Escribir para niños según los adultos, por María Fernanda García
La historia de la literatura infantil y juvenil nos ha demostrado que no todo lo que es pensado para un lector infantil o juvenil realmente interesa a ese lector y […]
Expediciones a la literatura infantil y juvenil
La historia de la literatura infantil y juvenil nos ha demostrado que no todo lo que es pensado para un lector infantil o juvenil realmente interesa a ese lector y […]
Desde esta paradoja escribe María Fernanda García. Se desmarca de la tradición inaugurada en el siglo XVIII por autoras como Jeanne-Marie Leprince de Beaumont que querían, en efecto, hablar específicamente a niños, niñas y jóvenes (y en ello Jeanne-Marie fue precursora y es importante reconocerlo) pero con un objetivo principalmente formativo. Por eso dice: Los libros de niños no son para niños en uno de los ensayos breves que leerán a continuación, y que da título a un libro (Luzzeta, 2018) en el que reunió una serie de reflexiones publicadas entre 2015 y 2017 en Tierra Adentro, porque esta categorización arrastra prejuicios (anacrónicos), es adultocentrista y con frecuencia deriva en censuras.
En Esto no es para vos (Editorial La Bohemia, 2009), Sandra Comino encara muchos de los tabúes de la cultura infantojuvenil. ¿Qué es apto para niños? ¿De qué se puede hablar con jóvenes? En una conferencia que impartió en la Feria Infantil y Juvenil de Buenos Aires en 2002 (disponible aquí), que daría pie al libro, Comino denunciaba la circulación de un tipo de literatura que silenciaba muchas de las preocupaciones e intereses de los lectores, con frecuencia vinculados a problemáticas sociales. Desde entonces ya se ha caminado y hoy hay una nueva ola de libros políticamente comprometidos que abordan asuntos que antes no se consideraban «aptos», pero los conservadurismos didácticos no paran.
Quién decide qué sí y qué no encaja en las categorías es problemático. De ahí que María Fernanda García se defina primero como lectora de literatura sin adjetivos y luego como un adulto al que le gustan los libros dirigidos a niños, niñas y jóvenes. «Me gustaban los libros y quería hablar de ellos». Punto. Su interlocución con los adultos que leían su columna de LIJ en Tierra Adentro no tenía como eje el público meta: «(Los libros) se entendían como literatura, como historias, sin adjetivos y sin divisiones».
Igual que Sandra Comino, en 2009 María Teresa Andruetto publicó Hacia una literatura sin adjetivos (Comunicarte) en donde señala: «El gran peligro que acecha a la literatura infantil y a la juvenil en lo que respecta a su categorización como literatura, es justamente el de presentarse a priori como infantil o como juvenil. Lo que puede haber de «para niños» o «para jóvenes» en una obra debe ser secundario y venir por añadidura, porque el hueso de un texto capaz de gustar a lectores niños o jóvenes no proviene tanto de su adaptabilidad a un destinatario sino sobre todo de su calidad, y porque cuando hablamos de escritura de cualquier tema o género, el sustantivo es siempre más importante que el adjetivo. De todo lo que tiene que ver con la escritura, la especificidad de destinatario es lo primero que exige una mirada alerta, porque es justamente allí donde más fácilmente anidan razones morales, políticas y de mercado».
En los dos primeros microensayos que leerán, María Fernanda ejemplifica esta advertencia con una breve y rica biografía lectora y con una crítica a una industria editorial que se empeña en repetir viejos modelos.
Sería deseable promover que los niños, niñas y jóvenes lean también textos no pensados especialmente para ellos; buscar, como mediadores, posibles poemas, cuentos, novelas, crónicas sin la etiqueta que creamos puedan interpelarlos.
Claro que la historia de la LIJ también demostró que se podía escribir pensando en niños y jóvenes desde una poética más liberal, diversa, dinámica y genuinamente sensible al universo infantil y juvenil. Y que usar esos adjetivos es también resistencia, la defensa de un terreno ganado por lectores específicos. María Fernanda reconoce esa veta de la historia y ese terreno y se inscribe en un curso de escritura de LIJ… pero no le resulta. Y lo cuenta francamente en el tercer ensayo.
Con agudeza, sentido del humor y cercanía, esta ensayista multiplica las preguntas, que hace falta seguir haciéndonos, y honra a la niña que fue.
