último rastro del paso de los hombres por la tierra, son los huesos de mis manos aferrados a tu taza de café».

Y esa voz aferrada a la taza pide, reza, al «dios de lo perdido, pequeño dios del despojo» que vele por esas cosas, las vuelve sujetos, hijos e hijas en duelo: «De tu reloj, tus lápices, tu abrigo, tu pañuelo, las sábanas de tu cama, tus libros, brotaba algo parecido a mis lágrimas».  Pero son también pequeños espejos del vacío, cosas como cenizas, restos, el único cuerpo al que llorarle. 

También aquí, como en el mencionado Niños, una nota final, más extensión del poema en prosa que paratexto, ancla la elegía: «Entre 1973 y mediados de la década de los ochenta, más de 3000 chilenos y chilenas salieron de sus casas, lugares de estudio o lugares de trabajo y no regresaron. Lápices, máquinas de escribir, cuadernos, paraguas, camisas, fueron abandonados para siempre sobre los escritorios, las mesas, los armarios».

Queda resonando el eco de esas cosas largamente en el lector y esas siluetas-hoyos negro, llenos de universos, que ilustra Pep Carrió. Resuenan como gritos de padres y madres que dicen: ¡Vivos los queremos!

El poema «Las cosas» de Laura Devetach es el revés del poema de Ferrada. Aunque hay ausencia, y una especie de pase de lista, se enuncia desde la presencia: «El portarretratos, Manuela (…) / los caracoles, Mabel (…) / el espejo, Mery (…) / los dibujos, Víctor (…) / el títere, Carlos / la canasta, Lily / la planta, abuela Ivonne / el tapiz de tu muerte, Cacho / y también la cuchara con que como / y la lapicera / y todos los amores / y los consuelos/ Nada de lo que tengo carece de nombre. / Todos están aquí / y me llaman y me nombran». 

Para que sepan de mí es una voz que espera, sobrevive, resiste escribiendo. La voz potente de Devetach, autora prohibida en la dictadura militar argentina, que quiere dar noticias a sus amigos en el exilio y escribe, aquí y allá, pequeños poemas con pájaros escondidos como en el relato de Galeano:

«¿Qué puedo decir? / ni sé cómo se dicen ya las cosas / para que suenen / y se perciban / entre tanto crujido / concierto y desconcierto / tanto llorado y por llorar / qué puedo decir / si lo que digo / no se abre paso entre la bruma / cae en oídos con cerrojos / en globos negros que estallan / al más leve roce de las palabras…»

O: «Llegaron los lobos / una noche / huí / y perdí / los azahares / y el limonero»

Poemas que abren un paréntesis, un mientras, un silencio por el dolor en la memoria del cuerpo por «cada una de las muertes», una renuncia a los imperios, una ceder el poder a quien pueda construir un mundo justo, un conjuro: «Así como el gallo canta / y se convence / y nos convence / de que maneja los hilos del sol // así como el perro labra / un loco cerco en espiral / y crea un mundo impenetrable / bajo su pachorra // así / pronuncio / y rezo / y desgrano / los nombres perdidos / para volver a tenerlos cerca»; y la certeza de ser como los que le ganan tierra al mar o hacen llover en el desierto: «…y soy millones / vibrando en el cansancio elemental / de ganarles nuestra vida / a un puñado de crápulas». 

El libro, rescatado por Calibroscopio está ilustrado con una sutil ofrenda de plantas fósiles, huellas de racimos minúsculos guardados en entre páginas de un libro, para recordar un momento. Y está dividido en tres secciones, un durante y un después de la dictadura: Para que sepan de mí 1979-1983, Así de simple 1984-1986 y Apretadas síntesis 1986-1987. En cada periodo hay luz y sombra, juego, humor, curiosidad y dolor, rabia e impotencia, calma y reclamo. Es precisamente esa capacidad de reflejar los muchos tonos de vida lo que hace este poemario otro gran testimonio de humanidad, como en el Claus y Lukas de Kristof.

En los cinco años que llevo leyendo de terrorismos de Estado en la LIJ no me había topado con ninguna obra que abordara la «guerra antisubversiva» de los años 80 y principios de los 90 en Perú. Ese conflicto armado entre la organización terrorista Sendero Luminoso y las fuerzas armadas del Estado que dejó casi 70 mil muertos, la mayoría no identificados, y en el que hubo masacres, desapariciones forzadas y otros muchos abusos perpetuados por ambas partes.

Por eso fue un asombro Nuestra voz sigue en el viento y, en particular, la cuidada prosa poética de su autor, Javier Mariscal Crevoisier, ganador del Premio Barco de Vapor de Perú en 2016, y quien seguramente continuará sonando (ojalá SM y Norma lo hicieran circular fuera de su país).

