La primera línea que dibuja Gabriel Pacheco es un presagio. Ha de perfilar un rostro o abrir un hueco o elevar una ola mientras avanza sobre el papel. No está seguro. Traza una forma porque tiene una sospecha. Dibuja para revelar lo que intuye. Su línea indica, previene, anuncia el color de un personaje.

Gabriel sabe que algo va a cambiar desde esa primera línea. Crea presagios contra todo lo que se desvanece. Lo fija en imágenes. Lo conjura.

No empezó a dibujar antes de aprender a caminar ni fue el estudiante prodigio que reproducía cuadros de Rembrandt en la preparatoria. Antes de los 30, Gabriel nunca hubiera imaginado que iba a ser uno de los ilustradores de libros más reconocidos en México y más publicados en el extranjero. No había sido un niño lector ni dibujante. Cuando mucho había soñado una tarde con ser bailarín.

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Moby Dick (Sexto Piso, 2014).

Hoy, da clases de ilustración en Italia y es común encontrar su trabajo en librerías de París o en exposiciones en Medio Oriente y Asia. Su recorrido como ilustrador parece un portafolio de clásicos: pasó por La Bella y la Bestia y Los Miserables, los cuentos de los hermanos Grimm, de Andersen y de Poe; retrató a Mowgli y a Moby Dick; revivió los cuentos de hadas de Pascuala Corona y la migala de Arreola; y próximamente publicará un cuento de Cortázar y Las aventuras de Pinocho.

Llevaba años deseando ilustrar a García Lorca y este año inventó un caballo azul para doce de sus poemas.

Pero nunca pensó, no se atrevía a soñarlo, que ilustraría a uno de sus escritores pilares, a Octavio Paz.

El vacío y la duda previos a su acto creativo se ensancharon. Dibujaba líneas y presagios en su cabeza pero durante cinco meses no consiguió plasmar nada en papel.

Gabriel estaba aterrado.

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El hombre que entraba por la ventana (SM, 2010). 

HABITAR LOS ESCENARIOS

Su primer acercamiento al arte vestía camisa de rayas y pantalones cortos. Cuando tenía 9 años de edad, en una excursión escolar al teatro, descubrió el dramatismo de los escenarios, el vestuario, la iluminación. Una experiencia que habría de marcar su estilo de ilustración, en la que parece abrir siempre telones grises y alumbrar personajes con maquillajes y máscaras.

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El de camisa gris, con todos sus hermanos.

Ahí arriba, en el escenario de aquel teatro de su infancia, había otro niño, con un vestuario lleno de rayas, bailando. A un costado de él, otros actores representaban algo que Gabriel no recuerda. Solo podía mirar cómo bailaba ese niño bañado por los reflectores. Y deseó ser bailarín.

Pero igual que se sueña ser bombero o astronauta, el deseo se diluyó con el tiempo.

A los 14 años, recuerda un libro: Así habló Zaratustra. Todas sus páginas parecían un encantamiento en una lengua muerta. No entendía nada. Pero otra vez la intuición de que ahí había algo, la atracción por lo desconocido, la posibilidad de múltiples mensajes, lo mantuvo leyendo. Pacheco define su obra con tres adjetivos: incierta, ambigua e improbable.

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La Sirenita (Aga World, Corea del Sur, 2009).

Nadie esperaba que se convirtiera en ilustrador de libros. No fue un niño ni un joven que devorara libros o retratara a su familia. Las que pintaban eran sus hermanas. De ellas, también, era el libro de Zaratustra. Gabriel creció con las rodillas sucias, tirado en la banqueta encarrilando cochecitos de plástico o viendo el Popocatépetl desde la azotea de la casa de sus padres, en la Agrícola Oriental. Nadie lo hubiera imaginado exponiendo en Seúl.

Cuando tuvo que elegir una carrera entró a arquitectura, pero al año su padre falleció y él no pudo continuar.

Algún tiempo después, a los 20, se decidió por cine en el CUEC, pero llegó una semana tarde a la inscripciones y terminó en la Escuela de Arte Teatral del INBA, especializado en escenografía.

Así, definió esa estética con texturas de telas y colores brillantes sobre fondos neutros que hoy lo caracteriza. “Onírica” la han llamado, “surrealista”. Quizá también tengan algo que ver las telenovelas.

Gabriel pasó del teatro a la televisión y terminó diseñando sets de telenovelas. Se deprimió. No le gustaba. Cambió de rumbo otra vez.

Con su facilidad innata pero ignorada para dibujar, reproducía cuadros clásicos de Rafael y Miguel Ángel para venderlos a los tíos doctores de sus amigos. Hasta que una de sus hermanas, Guadalupe, le ofreció trabajo en su empresa de diseño.