Su columna en Tierra Adentro constituyó, durante varios años, uno de los pocos espacios de periodismo y crítica especializada en literatura infantil y juvenil en México. Muy honrado y agradecido con María Fernanda por su generosidad para compartir aquí algunos de sus artículos, y deseoso de que vengan más colaboraciones.
Adolfo Córdova
Me gustaría decir que el primer libro que leí fue un clásico que cambió mi vida. Mentira absoluta. Mis primeros recuerdos de lectura son una cosa mucho menos sofisticada. Mi abuela siempre estuvo suscrita al Selecciones del Reader’s Digest, yo cada mes podía encontrar el nuevo ejemplar en el baño de visitas. Me recuerdo sentada en el piso leyendo las revistillas —con anuncios incluidos— de principio a fin. Ahora no puedo acordarme de ningún relato con claridad. Me viene a la mente una sola historia donde un grupo de niñas vendían galletas de puerta en puerta para juntar dinero y salvar a alguien de su grupo, lo conseguían. Todas en ese tono: motivacional pero intrascendente. Me acostumbré a una prosa poco lograda, nada exquisita y con traducciones de dudosa procedencia. Me aprendí las fórmulas que había que seguir para entender relatos que siempre partían de una situación trágica y cómo ésta se resolvía.
Antes y después experimenté con otros textos, lo interesante del Selecciones era que estaba a mi alcance, literalmente. En esta lectura no había censura ni mediación de algún adulto, tampoco estaba vinculada con lo escolar y podía pararla donde quisiera. Nunca tuve la obligación de seguir, siempre lo hice. También me recuerdo leyendo libros para la escuela, me parecían infinitos, contaba las páginas que me faltaban para terminar y saltaba cuantas pudiera. De ese martirio de lecturas pragmáticas me quedan algunas buenas experiencias: Momo, de Michael Ende; El abrigo verde, de María Gripe y La balada del siglo XX, de Jordi Sierra i Fabra. Sin dejar de lado, por supuesto, el cómic al reverso de la caja del cereal Cap’n Crunch. Probablemente el texto que más veces he leído en mi vida.
Por ahí de los once años, mi hermana me leyó Aura, de Carlos Fuentes, en voz alta por las noches. Ella leía y yo me acostaba viendo al techo o a las manchas de la portada en esa edición de Era. Después me robé ese mismo título de una biblioteca. Nunca lo he vuelto a leer y me acuerdo de prácticamente todo. Luego me encontré un libro polémico en casa, La vida secreta de Adolfo Hitler, de David Lewis. Una edición roja, con tipografía negra y la foto del inconfundible villano en la portada, una evidente invitación al camino del mal. Me aterraba casi todo lo que leía y entendía una página de cada tres. Mi mamá lo descubrió y me quitó el libro bajo el argumento “no es para niños de tu edad”, argumento que usan casi todos los adultos cuando intentan delimitar qué es lo “correcto” para cada edad. La pregunta es ¿cómo y quién lo define? Pienso que lo hace el propio usuario —el niño lector— quien, sin sistematizarlo, parte de dos criterios básicos para abandonar un libro o seguir leyendo: el aburrimiento y la comprensión. La propia obra, como en la literatura adulta, le dirá si es o no para él. Si no hay empatía y los referentes son inaccesibles o lejanos, la lectura se quedará en las primeras páginas. Si empieza a bostezar en el segundo capítulo, para el tercero estará dormido. Es posible que si se acerca a obras especializadas o con temáticas ajenas a su realidad, el asunto no logrará llegar a sus últimas consecuencias.
No sé con precisión cómo nos convertimos en lectores “en forma”. Para mí se dio en la víspera adolescencia, a los trece o catorce años empecé a leer sólo porque sí. Unas veces para matar el aburrimiento y otras para encontrar respuestas a preguntas que no podía hacer. Generé un hábito de lectura consciente aunque involuntario. Leía libros completos, me fijaba en los nombres de los autores y tenía planes a futuro. Sin concebirlo como importante o trascendental para la vida, compré libros y revisé los que tenía en casa. Ya nadie tenía que autorizarlos, quizá a esta edad uno se gana su lugar como lector “independiente”.
Asumiendo ya esta posición de independencia y más entrada en la vida adulta, me decidí por la literatura infantil. Como un proceso completamente anacrónico, a los veintitantos me leí todo Roald Dahl, Hans Christian Andersen, los títulos de la colección A la orilla del viento, del Fondo de Cultura Económica y buena parte de algunos catálogos mexicanos y extranjeros.
