«El comedor del apartamento rentado donde nada nos pertenecía, de paredes oscuras forradas de madera y ventanas altas dando hacia la catedral, desaparecía a medida que a través de la lectura avanzábamos en las selvas, navegábamos en mares revueltos, volábamos en las nubes». Marina Colasanti comparte en este texto su camino de lecturas y bibliotecas entre países, continentes, guerras, nuevos comienzos y la promesa de un cuarto repleto de libros… y el sabor de una cereza.

Foto: MTI MUNDO. Texcoco.

En esta breve y emocionante biografía lectora, presentada originalmente en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2017, Marina Colasanti va a galope, entre vida y libros, en un territorio común, el hábitat natural de un lector: la biblioteca. Ella nos guía por las distintas bibliotecas que ha habitado y nos cuenta cómo y por qué se quedaron en su recuerdo. Desde la idea más abstracta de libros leídos (los que llevaría su madre en un viaje en barco cuando ella era muy pequeña) hasta los lomos encuadernados con cuero de la biblioteca de su abuelo, y en el camino las primeras colecciones de clásicos que les compraron sus padres a su hermano y a ella sin saber si eran «aptos» para niños. 

El texto que leerán a continuación, compartido generosamente por Marina para su publicación en este blog, funciona también como un pequeño itinerario de clásicos para leer y puede acompañarse de la entrevista que le hice hace algunos años, en donde conocerán otros detalles y momentos de esta misma historia.

Que lo disfruten tanto como todos los que lo escuchamos, en un auditorio repleto, a finales de noviembre, en la FIL Guadalajara.

 

Con una cereza en la boca

por Marina Colasanti.

Conferencia Magistral impartida en el Encuentro de Promotores de Lectura de la FIL Guadalajara el miércoles 29 de noviembre de 2017. 

Foto: EFE.

Yo podría comenzar diciendo que desde hace muchos años vivo en una biblioteca.

O podría comenzar diciendo que desde hace muchos, muchísimos años, una biblioteca vive en mí.

Ambas afirmaciones serían verdaderas.

¡Y no sorprendería a nadie! Cualquier escritor de mi edad puede decir lo mismo. Vivir rodeado de libros es parte de la profesión, es igual para todos. Lo que, sí, difiere, es el camino que los libros siguieron para apoderarse de cada uno.

El relato que haré a continuación puede parecer muy personal. Pero, más que eso, refleja el recorrido de construcción de una lectora, realizado a través de tres ricas bibliotecas.

Si pienso en el pasado más remoto, no veo estantes con libros, pero ciertamente los había. La única foto que tengo de nuestras casas en África es una de Asmara; mi madre lista para ir a alguna fiesta, de noche, posando debajo de la lámpara en el cuarto de los niños. Yo recién nacida, mi hermano con un año, ciertamente aun no teníamos libros.

Pero mis padres tenían. Mi madre, que había estudiado Letras, no viajaría de navío de Italia a Eritrea sin llevar libros para leer entre uno y otro mareo de su embarazo. Y habrá llevado también sus libros favoritos, alguna poesía, novelas. Mi padre, a su vez, había heredado la parte moderna de la biblioteca de mi abuelo poco antes de que decidiera vivir en África.

Libros, por lo tanto, había. Yo era quien aún no tenía ojos para verlos o para acordarme de ellos.

En la segunda casa, en Trípoli, tuvimos una biblioteca formal. Oí hablar de ella más de una vez, unida a la historia familiar de cómo todo había sido dejado atrás. En el inicio del conflicto –la Segunda Guerra Mundial– la familia se había separado, madre y niños regresando a Italia, padre retenido por el trabajo en Trípoli. Pero la guerra es un mecanismo en movimiento, y mientras los ingleses avanzaban rumbo a Trípoli, mi madre en Italia oía la radio de Londres a escondidas –era más que prohibido oír las noticias provenientes del enemigo– tratando de saber cuánto riesgo corría su marido. Marido que, forzado por la aproximación de los ingleses, apareció una mañana a los pies de mi cama. Se había salvado, pero tuvo que abandonar la casa con todo lo que contenía. Biblioteca incluida.

Así, la primera biblioteca que habría sido mía se me escapó de las manos.

