El primer libro que leí de María José Ferrada fue Niños (Grafito Ediciones, 2014), que este año publicará Ediciones Castillo en México. Llegó a mí porque una tallerista en Chile lo había seleccionado como parte de una exploración de nuevos libros de poesía. Recuerdo que me sorprendió la brevedad y la estructura de cada poema, como si la autora hubiera desenvuelto los pliegues secretos de un haikú. 

Quedaban luego la sencillez y cercanía con la que describía las distintas acciones, deseos y pensamientos de varios niños y niñas. Hacía que el espacio de juego, libertad y mirada para cada uno de ellos se expandiera, ganara tiempo…

Y después, golpeaba la realidad. Una nota final explicaba el verdadero desenlace de estos niños, víctimas de la dictadura militar chilena.

Algunos días más tarde, sin embargo, la contundencia de cada poema seguía resonando en mi mente, la certeza de que la literatura había trascendido al dolor y me había hecho acceder a un mundo interno infantil en movimiento. Me cuestionaba entonces qué era más «verdadero», si el momento vivo del poema o el dato terrible sobre el destino de estos niños.

En parte de esta tensión habla María José Ferrada en este breve y bellísimo texto, presentado originalmente en el III Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil, CILELIJ  en México en 2016. Y sobre ese tema en particular: el Terrorismo de Estado y los libros para niños. De ello también le pregunté hace un par de años: ¿Cómo contar una verdad así de grande y dolorosa? ¿Es necesario hablar a niños, niñas y jóvenes de otros niños, niñas y jóvenes torturados, desaparecidos y asesinados? María José respondió que sí, que la literatura debe ser honesta, pero que quizá en algunos casos era importante el acompañamiento de un adulto (su respuesta completa aquí).

Igual que me pasó con María Emilia López, como contaba en la entrada pasada, escuchar o leer a María José Ferrada ha sido siempre revelador. Heredera de la poesía oriental, esa de las cosas pequeñas, siempre fascinada por la Naturaleza, pero también de alguna de la poesía de Aquiles Nazoa, como el «Método práctico para aprender a leer en VII lecciones musicales con acompañamientos de gotas de lluvia» (1943) o de «En una cajita de fósforos» (1965) de María Elena Walsh, Ferrada ha dado un nuevo aire a la poesía que se escribe para niños y niñas, afinando una musicalidad liberada de métricas y rimas. 

En este ensayo suena, en particular, su tía. Estoy seguro que muchos de los que oímos la ponencia en el CILELIJ, recordamos a la tía, un símbolo claroscuro para todos, palabra de una escritora que no olvida, que insiste en nombrar a los lectores con todos sus pliegues, incluidos los tristes.

Y muchas gracias a María José Ferrada por su generosidad al compartirlo, ¡que lo disfruten!

La insistencia 

(El uso de lo simbólico en la LIJ para nombrar el dolor y un recuerdo de mi tía, la triste). 

por María José Ferrada*

 

Las posibilidades de pensar lo simbólico en la literatura infantil son engañosas. Porque son muchas y, a la vez, una sola. 

Una sola porque parece imposible pensar la literatura, cualquier literatura, separada del lenguaje simbólico. 

Y muchas, en tanto que el lenguaje simbólico ha intentado, desde la primera palabra, desde el primer dibujo que se hizo al interior de una cueva, nombrar los distintos caminos por los que transita la experiencia humana. 

Ahí estaba, ahí sigue estando, el mundo para mostrarnos su belleza y su dificultad y ahí estábamos, ahí seguimos estando los hombres, intentando dar cuenta. 

De entre todas las posibilidades, hoy me detendré especialmente en la capacidad del lenguaje simbólico para nombrar el dolor y de la insistencia de ciertos símbolos que parecieran reclamar su derecho a irrumpir en nuestro, a ratos adormecido, mundo. 

Como punto de partida usaré dos libros de reciente aparición en Chile. Un diamante en el centro de la tierra, de Jairo Buitrago y Daniel Blanco e Historia de un Oso (adaptación de un cortometraje del mismo nombre) de Antonia Herrera y Gabriel Osorio. 