Construí una biblioteca infantil que de niña nunca tuve. En las librerías ésa es la primera sección (a veces la única) que visito. Es ahora un proyecto personal al que decidí invertirle tiempo, dinero y horas de estudio. Quizá se explique como intento de recuperación de un pasado nostálgico inexistente, una mínima tolerancia al aburrimiento, falta de madurez o sólo el gusto por ciertas formas estéticas y narrativas, sin ponerles etiquetas.
Me niego a pensar en la literatura infantil como una que se diferencia de la literatura adulta; ni siquiera existe esa categoría, ¿cierto? Por lo general, no distinguimos los libros que leemos por el público al que van dirigidos. En las librerías no hay secciones dedicadas a poesía para personas entre 31 y 37 años, esto se define en función de los gustos y la experiencia del lector, en principio ningún libro le está negado. Algo distinto sucede con el libro infantil en cuya cadena intervienen principalmente adultos. Un autor experimentado es contactado por un editor de su misma edad para hablar de la creación de un libro futuro para un lector que suele ser por lo menos treinta años menor que ambos. Ambos deciden qué temas será mejor tratar y qué palabras deberán usar para ello. Más tarde, una de las partes definirá quién será el ilustrador y le pedirá que trabaje sobre el texto articulado por alguien quizá sólo unos años mayor que él. Al finalizar el proceso editorial, cuando el libro empiece a distribuirse, éste será acomodado según la estrategia de cada librería. Un librero se lo ofrecerá a los papás que busquen algo sobre un tema específico o, en el mejor de los casos, un niño lo verá y querrá llevárselo a casa. Lo que puede, o no, suceder. La decisión de comprarlo está, otra vez, en manos de un adulto.
La cantidad de filtros involucrados en este proceso es abrumadora y todos están relacionados con lo que cada adulto considera qué es un niño. La carga histórica que tiene la infancia, específicamente después del siglo XIX, puede llegar a ser un fastidio. De un “día para otro” los niños pasaron de ser un pequeño adulto, capaz de escuchar las historias más sangrientas y trabajar en las minas, por ejemplo, a ser entes casi inma- culados e intocables. El mundo los mira como una semilla que dará los mejores frutos (o los más podridos), según las experiencias de sus primeros años. La pedagogía determina algunos valores propios de la infancia y el imaginario saca sus propias conclusiones.
La literatura infantil —a la que llamaré así para fines prácticos— se gesta en el contexto decimonónico y hereda sus valores. Define a su lector como alguien inocente e incapaz de escuchar conversaciones sobre ciertos temas. Legitima, además, algunos lugares comunes asociados con la bondad, la inocencia, los colores pasteles, los animales, las flores y el olor a chicle; mismos que en siglo XX, el psicoanálisis y las nuevas teorías de educación, tratarán de derrumbar para empezar a mirarlos como seres con fijaciones y complejos, cuya forma de actuar es digna de análisis y es determinante para el futuro.
Una gran parte de la industria editorial sigue anclada en supuestos del pasado. Por suerte, existe una contraparte que evoluciona con el siglo e intenta subvertir este orden porque piensa a sus lectores como personas capaces de hablar de cualquier tema. Los define como entes complejos que transgreden el orden y ya no están asociados con prejuicios. Pone el reflector sobre los procesos de transición y recurre a temas universales asociados con problemas propios de la edad. Mi foco está siempre sobre esta última forma de LIJ la primera es obsoleta.
La pregunta pertinente en este momento es en qué niños se piensa en el siglo XXI. Tenemos regímenes escolares casi carcelarios conviviendo con opciones alternativas de lo más laxas, ambas deben tener un objetivo en común y con las mismas intenciones: educar para el futuro. Una constante que se mantiene aunque el modus operandi cambie, se trata de otra herencia del pasado.
Por otro lado, existe una industria completa que se centra en la diversión y confort del niño, produce todo para este público: ropa, juguetes, dulces, olores, colores, sabores, videojuegos, aplicaciones, cine, televisión, libros y un largo etcétera. Reconoce lo inagotable del mercado, cada vez ofrece elementos más sofisticados y logra posicionarlos al enviar un doble mensaje, por un lado capta la atención de los niños (crea una necesidad) y por otro, siembra en los adultos el compromiso de invertir en el futuro de un tercero (crea una responsabilidad). En casi todos estos procesos, las transacciones se dan entre los mayores. Merece la pena detenerse a reflexionar y preguntarnos a qué nos referimos cuando definimos lo infantil y en qué niños estamos pensando, sin olvidar que podemos (o solemos) equivocarnos en casi todo.