Los cinco años siguientes fueron de guerra. Y en la guerra nos tornamos más nómadas de lo que ya éramos. Vivimos en hoteles, en apartamentos rentados, en casas. Nos cambiamos varias veces de ciudad, buscando seguridad u obedeciendo a los desplazamientos impuestos por el trabajo de mi padre. Y si los libros no iban con nosotros –en la guerra nada se lleva– aparecían tan pronto como llegábamos a un nuevo abrigo. No tengo recuerdo de una casa sin libros.

A los 6 años, llegando a los 7, gané la primera biblioteca. No era, en realidad, una biblioteca, era una colección. Pero para mí fue como si la biblioteca de Alexandria, con todo el saber del mundo, hubiese sido depositada en mi regazo.

Acabábamos de llegar a Como, una ciudad antigua en el Norte de Italia, a orillas del lago del mismo nombre. El recuerdo que tengo es de un principio de otoño, días ya más cortos, la neblina viniendo del lago. Mi hermano y yo no conocíamos a nadie, fuimos puestos en colegios separados, y después de las clases no teníamos nada que hacer. Nuestros juguetes se habían quedado atrás, ni se podía pensar en jugar en la calle. Entonces nuestros padres compraron para nosotros libros de una colección de nombre muy apropiado: La Escalera de Oro.

Y por ella subimos.

Clásicos de la literatura universal habían sido adaptados por autores italianos importantes, en ocho series, considerando las capacidades lectoras de los 6 a los 13 años. Nuestros padres los fueron comprando poco a poco, sin respetar las series, de modo que acabamos barajeando Edgar Allan Poe y Verne, destinados a los mayores; Las Aventuras del Barón de Munchausen y Gulliver, destinados a los de en medio; Peter Pan y La Fontaine destinados a los menores. Tal desatención en la compra resultó altamente benéfica, exigiendo de nosotros dos atenciones redobladas y transmitiendo alto voltaje a nuestro imaginario.

El comedor del apartamento rentado donde nada nos pertenecía, de paredes oscuras forradas de madera y ventanas altas dando hacia la catedral, desaparecía a medida que a través de la lectura avanzábamos en las selvas, navegábamos en mares revueltos, volábamos en las nubes. El cuadro de hortensias era sustituido por un sol abrasador. Y debajo del piso de madera encerada un corazón pulsaba, para siempre audible.

En el mismo período, ganamos los libros de aventuras de Emilio Salgari y los de Kipling. Leímos los mitos griegos, que hasta hoy afloran en mis textos; la Leyenda de Troya, cuyo caballo aun habita en mí; Robinson Crusoe, que me enseñó a sobrevivir a cualquier naufragio y Don Quijote, cuya sabiduría retribuí años más tarde al traducir al portugués una bella adaptación para niños.

Leíamos hasta cansarnos. Y, cansados de leer, comenzábamos a fabular, a veces partiendo del universo literario que aun teníamos en la cabeza, a veces inventando otro.

Recuerdo claramente que durante semanas inventamos historias de una tribu africana en que una matriarca tenía pechos tan colgados y tan largos que, sin querer, al moverse derribaba con ellos cosas y personas. Y reíamos, reíamos metidos en aquella aldea, mientras allá afuera subía la neblina del lago y la guerra avanzaba.

No íbamos a la librería con nuestros padres a escoger los libros que más nos agradaran, así como no íbamos a tiendas a escoger nuestras ropas. Aún no había llegado el tiempo del «niño rey», de múltiples deseos que los padres se esfuerzan por atender. Ni había llegado la era de los shoppings.

Eran tiempos difíciles, en que las mercancías, todas las mercancías, escaseaban –no había cuero para los zapatos, se pedía a los hombres que no usasen chaleco, las novias estaban prohibidas de hacer vestido con cauda, no había más café. La única tienda de Como que conservo en la memoria es la de géneros alimenticios cerca de nuestra casa– y no olvido el alboroto que hicieron las amas de casa el día en que un huevo pasó a costar una lira.

Las tiendas solo entrarían en mi vida después de terminada la guerra. Y con ellas, las librerías y los puestos de periódicos.

Dejamos Como, que, siendo centro industrial, se había vuelto peligrosa, y nos cambiamos a una casa en una ladera, en medio de la vegetación, junto a una pequeñísima ciudad. De los libros, sólo llevamos los favoritos. No hubo biblioteca en la nueva casa, como tampoco hubo calefacción. Íbamos a estudiar a la casa de la profesora atravesando los campos –la escuela había sido requerida para fines militares– y regresábamos con los pies helados. Pronto llegaría la nieve. Y cuando la nieve vino, disminuyeron nuestras lecturas, sustituidas por el trineo.