Dos libros que cuentan la historia de dos abuelos, dos exilios y dos familias quebradas por la dictadura. Los chilenos reconocemos el paisaje, sabemos que se trata de nuestra dictadura, pero bien podría ser cualquier otra. Lamentablemente la historia nos ha enseñado que todas las dictaduras se parecen. Todas dejan abuelos tristes, territorios perdidos y familias rotas. 

Han pasado 43 años desde que tuvieron lugar los hechos que retratan estos libros y su aparición nos muestra la necesidad que tenemos de volver a ellos, insistir, seguir nombrando desde las imágenes y las palabras. 

 

1. Dos preguntas

Cuando recuperamos la democracia una de las cosas que tuvimos que hacer fue aprender a hablar de “eso”. Lo primero que hicimos fue informes. 

Teniendo las cifras, los adultos pudimos saber cuántas lágrimas debíamos derramar, cuánto podíamos o no podíamos perdonar. Teniendo los nombres podíamos ver qué tan cerca habían estado de nosotros, de nuestras familias. Bastaba buscar nuestro apellido en el listado y contar cuántas veces aparecía. 

Utilizando los informes, los listados y los análisis podíamos hablar entre adultos. 

¿Pero qué pasaba con los niños? ¿Cómo hablábamos con ellos? 

Nos detuvimos en esa herramienta de contar, el lenguaje. Reparamos en que, como señala Teresa Guardian en sus Apuntes sobre el lenguaje simbólico, hay de dos tipos. Aquel lenguaje que nos permite acotar diferenciar, interpretar (ahí estaban nuestros informes) y aquel que nos permite poner de relieve el sentido, el valor de las cosas y recibir ya no la realidad, sino aquello que la realidad pueda o quiera decirnos. 

Nos acordamos entonces de la poesía y los cuentos. Comenzamos a escribirlos y dibujarlos muy tímidamente. Nacieron así libros como La composición, escrito por Antonio Skármeta e ilustrado Alfonso Ruano y la colección Hablemos de, compuesta por cuatro libros, a cargo de la editorial Ocho Libros. 

Repito: los escribimos, los dibujamos tímidamente. Basta comparar el pequeño corpus mencionado con la gran cantidad de libros para adultos de escritores chilenos en los que la dictadura aparece como escenario ineludible. Son tantos y abarcan registros tan diversos que han dado a lugar a una categoría llamada la literatura de los hijos: aquellos que vivieron en el golpe de estado mientras jugaban a la escondida o las muñecas. 

Sí, la literatura infantil fue y sigue siendo, más temerosa. Tal vez porque sus autores ya sabían las preguntas que vendrían. Dos preguntas: ¿Es este un libro para niños? ¿Otra vez el tema de la dictadura? 

Sé que a los autores de libros no les gusta responder este tipo de preguntas, así que intentaré buscar, en su nombre, una respuesta. 

 

2. Dos tipos de palabras

Juan tiene una palabra: pájaro. 

Pero el pájaro de Juan no es solo el que aparece en su libro de ciencias naturales -la descripción científica del pájaro- sino una palabra que guarda también el vuelo, el misterio, la presencia liviana de todos los pájaros que alguna vez han visto y nombrado otros como él. 

Juan pronuncia la palabra pájaro, y entonces esa palabra se abre y revolotea. 

(El pájaro de Diego es el canario amarillo que alumbraba la casa de su abuela. Es el pájaro y también los veranos de la infancia. El pájaro de María son todos los pájaros que mira en el parque cuando viene de vuelta del trabajo. Los pájaros son el descanso de los días. El cielo, el fin de la jornada.) 

Así, Juan nota que el lenguaje simbólico, esas palabras que nombran y guardan, le permiten encontrarse con la experiencia de los otros y que además dentro de esas palabras hay un espacio para que él deposite lo que quiera decir. 

Juan se da cuenta de que las palabras, utilizadas simbólicamente, son una herencia de sentido que nos hemos traspasado unos a otros desde el día en que, arropados con pieles y hojas, comenzamos a emitir los sonidos con los que nombramos el mundo. 

 

3. Otra vez

Ahora considerando la existencia del pájaro de Juan, esa palabra que guarda, volvamos otra vez a nuestras preguntas: ¿Por qué nombrar, cuarenta años después la dictadura? 