Me inscribí en un taller para aprender a escribir para niños. Fue en la época en la que terminé la carrera y me aterraba la idea de tener algo de tiempo libre. Intenté eternizar mi vida académica y recurrí a la educación “informal”. A lo largo de la semana iba a dos diplomados, una asesoría de tesis y, los viernes, a este taller. Como en todos los salones de clases, el grupo era sui generis. Una señora millonaria a la que alguien le sugirió llegar en metrobús y después de la primera experiencia no lo volvió a hacer. Un grupo de ilustradores que querían incursionar en la escritura. Un maestro de literatura que presumió sus galardones desde el día uno (se decía un experto en literatura adulta y la transición a lo infantil le parecía, literalmente, “cosa de niños”). Un par de editoras más enteradas de cómo funciona el mundillo, una doctora y algunos inclasificables.
La primera sesión nos presentamos. Sí, todos sentados en un círculo. Hablamos del primer libro que recordábamos haber leído. Las referencias hicieron evidentes la brecha generacional entre unos y otros. Los mayores hablaron de El diario de los niños, otros de compilaciones de cuentos clásicos de los Grimm o cuentos rusos; los más jóvenes hablamos de algunos autores y colecciones contemporáneas. En las siguientes sesiones se habló de eso a la que le denominan “mundo infantil”. Entre lugares comunes y algunas nociones pedagógicas se establecieron los puntos de partida para empezar a escribir. Cada uno tendría que escribir un texto sobre un objeto y, sin decir su nombre, todos debíamos adivinar de qué se trataba. Ese ejercicio se convirtió en una historia que tuvimos que leer frente a todo el grupo.
Supongo que es mal lugar para decirlo, pero siempre he tenido problemas para enseñar lo que escribo. Escribí diarios por algún tiempo e intenté no volverlos a leer. En el taller traté, por algunas semanas, de esconder mis textos. Le cedía el lugar a un compañero para que leyera antes o decía que no estaba terminado o que lo había olvidado. Mis técnicas fueron variando hasta que un día tuve que leer mis avances. Llevaba años leyendo libros para niños, revisando la prosa, las ilustraciones, los temas, los personajes, etcétera. Y en todos esos días apenas había conseguido articular una cuartilla bastante incoherente. Leí un poco frente a todos, el personaje se llamaba Nicolás porque jamás se me ocurre otro nombre. No tengo muy claro de qué trataba, creo que todo empezaba cuando Nico le preguntaba a su padre por la nieve, él le contestaba que ésta caía en el invierno y que la forma más sencilla de vivir la experiencia era pasando algunos días en el congelador. Recibí algunos comentarios, muchos relacionados con lo incorrecto que sería meter a un niño al congelador, otros sobre la estructura y unos más que sugerían qué líneas podría seguir. El relato nunca llegó a ningún fin, ni siquiera sé dónde está ahora. Lo busqué y no lo encontré.
El resto de las semanas escribí otros textos incompletos, también perdidos. Escuché los relatos de mis compañeros y opiné de todos. Noté que la mayoría de la gente que escribe para niños por primera vez, tiende a cometer algunos “errores”: el primero es abusar de los diminutivos, el segundo es pensar que si hay personajes niños automáticamente la historia va dirigida al público infantil, en tercer lugar se piensa que si aparecen animales y flores los niños lo amarán. Las mismas desgracias se encuentran también en los concursos literarios, donde la mayoría de los materiales recibidos tienen un tono condescendiente y plagado de cursilerías. Una herencia de la primera literatura infantil, donde cualquier obra que se jactara de ser para niños tenía que cumplir con esos puntos. Por suerte, la nueva LIJ y sus autores ya representan una alternativa.
Con ese taller entendí, entre muchas cosas, que soy incapaz de articular un texto de ficción. Me es casi imposible establecer un acuerdo de ficción entre mi cabeza y un teclado/papel. Es como si no creyera en nada de lo que estoy diciendo y fuera algo impostado. Quizá mi lugar está del otro lado, del lado del que lee, edita y opina un poquito sobre los relatos de otros. Quizá se reduce a algo más esencial: me gustan los libros para niños y no por eso debo, puedo ni tengo que escribirlos.
Entrada No. 194.
Autora: María Fernanda García
Ilustración de portada: Inés de Antuñano.
Fecha original de publicación: 26 de febrero de 2020.
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