Con la primavera, se acabó la guerra. Era abril de 1945. Conmemoraciones, un último rastro de violencia. La vida, nuevamente modificada, recuperaba una normalidad que mi hermano y yo prácticamente no conocíamos. En pocas semanas la casa rentada fue entregada y nuestra madre preparó el descenso para regresar a Roma, la ciudad de la familia. Nuestro padre no iría, desubicado por la confusión reinante o por el trabajo.

Nada viajó con nosotros. Llevábamos una única maleta conteniendo las ropas básicas, el oso de peluche de mi hermano y un tesoro que guardo hasta hoy: un álbum con la historia de Pinocho contada y cantada en cinco discos de cartón –técnica de la época para no lastimar a los niños– puestos en sobres de cartón con dibujos, que se armaban formando escenarios.

Tanta fidelidad y tantos años de amistad con esa marioneta símbolo de la pobreza, de la irreverencia y del buen corazón, me llevarían, muchos años y muchos viajes después, a traducir su historia para los niños brasileños.

El viaje de bajada fue largo. No había trenes. Las carreteras estaban destruidas, las ciudades por donde pasábamos de autobús habían sido bombardeadas, se veían destrozos de la guerra en los campos, cráteres por todas partes.

Al final, después de un largo pit-stop en la costa Adriática, llegamos a Roma.

En Roma vivía la biblioteca de mi abuelo.

Era un hombre de arte, mi abuelo paterno. Profesor, crítico, historiador de arte especializado en pintura del siglo XV, autor de varios libros. No lo conocí, murió poco antes de mi nacimiento. Habría sido un bonito encuentro.

Su biblioteca había sido transferida después de su muerte, de la villa familiar al apartamento antiguo, en el centro de Roma, donde vivían mi abuela y mi tío.

Poco después de la llegada a Roma, nuestra pequeña familia fue una vez más forzada a separarse. Mi padre partió para Brasil. Mi madre se fue a vivir en una pensión, mi hermano se fue de interno a un colegio, yo fui a vivir con mi abuela. Todo iba a ser provisional. Lo provisional duró dos años.

En la casa de la abuela, buen comportamiento era la norma. Pelo trenzado, para que no cayeran cabellos en la comida cuando yo iba a la cocina para un refrigerio, delantal sobre la ropa, y la promesa hecha por mi tío: «Marina, si eres buena, de noche vamos a leer en la biblioteca». Asegurar que tal promesa se cumpliera era mi misión.

Y en la noche, a la biblioteca.

Era una pieza grande, muy grande, las paredes cubiertas de altos estantes, los libros todos encuadernados con cuero, con el título en letras doradas en los lomos, y las iniciales de mi abuelo, AC.

Nos sentábamos los tres en el círculo de luz de la lámpara. Mi abuela hojeaba su revista favorita, «Marie Claire» –sí, ya existía en 1946. Mi tío leía algún libro. Y yo, sentada en una silla más baja, tenía derecho a escoger.

Escogía casi siempre lo mismo: libros de figurines del siglo XIX, hechos con antiguas revistas de moda, aquellas mismas que vi después desmembradas y vendidas como estampas. Damas de crinolina, con chales y sombrillas, niños jugando con arco o peteca, señores bigotones de bombín pasaban lentamente debajo de mis dedos. La lentitud era a propósito, destinada a prolongar el placer.

Y el placer no venía apenas del libro pesado sobre mis rodillas. Venía del olor a cuero y papel fundido en la penumbra, de la presencia de los libros garantizándome que yo siempre tendría uno más para ver o leer, de la imponencia de aquella habitación donde, aun durante el día, yo entraba reverente. Y de un sabor en la boca.

Porque, premiando mi buen comportamiento, en noches de biblioteca mi tío me daba una cereza encurtida en alcohol. Él mismo las preparaba en el verano, escogiendo las más bonitas y poniéndolas en un jarrón. Cuando, ya encurtida, una de ellas me llegaba en la punta del pequeño tenedor, era tesoro múltiple: recuerdo de verano sobre la lengua, expectativa realizada, delicia de adulto. Yo no la masticaba. La dejaba en la boca, sabiendo que en ese nido caliente cambiaría lentamente de sabor, aprisionada hasta que la orden impostergable “¡Hora de ir a la cama!» me obligase a finalizar el placer, tragando lo que quedaba de la cereza y escupiendo el hueso.