¿Por qué publicar nuevos libros? ¿Por qué recuperar la historia de esos abuelos que en lugar de ser abuelos de cuento son abuelos tristes? 

Porque dentro del símbolo del abuelo caben las palabras dictadura, desaparecido, ausente, y porque esa imagen, utilizada en un contexto simbólico, nos habla de todas las dictaduras, todos los desaparecidos y todos los ausentes que, así nombrados, ya no pertenecen a una época o a un país en particular, sino a todos los hombres. 

Nombramos y seguimos nombrando para abrir las palabras y ver a ese otro. 

Nombramos para primero imaginar y luego sentir su dolor. 

Seguimos nombrando, como si de un mantra se tratara, para darnos cuenta de que lo que queremos es que ya no le duela. 

Si a través de alguno de todos estos libros que he nombrado hoy un niño o una niña son capaces de ver a ese otro y abrazarlo (los niños y las niñas saben que esa es la única forma que existe de detener un dolor) es probable que mañana lo recuerde. Mañana cuando sea él o ella el encargado de hacer girar el mundo. 

 

4. Los tristes

En mi familia existía una tía. Éramos niños y como niños, a veces éramos un poco malos. Así que le pusimos a la tía un sobrenombre: la triste. 

Y es que la triste siempre estaba contando tragedias. Si celebrábamos el cumpleaños del abuelo, recordaba que hacía dos años que se había muerto la abuela. Si una de las primas anunciaba su casamiento, la triste recordaba que, el mes pasado, la otra prima se había divorciado. 

La triste nunca nos dejaba estar contentos y por eso la odiábamos un poco. 

Un día, como pasa con las tías cuando están viejas, se murió. 

Y desde ese día en nuestras reuniones familiares comenzamos a hablar solo de cosas alegres. Nacimientos, casas nuevas, viajes y todas esas cosas divertidas. 

Un día me di cuenta de que la extrañaba. Porque la triste con su listado de calamidades nos recordaba que podíamos estar ahí junto a la mesa a pesar de ellas. Y que eso era lo bueno de tener una familia. 

Cuando escucho la pregunta sobre por qué escribir otro libro sobre la dictadura, pariente cercana a la pregunta de por qué no escribir libros más alegres, recuerdo a mi tía, la triste. 

La triste que sabía que el dolor es parte de la vida, también en la infancia. Y que a pesar de eso, aún queda un poco de tarde, hay sol allá afuera y podemos seguir jugando.

María José Ferrada

Periodista y escritora chilena, licenciada en Comunicación Social por la Universidad Diego Portales, estudió Lingüística aplicada a la Traducción en la Universidad de Santiago de Chile y realizó un máster en Estudios Asiáticos en la Universidad de Barcelona. Es una de las escritoras de literatura infantil y juvenil más prolíficas y reconocidas de Iberoamérica. Desde 2005 ha publicado cerca de 30 libros en Chile, Argentina, Colombia, Brasil, México, España e Italia, y recibido numerosos premios. En 2012, fue ganadora el Premio Internacional de Poesía para niñas y niños «Ciudad de Orihuela» por su poemario El idioma secreto (Kalandraka, 2013). En 2014, sus libros Niños (Grafito Ediciones) y Notas al margen (Alfaguara) ganaron los premios literarios más importantes de Chile; el primero hizo historia al recibir el Premio Academia, de la Academia Chilena de la Lengua, a la mejor obra literaria publicada en Chile (primera vez que es otorgado a un título infantil), y el Premio Municipal de Literatura de la Municipalidad de Santiago, en la categoría Juvenil; Notas al margen ganó el Premio Marta Brunet, otorgado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura a la mejor obra de literatura infantil, así como la Medalla Colibrí, de IBBY Chile. Las ilustraciones en esta entrada acompañan sus poemas en Escondido (Ocho Libros, 2014) que en 2016 ganó el Premio Fundación Cuatrogatos.

Para conocer más de esta destacada autora te recomendamos esta entrevista que le hizo Bernardita Cruz para la Revista Había una vez o esta otra de Javiera Barrientos y Loreto Casanueva.

 

Ilustraciones de Rodrigo Marín Matamoros para Escondido (Ocho Libros, 2014).

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