A los 25 años ilustró su primer cuento. Se llamaba “La rana encantada”. La experiencia lo sedujo porque retomó un personaje que había creado para el teatro y porque le pagaron bien.

Las primeras líneas de sus dibujos eran intuitivas, serían el presagio de una carrera que, al fin, parecía ser la definitiva. Así llegaría al universo de los libros para chicos, a las palabras de grandes como Octavio Paz.

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Arenas Movedizas (FCE,2014).

 

SUMERGIRSE EN LA SOMBRA

Se levanta otra vez a las cinco de la mañana. Pone a hervir agua para té. Corre las cortinas de su departamento en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires, su ciudad adoptiva. Despeja su escritorio. No debe haber nada en su superficie de 1.80 x 90 centímetros. Solo sus hojas blancas y sus plumas estilográficas. Se sirve el té. Se sienta. Nada. Lleva cinco meses sin poder dibujar una línea del libro de Paz.

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Lo último que dibujó de todo el libro fueron los ojos de esta niña. Tardó un día en afilar esa mirada. Arenas Movedizas (CFE, 2014).

“Arenas movedizas” (FCE, 2014), la primera antología de cuento ilustrada del conocido poeta, del desconocido narrador, engulle a Gabriel.

Angustia. Miedo. Son las primeras palabras que dice cuando recuerda el proyecto.

No buscó dialogar con Paz. Quiso fijar en otro lenguaje sus diez textos inciertos, ambiguos, improbables. Adjetivar con manchas de tinta las dudas.

Al principio, solo llenó de manchas de acrílico y acuarela un cuaderno. El acto creativo fue un contrapeso vital frente a su angustia, dice. Y luego de conversar con sus allegados, de sondear significados, de hacerse preguntas al lado de su editora, Socorro Venegas, encontró la palabra natural para dar dirección a las manchas, para llenar el vacío: oscuridad.

Y la oscuridad abrió otro hueco.

La primera línea que dibuja Pacheco se persigue a sí misma y cierra un círculo, abre un hueco.

“El hueco tibio que deja la vida cuando se retira. Eras el recuerdo de la vida”, dice Paz en su cuento “Antes de dormir”.

Las ilustraciones, explica Pacheco, están llenas de agujeros. Es la fosa cavada con pala para un Octavio Paz desconocido, y el espacio para su propio asombro y desconcierto. Intentó llenar algunos huecos con amarillos, pero pronto se impuso el azul.

 

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La cubeta de madera, dice Pacheco, tiene un poco de agua. El volcán saca fumarolas azules. El escritor se incendia. Arenas Movedizas (FCE, 2014).

PAZ ES AZUL

El azul es majestuoso, dice el ilustrador, es el color de todas las cosas naturales, pero también de las insondables. Como cuando el azul es casi el negro del océano o la sombra de una tormenta.

Y está en las palabras de Paz: el ramo de ojos azules que abre el libro, la luz  llena de reflejos marinos en “Mi vida con la ola” y la voz de la niña del último cuento: “Cabeza de ángel”.

Gabriel no quiso resolver los misterios de Paz, abrió nuevos vacíos para entrar en ellos. Paraguas de cabeza sobre el suelo, cubetas vacías, volcanes en erupción, cerdos salvajes, tortugas, espejos, liebres patagónicas y personajes con rectángulos sobre las cabezas como coronas, reyes tristes.

La última línea que dibujó fue la que cruza los ojos de la niña en la portada. Esa sombra le llevó todo un día. Después, exhausto, soltó el proyecto, para alivio de sus editoras.

Lo soltó, pero sus imágenes se quedan. La niña de “Cabeza de ángel”, hace una pregunta que habla particularmente a Pacheco: “¿por qué las cosas se conservan más que las personas? imagínate ya ni sombra de los que los pintaron y los cuadros están como si nada hubiera pasado (…) tan bien pintados que no me daban tristeza sino admiración los colores tan brillantes como si fueran de verdad el rojo de las flores el cielo tan azul y las nubes y los arroyos y los árboles y los colores de los trajes de todos colores…”.

Pinturas que se conservan, huecos que se abren, olas que se levantan. “La ilustración es un presagio, un presentimiento que se evoca para que todo lo que se desvanece permanezca un poco más”, responde Pacheco. Conjura.

 

LA GALERÍA DE CLÁSICOS DE PACHECO

 
Imagen 69Este perfil fue publicado originalmente en la «Revista R» del periódico Reforma, el 7 de diciembre de 2014. http://tinyurl.com/qy32xdp
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Screen Shot 2015-07-01 at 12.36.38 PMY también una traducción al portugués para la «Revista Emilia».  http://www.revistaemilia.com.br/mostra.php?id=486

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