Micaela, la protagonista y narradora, vive en la provincia de Ayacucho, en un pueblo sin nombre en la novela que representa a muchos pueblos de los Andes peruanos que tanto padecieron el «fuego cruzado» entre los «no muy distintos» terroristas y militares.

«Desperté sudando. Los golpes a la puerta arreciaron muy temprano y mi hermano y yo nos refugiamos detrás de papá. Mamá me abrazó y me pidió que no tuviera miedo. La patada abrió la puerta y vimos a los otros, los soldados, con ropas no muy distintas de los que habíamos visto días atrás. Jalonearon a mis padres y luego a todos los vecinos del pueblo a la plaza, y nos colocaron en filas unos junto a otros».

Aunque llevaban tiempo viviendo alerta, Micaela valoraba su vida sencilla: «Mi padre criaba gallinas y teníamos algunas cabras. En la chacra sembrábamos papa y maíz. Mi hermano Justino aprendió pronto a decir mi nombre, mientras corría persiguiéndome entre los sembríos». Hasta que un día llegan unos que saquean el pueblo argumentando la importancia de su movimiento contra la opresión. «¿Nos van a disparar, mamá?», pregunta Micaela y cuando finalmente se van, dejando panfletos, pintas y corrales vacíos, dejan «también el terror, (…) sobrevolando el pueblo como un buitre».

Después llegan los otros, militares o paramilitares, que los interrogan y amenazan. Después, otra vez los «subversivos» que, después de matar al alcalde, reclutan -secuestran- a niños, niñas y adolescentes capaces de cargar un arma. Micaela entre ellos. Entonces, en su marcha, la niña, apunto de cumplir 13 años, deseará como muchos otros niños en libros como Diario de un hada o Tal vez vuelvan los pájaros, desaparecer de la vista de los captores: «Si lo pienso con mucha fuerza, me haré lechuza, me haré una huallata presurosa, me haré un gris huaychao para cantarles el mal agüero mientras me pierdo entre las nubes, mientras me convierto en aire, en remolino de luz, mientras me amparo en las faldas de los apus, del espíritu libre del toro que rompió sus cadenas y desbordó las aguas…».

Y lo conseguirá: escapa, aunque es herida, y empieza un viaje de regreso a su pueblo acompañada de personajes míticos y del bosque andino, un personaje en sí mismo que Mariscal describe con maestría: «Las flores de retama amarilleaban el verde profuso como un sol que floreciera en tierra». Su voz hecha “como para el aire”, como dice Micaela cuando escucha a su papá contarle el cuento del toro encadenado en el fondo de una laguna, es particularidad y belleza. 

La valiente vuelta de tuerca en la historia realmente sorprende y cala. Un regreso que no es como quisiéramos y que, sin embargo, preferimos al horror del secuestro. Un regreso simbólico con el que el autor nos salva de la maldad, con Micaela, y nos devuelve un poco de paz.

TERRORISMO DE ESTADO Y LIJ:

Ésta es la entrada número 21 que publico que toca este tema. A continuación un listado con el resto:

Terrorismo de Estado y libros para niños

Terrorismo de Estado y libros para niños II

Ellos no quieren que los leas: libros prohibidos

¿Dónde están? Escritores sobre #Ayotz1napa

Leer al desaparecido

Las madres rastreadoras y la muerte

Los pájaros mudos. 40 años del golpe militar argentino

Abuelas con identidad

¡No se olvida! Resistencia y desapariciones en la voz de 8 escritoras

México recuerda. De Irulana y el ogronte a Olivia y los más de 30 mil desaparecidos

La biblioteca roja. A 50 años del 68, más de 50 libros para niños y jóvenes que lo nombran: Fue el Estado

¿Cómo contarles Ayotzinapa? A cinco años de la desaparición forzada de 43 estudiantes

Sr. Presidente, ¿dónde los tienen? 

Infancia, dictadura y migración

Exiliaditas, ese pequeño y gigante: ¿te acuerdas? 

Canción de cuna para gobernante. Música para despertar la protesta a 6 años de Ayotzinapa

De Expertos invitados:

Literatura y memoria: María Teresa Andruetto.

La insistencia. El uso de lo simbólico para nombrar el dolor y un recuerdo de mi tía la triste: María José Ferrada

¿A las barricadas? Literatura políticamente comprometida: Clémentine Beauvais 

Exilios, nacionalismos, represión, multiculturalidad: panorama de temas políticos para niños y jóvenes, por Jochen Weber + M68

Entrada No. 205

Autor: Adolfo Córdova.

Ilustración de portada de Maurizio A. C. Quarello para El último viaje (Loqueleo, 2016).

Fecha original de publicación: 30 de septiembre de 2020.

4 Comentarios »

  1. GRACIAS ADOLFO.

    Vi esa película del Niño con la pijama de rayas. Fuerte, hermosa por la amistad de los niños y que da una gran y dolorosa lección al padre.

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