Soy persona de pocos deseos –además de los del amor– pero desde el principio deseé ardientemente heredar aquella biblioteca. Sabía que no me estaba destinada, y sí a mi hermano, que tenía el mismo nombre que mi abuelo. Si la heredara, no tendría como traer tantos libros a Brasil, ni tendría como abrigarlos en mi casa. Pero el querer no respeta ni lógica ni impedimentos, y en todas las veces que estuve a lo largo de los años en aquella casa ese deseo se reencendió.

No se realizó. Cuando mi tío murió, la biblioteca fue vendida en subasta.

 

En los años de Roma comencé a frecuentar librerías. Mi madre me llevaba, dejándome escoger lo que quisiera. Fue un período de otras lecturas. No más libros de aventuras, no tantos piratas o indios piel roja, pero historias de señoritas, con heroínas un poco mayores que yo, señalándome un trayecto posible.

Y leía todas las semanas un periódico infantil, cuya primera y última páginas eran historietas, con subtítulos en estrofas de siete versos rimados. Fue una escuela de poesía bastante divertida, que domesticó mi oído, llevándome a componer los primeros versos.

Un salto temporal: tengo 17 años, y aterrizamos en la segunda biblioteca notable. La de mi padre (con mi madre, que murió muy joven, no hubo tiempo para leer juntas).

Infinitamente más modesta que la otra, la biblioteca de mi padre en Brasil, de estantes bajos en una casa de hacienda, libros encuadernados en papel sin dorados en los lomos, fue fundamental para mí.

Todo allí era excelencia. Mi padre decía que lo que contenía era suficiente para él porque, cuando acababa de leer todo, podía recomenzar y haría siempre otra lectura, tendría siempre qué aprender.

A partir de esa biblioteca fui presentada a los autores rusos, me apasioné por Dostoievski más que por todos, me conmoví con Tolstói y Chéjov.

Y cuando ya estaba empapada de novelas construidas como catedrales, mi padre me entregó los autores americanos. ¡Qué sorpresa fue para mí dar de cara con las frases cortas, sin comas, casi minimalistas, el realismo cortante, las novelas en el hueso, la modernidad de Faulkner, Dos Passos, Hemingway, ¡Fitzgerald!

No paraba de admirarme y aprender.

La modesta y, no obstante, esencial biblioteca de mi padre me inició también en poesía. Contaba con poetas italianos, Carducci, D’Annunzio, Trilussa, y algunos franceses que él compraba especialmente para endulzarme el pico.

Íbamos juntos a dos librerías. Una librería francesa, en el Centro, cerca del Consulado italiano, donde compré mi primer Françoise Sagan y mi primer Françoise Mallet-Joris. Y la librería de una librera italiana, que leía todo lo que ponía a la venta, sabía qué indicar y a quién, y acabó tornándose en la librera más respetada de Río. Sobre todo, ahí ibamos con frecuencia, y mi padre se empeñaba con ella en largas conversaciones literarias, más por el gusto de hablar italiano que como ejercicio intelectual.

 

La tercera biblioteca determinante es la que me rodea.

Precedida por mis modestas –pero buenas– bibliotecas de soltera, esta fue constituida a lo largo de 47 años, suma de mis libros y los de mi marido.

Estoy casada con un poeta, profesor de literatura, ensayista, crítico. Nos conocimos en la redacción del periódico en que ambos trabajábamos. Y al buscar apartamento para vivir juntos la vida, lo que más me preocupó fue el espacio para la inevitable biblioteca.

Hoy, en el caos reinante en que los libros en doble fila en los estantes hacen casi imposible hallar lo que se busca, subsiste el orden inicial. En cada escritorio, los libros directamente ligados al trabajo de cada uno. En la sala del segundo piso, en el gran estante preponderantemente de él, la brasiliana, la poesía, los ensayos, la historia. Un estante menor, mío, abriga los libros de poesía que me acompañan desde la juventud. En el piso de abajo, mi estante de autores orientales, italianos, americanos, hispanos, las novelas. Y dos altos estantes comunes ocupados por biografías. Tenemos aún estantes en el corredor, hermanablemente divididos en medio. Estantes, solo míos, en mi cuarto de vestir. Y libros apilados por toda parte. Hasta un banco largo y antiguo fue transformado en almacén de libros que ya no queremos y que, de alguna forma, donaremos. Solo no hay libros en la recámara, porque soy alérgica, en el baño y la cocina por cuestiones de higiene.

No sé vivir sin ellos, me resisto a descartarlos. Veo mi mesa de trabajo y me avergüenzo de tantos que se acumulan en ella. Cito solo los lomos que alcanzo a ver de reojo: Antología de la literatura Fantástica, de Borges; Cuentos de la Tortuga Dorada, de Kim Si-seup, autor coreano del siglo XV; Kaputt, de Curzio Malaparte, en dibujos; La Historia de Genji, el clásico japonés; Smoke and Mirrors, de Neil Gaiman. Los demás están encubiertos entre papeles. ¿Por qué no organizo la mesa, guardando en el estante esos libros encontrados? Porque son de lectura más lenta, porque no los terminé, porque aún no exprimí todo el caldo que contienen, porque recelo que, al ponerlos en el estante, yo los abandoné.

Los libros, ya se ve, son las ramitas con que construyo mi nido.

Marina y Affonso Romano. Foto: RBS.

Así como la biblioteca, las librerías también dieron un paso al frente con mi matrimonio. Ir a la librería es mucho más placentero cuando se va en compañía de un cómplice. Y mi cómplice era tanto o más viciado que yo. Mi cómplice era un hábil investigador de librerías y con él aprendí detalles de su técnica

Hemos vivido más de una vez en el extranjero, hemos viajado mucho. Y uno de nuestros programas turísticos favoritos siempre fue la ida a librerías. En Paris, es vicio diario. En Milán, fuimos tomados de frenesí y en la primera noche de llegada escudriñamos, una tras otra, las tres grandes librerías en la Galleria. No olvido aquella librería de Roma donde entré una única vez. Acabábamos de ver una película sobre la pintora renacentista Artemisia Gentileschi, y salí del cine ansiosa por una biografía suya. Había ahí cerca una librería modesta, con vitrina estrecha, un can echado delante de la puerta. Entré. No era una librería modesta. Hecho el pedido, el librero, acompañado por el can, nos guió decidido a través de dédalos insospechados, hondos corredores y cuartitos forrados de libros, hasta encontrar la biografía en cuestión. Hasta hoy, pienso en los tesoros escondidos en aquella semioscuridad.

Falta hablar de las bibliotecas públicas. Poco las frecuenté. Durante la guerra, por motivos obvios. Después, porque, como tenía siempre más libros a mi disposición que los que podía leer, no sentí necesidad. Periodista, investigaba en el Departamento de Investigación del Periódico. Solo más tarde, en mi actividad de feminista, necesité hacer investigación más profunda y recurrí a bibliotecas públicas, sobre todo las extranjeras.

Una única biblioteca pública se inscribió para siempre en mi vida, La Biblioteca Nacional de Brasil. Presidida durante seis años por mi marido, fue durante seis años presencia constante en nuestras pláticas y en nuestro cotidiano.

En sus archivos, como si se cerrara un círculo, encontré algunos de los libros escritos por mi abuelo.

 


Foto: Cortesía Marina Colasanti.

Un Mapa de Nunca Jamás

Para seguir hablando de lecturas clásicas e itinerarios que forman lectores, Marina Colasanti participará en el curso del Laboratorio Emilia de Formación «Un mapa de Nunca Jamás. Lecturas y relecturas de clásicos infantiles y juveniles para la construcción de un canon transmedia». Empieza ya la próxima semana. Quedan poquitas plazas. ¡Los esperamos! Aquí toda la información

 


La ilustración de portada es de Carmen Segovia. Fue realizada para Soon in Tokyo y las Bibliotecas Públicas de Barcelona.

3 Comentarios »

  1. ¡Qué linda entrevista! ¡Cuántas vivencias las de Marina, cuánto camino recorrido! Dicen que no existen las casualidades, y ella vivió de una u otra forma entre libros y bibliotecas. Su propia historia parece un cuento de hadas. ¡Me encantó! Me quedo con su recuerdo al saborear esa cereza encurtida en alcohol.

    • Querida Verónica, sí, esa imagen de la cereza es bien poderosa, ¿no? Se queda en la memoria vinculada al placer de leer y al misterio que puede encerrar una biblioteca. El texto de Marina también nos hace pensar en nuestros propios recorridos lectores y en las bibliotecas que nos habitan, ¿cierto? ¿Qué bibliotecas trajo a tu memoria? Abrazo grande.

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